En la pecera

por Jorge Orlando Correa

Los peces nadan, uno frente a otro, tejen un lazo invisible. Dos lunas en cuarto menguante, de armaduras escamadas, ondeando resplandores por cada movimiento. Orlando, frente a la pecera, observa entre pestañeos lentos, pesados, como si estuviera a punto de quedarse dormido. Se lleva una mano a la boca, tose un par de veces, la baja de nuevo. Palpa el revólver que esconde bajo la camisa. Voltea hacia la caja. El encargado sostiene con ambas manos un teléfono frente a su rostro. Los peces se detienen ipso facto; quedan suspendidos frente a un cofre en miniatura.    

El atardecer entra por el vidrio que da a la calle. Las peceras se llenan de luz. El encargado guarda el teléfono dentro de un cajón, abandona el banco tras la caja registradora y toma el gancho con el que bajará la lona. Orlando da media vuelta, pasa junto al encargado y, antes de salir, se despide. Ambos dicen hasta mañana casi al mismo tiempo.

Y ahí va, a pasos cortos, con la espalda encorvada, tembloroso como una máquina con los tornillos aflojados. Su mirada apunta al suelo; teme tropezar con lo que sea. Hace un mes, una piedra lo hizo trastabillar y caer. En una de ésas, piensa, no volveré a pararme, aunque tal vez eso me ahorre muchas cosas.

Se detiene ante la avenida Faisán, debajo de un almendro. El semáforo brilla en verde. Un estrépito de chillidos detona sobre su cabeza. Los pájaros entre las ramas han vuelto a su hogar. Motores rugen, cláxones dialogando. El semáforo brilla en rojo. Suspira. La avenida escampa. Voltea hacia la derecha. Voltea hacia la izquierda. Da un paso y luego otro.

Zdzisław Beksiński, sin título.

Empuja la puerta al son del rechinar de las bisagras. Entra y enciende la luz. Camina entre cerros de periódicos amarillentos y bolsas de basura. Sin quitarse los zapatos, se acuesta. Escucha a las ratas escabullirse entre las bolsas. Mañana me haré cargo, piensa, como todas las noches desde hace meses. Un ataque de tos lo hace llevarse una mano al pecho y otra a la boca. Ahora sus pulmones resuenan como las bisagras de la puerta. El ataque cesa, poco a poco, hasta que se va entre respiros lentos y delicados. Antes de quedarse dormido, recuerda el brillo y la danza de los peces.

Despierta con una aspiración profunda. Sudor chorrea desde su frente, abriéndose paso entre grietas de piel. Los latidos del corazón retumban por todo su cuerpo. La oscuridad lo hace volver a cerrar los ojos; teme ser observado por algo oculto entre las sombras. Teme que ese algo sea lo que acaba de soñar. Se lleva una mano a la nuca, palpa el relieve del revólver debajo de la almohada. Eso lo hace sentir un poco más seguro.

*

Abre el ropero. Solitario, pende el saco verde oscuro que utilizó cuando estaba en activo. Lo descuelga y se lo pone. Le queda grande por dos tallas. Sus brazos ya no son los torneados, gruesos, del soldado que podía sostener una metralleta por horas mientras se abría paso entre la selva; ahora es un cúmulo de temblores, encorvado, reducido por el tiempo.

Gira la perilla para encender el único quemador de la parrilla eléctrica. Coloca sobre los hierros entornados un recipiente de metal con agua. Tose, se lleva la mano a la boca y carraspea hasta que deja de hacerlo. Toma asiento en el borde de la cama mientras espera a que el agua hierva.

Tose de nuevo, cierra los ojos, apretándolos, y luego los abre. Ahora centra la mirada sobre la mesita, justo en la pecera vacía, redonda, que recibió como regalo en su cumpleaños número ocho, por parte de Marco, su hermano mayor, que en ese entonces tenía once. Aquella mañana despertó con unos golpecitos en la frente. Se quejó, arrugando el gesto, abrió los ojos y vio a su hermano sostener la pecera con un ángel plateado dentro.

