por Ricardo Garibay
Yo, con otros muchos editorialistas, había venido pegándole duro al gobierno, por el desacuerdo con la Universidad.
Mi lugar en Excélsior comenzaba a hacerse ver. Aguirre Palancares me dijo:
—Acompáñeme. Venga conmigo.
—Sí, Tata.
No abrió la boca en todo el camino. Se veía un poco tenso, preocupado; cosa rara en él. Cuando llegamos me espanté, brinqué en el asiento:
—¡Cómo Los Pinos, Tata! ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué pasa? ¿De qué se trata?
—¿Tiene usted confianza en lo que yo diga o haga?
No dije más. Empezaron a sudarme las manos. Se me secó enteramente la lengua. Entramos. La antesala estaba llena de gente. El Tata habló con un oficial. Y me dijo:
—Lo dejo. Estése aquí. Tranquilo.
Y se fue. Era yo una fuente de sudores. En el instante siguiente me aprehenderían brutales guaruras chichimecas, y la tortura empezaría en el siguiente segundo. Y oí mi nombre, de pronto. Sentí mucho frío. Y entré en el despacho presidencial.
Después, durante Díaz Ordaz y durante Echeverría, estuve allí muchas veces, salía y entraba como cosa natural. Pero esa primera vez la estancia tenía treinta metros de largo, veinte de ancho y una altura desproporcionada; grandes cortinajes del techo al piso, grises y guindas; columnas de cantera gris, y un colosal escritorio subido en un estrado de piedra muy amplio. El presidente me veía entrar, bajaba lentamente tres escalones y venía hacia mí. Yo me clavaba las uñas en las palmas de las manos, sentí un mazacote picoso en la garganta, esperaba mucho tiempo a que el presidente llegara, mucho más alto que yo. Llegó y me dijo, tendiéndome la mano:
—Me gustan los hombres con güevos.
—Señor presidente…
Sentía su mano fría apretando mi mano. Me sentí de hierro. Todas las leyendas de Díaz Ordaz se me enredaban en la cabeza. Había oído su saludo, y algo como descanso inesperado me iba invadiendo. Entonces sonrió Díaz Ordaz, y dijo:
—Siéntese, don Ricardo.
Y sonriendo él lo vi, por fin. Lo vi como si estuviera yo bajo el efecto de una droga, o desde una lupa desmesurada. Lo vi milimétricamente, sin tiempo y sin sonido, indeleblemente. Sus labios se distendían e iban apareciendo los dientes: grandes, chuecos, amarillos, horizontales hacia mi cara, circundados de negras zonas chimuelas. La fealdad como sustantivo inevitable que en ese momento peligrosamente nacía. Los ojos pequeñísimos chispeaban allá lejos, eran dos moscas venenosas. Los labios volvían a su sitio; él se los chupaba, los hacía retroceder hacia el huidizo mentón, y se le formaban torturadas arrugas en las comisuras. Esa boca no podía estar cerrada. Volvían a aparecer los dientes. Pensaba yo en el piano semiquemado y molacho que los guerrilleros hallan en una hacienda, en el México insurgente de John Reed.
—¿Cómo ha estado, don Ricardo? —sonó la voz como helado metal.
—Señor presidente… —me oí decir, afónico. Y me oí repetir—: señor presidente de la república…
Díaz Ordaz está despidiéndome en la puerta del despacho:
—Me ha dado mucho gusto saludarlo.
—Señor presidente… —digo.
En la calle vi el reloj. La entrevista había durado cuatro minutos. Al día siguiente fui a ver a Aguirre Palancares.
—Tata, iba yo aterrado. Me porté como un estúpido. ¿Qué sentido tuvo llevarme ahí?
—Era urgente, y necesario. Ya estuvo usted. Tranquilo en adelante.
En el sexenio de Luis Echeverría vi muy pocas veces al Tata. En una de esas, me dijo, con cierta pesadumbre, o con un asomo de desacuerdo:
—Lo veo participar intensamente. Muy generoso de su parte.
