por Samuel Cortés Hamdan
¿Puede una diputada federal por el PRI escribir una de las mejores prosas del reivindicante barroco literario latinoamericano? ¿Puede una legisladora tricolor por Guanajuato, participante de la LIII legislatura (1985-1988) del Congreso de la Unión, entregar un estilo propio, maduro, provocador, imaginativo, sonoro y plástico en novelas que ratifican la amplitud creativa de la literatura mexicana? ¿Puede una parlamentaria por el partido de la dictadura perfecta escribir una de las mejores crónicas poéticas sobre la masacre de Tlatelolco, perpetrada durante el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, en 1968, con el impune Luis Echeverría en la Secretaría de Gobernación, en mucho policía política del régimen?
Insoslayablemente, el mundo es complejo, simultáneo y contradictorio; y la respuesta es sí.
En Con él, conmigo, con nosotros tres, experimento verbal calificado de cronovela por la propia autora, María Luisa Mendoza se las arregla para entreverar la matanza de Tlatelolco con la Decena Trágica, los dolores, abusos, machismos de la historia de una familia conservadora pero despelucada, los Albarranes, y una mirada rebosada sobre las pasiones del dolor y los accidentes punzantes del deseo y la frustración.

“La crónica quema al santo; la novela no lo alumbra”, asegura Mendoza en la primera página de su primera novela, que arrebató su título al José Gorostiza de Muerte sin fin, fue escrita bajo el cobijo tallerista del Centro Mexicano de Escritores entre 1968 y 1969, y que publicó Joaquín Mortiz en 1971, en su colección Nueva Narrativa Hispánica (que también vio escribir a Elena Garro, Vicente Leñero, Tita Valencia, Amparo Dávila, Sergio Fernández, Inés Arredondo, Silvia Molina, Arturo Azuela, Jorge Aguilar Mora, por mencionar algunos: plana mayor de la literatura mexicana).
La crónica quema al santo; la novela no lo alumbra, una frase que rehace el dicho popular —“Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”— y con la que, tal vez, la autora busca justificar el atrevimiento polivalente de su escrito, al mismo tiempo canción personal, recorrido cósmico por la memoria, denuncia lírica sobre el derramamiento de sangre inocente en la Plaza de las Tres Culturas, compilado familiar que hace puntual denuncia de sus violaciones matrimoniales, sus anulaciones de la mujer, y donde sin embargo también abundan las oportunidades para un erotismo de vanguardia, por así decirlo, mexicanísimo y atemporal simultáneamente, un goce sexual por desquite que tiene su correlato en la masturbación poética que supone la novela.
Ella te miraba los calzones y tú nada más esperabas que empezara la letanía de que tú eres yo y yo soy tú y tú eres mi papá y yo soy tú y tú eres mi mamá y yo soy tú y tú y yo nos tocamos allí para que tú me des una muñeca que es de ti y yo te dé otra muñeca que es de mí y las dos tengamos hijos e hijos como los tienen ellos, los hombres y las mujeres de allá afuera. Tú te dejabas hacer, sintiendo el extraño poder de lo caliente que te enseñaron tus primos y que se repartían entre todos porque era ya lo único que tenían para repartirse en el balcón, debajo de la cama, dentro del ropero, en el cuarto de planchar…
Con su primer libro, la autora deja claras las intenciones abarcantes y embriagadas de su estilo literario, que reiterará en dos novelas más, De ausencia (1974), recuperada en 2019 por la Colección Vindictas de la UNAM, y El perro de la escribana (1982), aunque su carrera literaria y periodística no se agota en esos títulos, sino que se desdobla en cuentarios, compilaciones de su escritura periodística (elaborada para Excélsior, El Día, El Sol de México, El Universal, entre otros espacios). Dueña de una escritura envolvente, tan desafiante como fluida por el tejido procurado de ritmos internos, Mendoza es una escritora magnífica que llevó a la excelencia el barroco mexicano, no obstante el silencio casi total que envuelve su trabajo artístico:
Tlatelolco, el moridero de las tres culturas en donde ya no estaban los cadáveres y en donde habían de estar los soldados durante un mes entero, con sus risas, su hambre nunca rellenada, su paradero silencioso como avergonzado y en el que sobresalían sus miradas huidizas la mayoría de ladito, cafés, azules a veces, como las florecitas de las cucharas de no plata que nunca se llevarían a los labios, porque las flores en las cucharas nada más crecen en los amaneceres de cada siglo propio, en la semipenumbra de los cuartos de planchar, en la cama de los justos que van a morir, de los niños que despertaron chillando, de los sabios que descubrieron el mal del insomnio o el bien del sueño o el mal del buen amor, o el bien del mal olvido. De los astrónomos que se durmieron sobre el telescopio a la hora de la aurora boreal, de la niña que estira la mano y encuentra a su perro, de la madre que sabe que su hijo ya es hombre porque halló la mancha amarilla de una eyaculación en la sábana, de aquel que aprende en la noche el misterio de la lengua, la verdad sobre Rilke o por lo menos la clave de la palabra umbral.
Amaneció, igual que amanece por los siglos de los siglos en Tlatelolco: dorándose primero la punta de las azoteas y los pezones de las cúpulas, bajando el sol por las curvas de los portales para irse apoderando del suelo y de las paredes en donde todo ocurre, desde la ventana hasta la catapulta. De este modo se borra allí la gran noche del gesto rojo en la que mueren muchos a obra de arcabuz.
Las bocas tlatelolcas están acostumbradas a amanecer con plegarias o blasfemias, o simplemente a recibir la calentura del sol abiertas, sin nada dentro, ni palabras, ni nardos, sino sangre.
La madre responde a los augurios: Dios te llene la boca de nardos. En tardes tlatelolcas puede ocurrir que Dios las llene de sangre, las enardezca de nardos rojos, rojos gestos para que amanezcan bien acostradas y se vuelvan un inmenso plañir de lloronas.