Feliz cumpleaños.

¿De dónde lo sacaste?

Marco respondió con una sonrisa.

El agua burbujea dentro del recipiente sobre los hierros al rojo vivo. Orlando se pone de pie para girar la perilla y apagar la estufa. Abre un cajón en el que no hay más que una cuchara y medio sobre de café soluble.

Marcos y Orlando vivieron los días de su infancia en una costa llamada Akumal, en casa de su abuela: una cabaña con paredes de madera y techo de lámina. Ambos, durante el verano, trabajaban para un restaurante llamado La isla. Ahí cumplían funciones de cualquier tipo: lavaplatos, limpieza, ayudantes de cocina e incluso fueron meseros.

Su abuela se llamaba Carlota, y para ellos fue una madre, porque no conocieron a la suya. Carlota era una señora de cabello cano, piel traslúcida y que desde la primera hora de la mañana se encargaba de prepararles a sus nietos el desayuno mientras fumaba. Revolvía huevos en una sartén, tomando una espátula con la mano derecha y con la otra un cigarro. Después de desayunar, Marcos y Orlando montaban sus bicicletas y se iban al trabajo cruzando calles arenosas con aroma a salitre.

Aquel día era su cumpleaños número ocho y no fue al trabajo. Le dieron el día libre. Se quedó en casa, con la cara pegada al vidrio de la pecera y los ojos fijos en las estelas ondulantes al final de las aletas y el brillo de las escamas.

Al anochecer, cuando Marco llegara, los tres iban a cenar un pastel que la abuela había preparado, pero Marco no llegó. Pasaron tres horas más de lo habitual. Carlota y Orlando se encaminaron al restaurante. Era una noche ventosa, así que anduvieron con los ojos entrecerrados por la arena en el aire.

El dueño del negocio les dio las malas noticias:

Se fue con el pescador en la mañana y no ha vuelto. Nadie ha visto señal de la lancha.

Orlando vierte el agua en la taza y disuelve con la cuchara el café soluble. Da un sorbo y espera unos segundos frente al humo que ondea en su cara.

*

Zdzisław Beksiński, sin título.

Toma asiento en una banca entre las jardineras del parque. Frente a él, un grupo de palomas se aglomera. Vienen por migas de pan. Picotean el suelo, aletean entre sí luchando por un espacio. Pero como a diario, Orlando no tiene nada que ofrecerles. Alguien, en algún otro punto del parque, las atrae con alpiste. Se levantan en bandada hacia ese sitio.

Tose un par de veces y se da palmaditas contra el pecho. Deja de toser. Ahora observa la sombra de las nubes sobre las aguas del lago. Sonríe, pero pronto deja de hacerlo: escucha la voz de Luz, su hija. La última vez que se vieron fue hace un año, de forma accidental, a las afueras del cementerio. Orlando se pone de pie y ocurre justo lo que no quería: intercambian miradas; ve la piel derretida, surcos tensos de quemaduras en el rostro y brazos de Luz. También están ahí Ester, su exesposa, y el par de nietos. Todos cargan algo diferente para el picnic que están a punto de tener.

¿Quién es, mamá?, pregunta uno de los niños.

Nadie, contesta su abuela.

Orlando voltea hacia el suelo y comienza a caminar.


*

Una mañana, antes de que Marco desapareciera, frente a un humeante plato de huevos revueltos, los dos hermanos preguntaron a su abuela por sus padres. Carlota aplastó su cigarro contra un cenicero lleno de colillas y dijo:

Cuando tengan suficiente edad, se los diré.


*

Los peces nadan, uno frente a otro, tejen un lazo invisible.

¿Cómo está, señor?, pregunta el encargado.

Orlando no contesta.

¿Hoy sí se llevará uno?

Palpa el mango del revólver que esconde debajo de la camisa.