—¿Por qué generoso? —pregunté, y no contestó nada, y yo sospeché algo, no supe qué.
—Tata —le dije—, ¿se acuerda usted de la primera vez que me llevó con el señor Díaz Ordaz? ¿Por qué fue, Tata?
—Se lo diré otro día. No es tiempo. Lo veo participar intensamente.
Y dos años después de finado el régimen de Echeverría, me dijo:
—Yo era jefe del Departamento Agrario, ¿recuerda usted? Yo formaba parte del gabinete. Yo era un intocable.
—Sí, señor. Así era el cuento.
—Me vieron, de la Procuraduría, y me dijeron: “Tú andas con ese Garibay del periódico ese”.
—Sí. Es amigo mío.
—Pues hazte a un lado porque le vamos a dar.
—¿Me entiende? —dijo el Tata—. Por eso lo llevé con el presidente Díaz Ordaz.
—¿Pero qué era que me iban a dar?
—¿Pues qué cree usted, en aquellos días…?
—¡Leñe! ¿Tanto así?
—Y luego que lo llevé —siguió el Tata— me dijo alguien…
—¿Quién?
—Alguien.
—Pero Tata, me está usted contando cosas que se refieren a mí, tengo derecho…
—Alguien. No le voy a decir quién, no le conviene. Piense en el sistema y escoja el personaje que le parezca más adecuado; atinará usted, no lo dude.
—Bueno, pues, como usted diga.
—Sí. Me dijo alguien: “Cómo eres cabrón, para qué te interpones en lo de Garibay”.
—El cabrón eres tú —le dije—. Tú tienes las peores intenciones. ¿Cómo puedo dejar que las cumplas precisamente con ese escritor, que además es mi amigo? Cómo es posible…
—Pero… —interrumpí al Tata—, pero ingeniero, espéreme, yo no traté nada con el presidente Díaz Ordaz, no atiné a decir nada, ni sabía qué.
—Si usted ve al presidente, se sabe que vio al presidente. Eso basta. Cualquier peligro que lo amenace desaparece.

Cierto. Años después, en el sexenio de De la Madrid, un joven y honorable restorantero de Cuernavaca, Eduardo Winters, fue a verme a mi casa. Iba armado, dispuesto a matar, desesperado. Con el pretexto del narcotráfico, la judicial federal lo había raptado, golpeado, torturado y robado inicuamente, y lo amenazaba de nuevo.
—Ya no me importa morirme —me dijo—. Lo que me importa es llevarme conmigo a dos o tres de esos hijos de puta.
Hablé por teléfono con Sergio García Ramírez, procurador general. Me dijo:
—Dígale a su amigo que vaya a mi oficina y se anuncie. Lo recibirá de inmediato mi secretaria particular. Yo no voy a estar en México.
—Pero, licenciado, ¿qué gana el hombre…?
—Será suficiente que se sepa que estuvo allí. No volverán a molestarlo.
Y Winters vive en paz, desde entonces. No sé si el poder tenga resonancia igual en otros países; sí la tenía en la Edad Media.
Y volví con el señor Díaz Ordaz porque el Tata Aguirre Palancares me dijo:
—No puede usted seguir así. Vive inmerso en una irritación que se le está volviendo manera de ser. Así no puede trabajar en lo suyo, ni en lo ajeno. Estése en su casa. Lo llamaré por teléfono.
Dos días después me llamó:
—Venga usted a mi oficina, joven Garibay.
—Traté con el señor presidente su problema —dijo en su oficina.
—¿Qué problema, Tata?
—El que vive usted. ¿No le parece problema?
—¡Ah, mi problema, sí, sí, mi problema!
—Me dijo: “Hay que resolver esto”. Y le dije: “¿Lo resuelvo yo, señor, o usted? Usted me ordena. Yo podría…”. “No, no —dijo—, yo lo resuelvo. Que don Ricardo me haga el favor de venir acá. Tendré mucho gusto en saludarlo.”