En “La China” Mendoza ya aparece consolidada esa inteligencia verbal de mezclar las voces populares con el vanguardismo metafórico y cadencioso que después se le aplaudirá tanto, por ejemplo, a Daniel Sada. Con él, conmigo, con nosotros tres es rica en mexicanismos salpicados y neologismos asentados en el texto desde la potestad poética que supone escribir: se enuncia el mundo en su dificultad, su neblina de pliegues, frente a los que hay que nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria, como recomendó José Lezama Lima.
La novela desdobla un recorrido por la historia personal, que se entiende historia histórica, social, problema colectivo para entender un México religioso en el bastión cristero guanajuatense y al mismo tiempo fervoroso de experiencias gozosas, de balbuceos fundacionales por el escurrimiento del placer. Hay una voluntad escritural que no deja zona sin dibujar con sus imprecisiones y sus canciones enamoradas de sí mismas, de su posibilidad afirmativa, a veces entrecortada, rizada, proliferante o breve, según corresponda a las circunvoluciones del antojo que es el estilo. Hay un divertimento que es también denuncia, el asentamiento de un desprecio a la violencia política y a las agresiones confirmadas, cotidianas, que supone todo muégano familiar, atiborrado de reclamos silenciosos.
Es decir, en Con él, conmigo, con nosotros tres desdobla una escritura propia, un artefacto que inventa lenguaje para habitar su derecho a la literatura y derramar el aceite de la conversación. Una autora mayúscula sin la resonancia correspondiente, olvidada en los castigos localizados de la primera edición, con cuatro mil ejemplares impresos para darse a conocer en un país de 120 millones de habitantes, por dejar de pensar, mientras, en sus merecidos lectores de Colombia, Andalucía, Chile, Uruguay, Honduras…
De la mano de Soco la amiga del alma, la compañera feuchona, buenona, morocha, cálida, sin coordenadas mentales, culta a troche y moche, lúcida, desigual, melancólica de su de por sí y tan alegre, entró por la puerta que, en el barrio irapuatense azonado en rojo, ya traqueteaba en el camino andado y el ruidero era más hecho, más retumbón. Tarará, tara, tará, tarará, ta, ta, tá… danzón dedicado a… Corriendito se habían trepado al camión Flecha Amarilla de las nueve de la noche que salía destapado rumbo a Irapuato. Un viaje lleno de palpamientos, tacteos, sobaditas, soliviantados abrazos, de tentetieso a cargo de Juan y de estate sosiego de parte de Soco.

Si no se escribe para la fama, para el aplauso, para las prebendas y los favores, Mendoza y su olvido lo saben. Se escribe para la aguerrida exploración interior, para la enunciación del miedo, para la multiplicación de dudas, en búsqueda de una belleza inusitada, propia, local, intraducible, que enuncie la diversidad de un entorno irreductible, huertista, maderista, cruel, misógino, asesino, y sin embargo no desprovisto de decisión, de poesía, de pepinos devorados y cadencias floridas. Y se escribe en la búsqueda anónima y obligadamente paciente de lectores que completen la profundidad con sus propios enlaces frente a lo manifestado.
En ese sentido, esta compleja diputada federal por el PRI —a saber si por ello aislada del presunto parnaso literario mexicano, aunque ese crimen se le perdonó a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, a Jaime Sabines y a otros intelectuales de Estado—, fallecida en 2018 entre una relativa indiferencia colectiva más embebida de novedades, confirmó con creces la voluntad enérgica de la literatura y legó una obra que es cátedra de estilo y de indagación provechosa; una reiteración de lo que dice Gonzalo Celorio en su presentación del compilado del Fondo de Cultura Económica de la obra ensayística del cubano francés Severo Sarduy: el barroco —herencia del contrarreforismo español, voz artística para reforzar los sacramentos católicos contra el luteranismo y desarrollada en concordancia ideológica con el Concilio de Trento— en América Latina deviene fuerza reivindicadora de las dignidades de la saturación local, estilo artístico emancipatorio en la tierra de la piña, el cacao, el saraguato y el jitomate, ejemplo de la palmera propia que demanda a empellones de talento su participación en la conferencia estética planetaria.
Mendoza lo hizo bien, y reposa únicamente a la espera de sus lectores, de las reediciones responsables que la relocalicen dignamente en la conversación pública, de los entusiasmos poéticos que la ubiquen, la reivindiquen, la reviertan y hagan de sus pozas insinuadas nueva vitalidad sangrante, proclamación espontánea, llamados propios a escribir otras formas de la novela, siempre mestiza, siempre imprecisa, siempre desbordante, siempre articulada en la inteligencia del caos.

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Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988). Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón.
Twitter: @cilantrus
Imagen de portada: homenaje del pintor y escultor guanajuatense Octavio Ocampo a la autora. Tomada de la revista de la UNAM Punto de Partida.
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