*

Habían pasado cinco días desde la desaparición de Marco. Orlando, frente al mar, con el agua cubriéndole los tobillos, extendió su vista de izquierda a derecha hacia el horizonte. Llevaba horas ahí, de pie, desde el amanecer.

Con las manos en los bolsillos del pantalón y la cara dirigida al suelo, volvió a casa. Abrió la puerta, empujó el mosquitero y se encontró a su abuela con los ojos cerrados, hundida en el sillón de la sala, con un cigarro a medio consumir apagado, tirado entre sus pies. Le agarró un brazo y sintió la piel fría. Corrió a casa de un vecino para pedir ayuda. El dictamen médico fue un infarto al corazón.

*

La sombra se alarga y encoge, una y otra vez, conforme camina debajo de los postes de luz. Un perro saca medio hocico de la reja que lo aprisiona, gruñe, pela los dientes, ladra. Y Orlando sigue, con los ojos anclados al camino como si no existiera nada más allá de sus pasos. Lleva cinco cuadras y aún faltan diez para llegar a casa.

Un ataque de tos lo detiene. La tos hace enrojecer e hinchar su cuello. Es una tos seca, insistente. Los pulmones chillan. Cierra los ojos, siente que en cualquier instante devolverá el estómago. Carraspea, tose, tose: sangra. Pasa un antebrazo sobre su boca. Respira hondo, una y otra vez, hasta que van cesando los tosidos; hasta que los jadeos se vuelven exhalaciones. Aprieta los párpados, abre los ojos.

*

Zdzisław Beksiński, sin título.

Orlando sale de la tienda, se despide del encargado, ambos dicen hasta mañana.

Camina, como suele hacerlo, con paso encorvado, tembloroso, junto a vehículos que lo rebasan, entre personas que murmuran, frente a un sol anaranjado.

Se detiene ante la avenida Faisán, debajo de un almendro. El semáforo en rojo detiene la estampida de coches. Antes de dar un paso al frente y continuar con su camino, escucha el reventar de un claxon. Impacientes, piensa, toda espera tiene que terminar. De nuevo suena el claxon y ahora su nombre. Voltea a donde el sonido le indica y es hacia la ventana de un Jetta rojo; una mano y una voz le dicen ven, date prisa, sube. Se acerca un poco y reconoce la cara. Es Adrián, un excompañero de la preparatoria. El azul en los ojos hace que pueda identificarlo.

Sube, vamos, yo te llevo.

Orlando cierra la puerta. El semáforo brilla en verde. Adrián pisa el acelerador. Doblan hacia la derecha para escapar del tráfico. Orlando tose un par de veces y se tapa la boca. Por el retrovisor pueden verse las frentes arrugadas y los cabellos canosos de ambos. En la radio hablan de una lluvia que no da señales de ocurrir.

Orlando, es bueno saber que aún vives. En verdad me da gusto.

¿Cómo supiste que era yo?

Te he visto por estas calles varias veces. El otro día ibas cojeando, te grité, pero no me escuchaste.

Orlando tose, carraspea.

¿Estás bien?

Un poco. Ya sabes.

Entiendo. ¿Vives donde siempre?

Sí.

Orlando saca un brazo por la ventana, mueve los dedos, percibe el aire. Adrián comienza a hablar de su vida familiar, del trabajo del que se ha jubilado, de la salud de sus hijos y del par de gatos que un día llegaron a la puerta de su casa para nunca irse. Da la impresión de que habla solo; sonríe para sí entre frase y frase, pero por momentos voltea hacia Orlando para palmearle el hombro. También habla de viejos tiempos, de días que a Orlando ya no le interesan.

¿Y tú, cómo estás?