—…
—Esto que le estoy diciendo es textual, joven Garibay —dijo el Tata—. De manera que se va usted ahora mismo a Los Pinos.
Me recibieron de inmediato. ¡Y vaya!: el despacho presidencial era mucho más chico que la primera vez; el escritorio era de tamaño normal; no había ningún estrado, ni escalones ni cortinajes ni columnas. Y Díaz Ordaz era de mi estatura, y su cordialidad creó de inmediato una buena dosis de confianza.
Estuve tres horas en esa entrevista. Él hablaba. Estábamos a dos y medio meses después del horrendo 2 de octubre.
—Aparece, apenas ayer, la revista Siempre! con un gorila en la portada. ¿El gorila después de la olimpiada? ¡Hombre! Boté la revista y le di una patada. Ahí la puede usted ver. Prohibí que la levantaran del suelo.
—…
—El calvito es berrinchudo y marrullero, no es fácil, pero afortunadamente es pendejo, sin darse cuenta se deja manejar más o menos.
—¿Quién, señor presidente, perdón…?
—El general, el general y licenciado no sé cuántos títulos más, don Ricardo. Bien que chinga el calvito… a quien puede chingar, por supuesto.
—…
—¿Ese? Ese es un ídolo. En realidad no sé qué hace ahí, porque educación no la mamó. Dicen que le enseñaron a escribir, pero no le enseñaron a hablar. Ya lleva semanas haciéndose buey. Venga, venga usted a los acuerdos que tengo en esta oficina, que vaya usted conociendo a la ralea del primer nivel.
Semanas después estaba yo allí mismo, como siempre un poco disimulando mi presencia, un poco apenado porque Díaz Ordaz no soltaba su habla tabernaria ni su desprecio, y los secretarios de Estado enmudecían, salían pálidos y temblorosos. El secretario de Educación estaba hablando casi en secreto y entregaba, hacia el fin de su acuerdo, un papel al presidente. El presidente leyó el papel, lo rompió en cuatro pedazos y arrojó los pedazos hacia el secretario y alzó la voz:
—Se ha tardado usted más de la cuenta. Y ya debería saberlo: a mí ningún hijo de la chingada me renuncia. ¡De qué forro le salió…! ¡Váyase a cumplir un poco mejor su cometido!
Y se levantó, la faz revestida de una dureza extraordinaria, los ojos dos brillosas rendijas. Yáñez no veía los papeles que recogía y metía en su carpeta negra; no veía las alfombras que desandaba hacia la puerta, como atacado por calambres. Afuera lo esperaba la muchedumbre de reporteros.
—¡Farsante! —bramó Díaz Ordaz. Yo sentí aun erizo en la garganta, no podía tragar saliva.
Y en aquella primera vez que cuento —antes de este pesado incidente con mi antiguo maestro de literatura— mencioné no sin malaje a los estudiantes universitarios. Y vi entonces el rencor y el odio, escuché con angustia:
—¿Juventud? Esos hijos de la chingada no son juventud ni son nada. Parásitos chupasangres. Pedigüeños, ingratos, cínicos y analfabetas. Estudiantes universitarios… ¡Carroña! Y ni siquiera tienen güevos para enfrentarse de veras, para dar lo que llaman su batalla. ¡Su batalla…! ¡Su batalla…! ¡Hijos…! ¡Hijos…! —se sofocó, se chupó violentamente los dientes y los labios (casi quedaba sin mentón, y líneas blancas le salían de las aletas de la nariz) y cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados. Era la imagen de una inaudita concentración de rabia. Y un momento después sonreía (aquella dentadura arcaica que no acababa nunca de asomarse) y recuperaba su buen timbre, su gravedad barítona:
—¿Usted cree que no puedo ordenarle al secretario de Hacienda que me ponga sobre este escritorio cincuenta millones de pesos? Claro que puedo. ¿Y para qué? Espinosa Iglesias ha ganado este año ochocientos millones de pesos ¿y para qué? Pues hasta de eso me acusan, don Ricardo. Y sí le puedo decir que a mí el dinero me la pela. Pueden comprarme con cualquier cosa, menos con dinero.
Llevaba horas oyéndolo y sólo diciendo: “Sí, señor presidente. No, señor presidente. Sí, señor. No, señor”.
Y el hombre hablaba y hablaba. Probablemente tomaba mi nada peligrosa presencia como un respiro, y hurgaba en la bolsa de los resentimientos y vomitaba sobre sus funcionarios todos. ¿Cómo se puede gobernar con esa cantidad de inquina? Y lo que espanta es pensar que, tal vez, esa inquina estaba justificada. Sólo a Reyes Heroles respetó; lo llamó “mi carta mayor, mi colaborador confiable”. Dijo pestes de Scherer y de Excélsior y habló de los demás periodistas como “mendigos, embusteros y agazapados chingaquedito, sabemos cómo aceitarles el hocico”.
Yo lo miraba y lo miraba, e iba armando esta idea: la fealdad, la fealdad física como torcedura de la voluntad, fuente de desconfianza, combate contra la paciencia y la tolerancia, origen del rencor, piedra solitaria de tropiezo, acidez de la vida, fabricación de adversarios y bronquedad iracunda del idioma. Y eso todo reunido en la cima del poder: ¡ay, Dios! Comenzaba a explicarme la política actual, y eso me explicó después la vida de ese hombre hasta su muerte.
Me atreví a levantarme de mi silla:
—Señor presidente, agradezco profundamente su gentileza. Llevo aquí casi tres horas…
—Si usted aguanta las mentadas de madre de los que están esperando, don Ricardo, aquí podemos seguir toda la noche, yo encantado.
—Señor presidente…
—A propósito, don Ricardo, quiero pedirle que me haga el favor de pasar a ver un momento al señor licenciado Cisneros, tenga la bondad, don Ricardo.
—Señor presidente…
El licenciado Cisneros era su secretario particular, exgobernador de Tlaxcala, eficiente, pequeñito y aún más feo que su patrón.
—Yo le ruego, don Ricardo, que nos haga favor de pasar por esta oficina cada mes, a partir de hoy, o de mandar a alguna persona, para que podamos cumplir con las disposiciones del señor presidente de la república.
Me entregó un sobre sellado y firmado. En el coche lo abrí. Eran diez mil pesos. Abrí las ventanillas y aspiré el aire de diciembre. Desde ese momento cambió mi vida. Se aquietó el ritmo cardiaco. Pude entregarme enteramente a leer y escribir.

Andando el 69 y luego el 70, aprendí a estimar a Díaz Ordaz. Lo veía con frecuencia en Los Pinos, iba yo a sus giras por la república. Nunca hubo cercanía o intimidad, las que puede permitir el jefe del Estado, como después sí ocurrió con Echeverría. Lo que quiere decir que siempre vi a aquel presidente en su carácter público y así lo traté, y mi prudencia en el diálogo creció de más en más y mi juicio sobre él se fue templando y se hizo consideración en más de un aspecto. Me conmovía ver cómo su esfuerzo se estrellaba con frecuencia en el airado rechazo de los ciudadanos, que no le perdonaron el 68, que no le perdonaban el temperamento, tan seco y enfático, tan poco dado a explicar sus decisiones, a buscar el consenso. Recuerdo una frase que le oí dos veces. Una, por la rechifla que interrumpió el comienzo de su discurso de clausura de la olimpiada; la otra, por la rechifla con que lo recibieron en las calles de Hermosillo los estudiantes sonorenses.
—Se ha cumplido con este encargo como se debió cumplir, ni un milímetro de más ni de menos. Si algún día se ve, se verá y enhorabuena. Si no, me da lo mismo. Se hizo lo que era necesario. No busco el aplauso del pueblo, de la chusma, ni figurar en los archivos de ninguna parte. Al carajo con el pueblo y con la historia. No esperé jamás gratitud ni reconocimiento; casi nadie tiene la nobleza que se necesita para otorgarlos.
Ahora que reviso mis apuntes veo que recordaba la frase textualmente. La escribí, en las dos ocasiones, inmediatamente después de escuchársela.
No le vi ni la frivolidad más leve o pasajera; no le vi buen humor, algún momento en que dejara ver el gozo de vivir; no le oí frase donde se asomara siquiera por un instante el sens of jiumor; no conocía la ironía, sí la invectiva, que en su voz era pronta e inteligente. Me daba la sensación de que miraba el mundo desde una lente que lo enanizaba; nada se le hacía considerable, o, cuando menos, eso decía su gesto y su actitud. Hablaba bien; su voz era metálica y barítona; su discurso era preciso y brillante, enfermo de salpicaduras callejeras. Su constante era la sobriedad, algo como un áspero e impaciente sentido de la existencia. Muchas veces me dije: ¿dónde querría estar este hombre en este momento? Porque es indudable que no quiere estar aquí. Es probable que muchos no estén de acuerdo con la siguiente frase: en todas sus maneras presidenciales hacía sentir un profundo y pesaroso patriotismo.
Parecía que dijera: ya nos tocó vivir esta chingadera que es la vida…, bueno, esperemos que no dure gran gosa. Y es sabido que así vivía la presidencia y contaba los días, las horas y los minutos que le faltaban para terminar su periodo. Cuando dejó el poder, lo dejó de veras; y cualquier pregunta que se le hiciera sobre su gestión era rechazada escatológicamente.
Le dediqué varios de mis libros, con frases de Plinio para Trajano, y los leyó y me dijo:
—Lo único que no está bien son las dedicatorias, don Ricardo. Son sólo generosa retórica que yo estoy lejos de merecer.
—Señor presidente…
—Mire, don Ricardo… Trajano quería ser lo que era.
Y recuerdo que abrió el libro, releyó la dedicatoria, y, más que con gravedad, dijo, con tristeza:
—Yo releía el Elogio, de Plinio, cuando estudiaba derecho. Me escocía, no sabía por qué. Creo que lo sé ahora. Probablemente Trajano tenía a manos llenas precisamente lo que yo no tengo.
Fue la penúltima vez que lo vi. La última fue la mañana donde Echeverría tomó el poder. Estaba Díaz Ordaz solo, absolutamente solo en Los Pinos. Estuve quince minutos, más o menos. No supe qué decir. Él sólo dijo:
—Muchas gracias, don Ricardo.
No he encontrado en lo vivido a otro hombre con tan tenaz e hincada incapacidad para amar a los demás.
Y porque no recordaba si es Plinio el Joven o Plinio el Viejo quien escribe el Elogio de Trajano, hablo por teléfono con Monsiváis. Y se da el siguiente diálogo:
—Bueno… —dice Carlos Monsiváis.
—¿Es el Joven o el Viejo quien escribe lo de Trajano?
—Siento que es el Joven, pero no estoy seguro. Y oye, Ricardo, ¿cómo pudiste escribir eso que acabas de publicar sobre Díaz Ordaz? Me removió, me alteró, me lastimó, digamos. Te haces muy escaso favor. Formalmente es impecable, pero eso que dices al final…
—Venga. Dónde está lo malo. A veces elogias de frente mis trabajos. Si ahora no es así, venga la crítica, derecho. La agradezco de la misma manera.
—Mira, pones a Díaz Ordaz como el único, el sobresaliente, el digno de toda gratitud. Es el hombre que injuria y humilla a sus secretarios de Estado, que desacredita a los funcionarios que él mismo ha nombrado, que execra a los estudiantes y abomina de la juventud de su país, y tú aceptas su ayuda y te consideras afortunado por tenerla…
—Pero un momento, Carlos. Que sea el hombre que injuria y humilla a sus colaboradores, que execra a la juventud de su patria y vomita en ella, eso, en lo que se refiere a mi capítulo, lo sabes porque yo lo estoy contando, yo lo escribo, yo lo entrego al juicio público. Luego el hombre me da la ayuda que le pide Aguirre Palancares, y yo con eso puedo trabajar. Y también soy yo el que lo cuenta, el que lo escribe. Los hechos fueron así. Creo que no hago de Díaz Ordaz un ser admirable a ultranza, y único.
—De acuerdo, pero tal como lo dices ahí parece que es el dinero lo que te hace feliz, lo que esperas, lo único que esperas, y es Díaz Ordaz el único que satisface esa búsqueda tuya.
—Bien. La crítica no se discute. Admito que puede darse esa interpretación. Dime cómo enmiendo el asunto, el equívoco.
—Aclara tu actitud. Anula el equívoco.
—Hecho. Lo haré. Y agradezco la llamada de atención.
—Gracias, Ricardo —dice Monsiváis. Colgamos. Busco a Scherer, no está. Hablo con Froylán López Narváez. Le digo. Y le digo:
—Froi, ¿tú qué opinas?
—Que debes aclararlo. Además, en el capítulo final de este libro que has venido escribiendo y publicando, es bueno que haya estos diálogos, este toma y daca, ponerte en entredicho, este ingrediente de periodismo.
Y escribo la cosa, aclaro, porque quiero conmigo a los lectores.
Díaz Ordaz ordena, por la gestión del Tata Aguirre, que se me dé la ayuda. Yo puedo entregarme enteramente a leer y escribir. El dinero es de la nación, no de Díaz Ordaz, y él es el jefe del Estado, es mi deudor, de algún modo. Estamos ante un acto personal y generoso hacia mí, hacia mi trabajo. Y yo lo agradezco, y punto. Me pongo a vivir sin congoja. Y lo cuento para cumplir el itinerario tragicómico del escritor para ganarse la vida en nuestro país. País que no lee. País que puntualmente demuestra que “la república no necesita de sus escritores”. La alegría viene de poder leer y escribir, que para eso se ha nacido. Quien procure —o lo haga posible— lo que es urgente para la realización de una tarea, no es relevante, salvo si el fulano es un delincuente común o si en la ayuda se emboza la comisión de un grave daño a los demás.
Se agradece el gesto del mandatario y se hace constar, porque es de bien nacidos hacerlo. Y si uno trabaja de veras, con eso paga el favor. Y también, que yo seguí publicando editoriales en Excélsior, con frecuencia adversos al gobierno y al propio Díaz Ordaz. No me vendo ni hay precio que me compre. Lo único que festejo en mí, es mi lealtad a mi oficio.
Ojalá que esto satisfaga al lector y a mis respetables compañeros.

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Ricardo Garibay (1923-1999) es uno de los polígrafos más importantes de la literatura mexicana del siglo XX. Escritor de novelas, cuentos, obras de teatro, guiones de cine, crónicas, entrevistas, reportajes; conductor de televisión; polemista, sólo no cultivó la escritura en verso de manera pública. Su plástica prosa no abandonó nunca la obligación de relatar las diversas identidades mexicanas, tanto entre los abandonados como entre los henchidos de la economía. Fotógrafo verbal de Tijuana, Las Vegas, San Pedro de Los Pinos o Acapulco. Su obra completa yace compilada en una coedición de diez volúmenes con participación de recursos públicos, disponible en las librerías Educal de México.
Este texto fue originalmente publicado en Cómo se gana la vida, México: Joaquín Mortiz, 1992.
El presidente responsable de la matanza de Tlatelolco falleció en 1979.
La imagen principal fue tomada de la mediateca del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) mexicano.