Orlando mete el brazo. Siente un hormigueo recorrer su palma. Adrián vuelve a hacer la misma pregunta. Orlando carraspea, arruga la nariz y dice que se detenga, que ya dejaron su casa tres calles atrás. Adrián propone dar la vuelta, pero Orlando ya tiene la mano en la manija y le repite, esta vez agregando un por favor, que se detenga. Adrián cede. Orlando se baja del coche, cierra la puerta y contesta, con las manos apoyadas contra la ventana:

Estoy bien, Adrián, me encuentro bien.

Esboza una sonrisa. Tose, retira las manos del vehículo y comienza a caminar. Aún faltan seis calles hacia el frente y cinco a la derecha para llegar a casa.

*

Hundido en el colchón, entre la oscuridad del cuarto y los cuchicheos de las ratas, Orlando piensa en la pregunta de Adrián. ¿Cómo estás?  

*

Aún le temblaban las manos al desatarse las botas y quitarse el casco. Sus demás compañeros hacían lo mismo, hablando unos de lo caluroso de la jornada, otros de verse en la noche para beber cervezas, y otros más carcajeaban, entre broma y broma. Hace media hora que habían vuelto al cuartel de un viaje de una semana para cuidar de un retén a la entrada de un pueblo. La noche anterior participaron en un enfrentamiento armado. Orlando acribilló a un hombre por primera vez. Descargó el cartucho de su metralleta justo en la cabeza de un sujeto que estaba a punto de dispararle. Un compañero murió a su lado, entre estertores y suspiros, con los ojos abiertos. Ahora estaban en el área de duchas, vistiéndose para pronto salir de la zona militar.

Orlando se fue sin despedirse. Pensó en tomar un taxi, pero decidió caminar, con la vista al suelo, negando con la cabeza, cruzando calles sin fijarse en los coches, hasta llegar a casa. En el camino fumó un par de cigarros, quiso encender un tercero, pero una picazón en la garganta y unos tosidos repentinos habían comenzado a incomodarle desde hace meses, entonces decidió no fumar más por ese día. 

Cruzó el caminito adoquinado del jardín, cerró los ojos, soltó un suspiro y abrió la puerta. Luz, sentada en el piso, hacia dibujos en una libreta de hojas blancas. Ester cambiaba los canales desde el sillón. Luz dejó los colores y fue a abrazar a su padre. Orlando apenas acarició el cabello de la niña. Ester también lo recibió con un abrazo.

En la cena, Ester hablaba de cómo le fue en la semana en las clases que daba en la escuela secundaria Rojo Gómez. Luz garabateaba la comida con un tenedor. Orlando asentía con la cabeza, mientras intentaba cortar un trozo de carne, pero era como si no tuviera fuerzas ni para eso.

¿Qué tienes?, preguntó Ester.

Sólo estoy cansado. No tengo hambre.

Zdzisław Beksiński, sin título.

Ester dormía. Con movimientos lentos, Orlando se destapó y salió de la cama. Fue a la cocina, hurgó entre las gavetas y encontró una botella nueva de wiski. El primer trago, seco, lo sirvió en un pequeño vaso de vidrio; los que le siguieron fueron directo de la botella. En algún momento, sintió hambre y pensó en comer la cena que hace unas horas apenas probó. Con la vista borrosa y movimientos torpes, abrió las perillas de gas de la estufa. También sintió necesidad de un cigarro. Volvió al cuarto, apoyándose contra la pared, con pasos temblorosos. Ester roncaba, acostada bocabajo. Abrió su maleta y sacó la cajetilla y volvió a la cocina. Encendió el cigarro con un cerillo, tosió un par de veces y carraspeó un poco, luego dio una calada profunda y exhalo una torre de humo. La botella de wiski, para ese momento, estaba a punto de terminarse. Decidió salir por algo más de alcohol. El metálico aroma a gas inundaba la cocina. Asentó el cigarro demasiado cerca de un paquete abierto de servilletas de papel y salió rumbo a una licorería. Las servilletas, entornándose sobre sí mismas, comenzaron a arder como una pequeña fogata.

*

Orlando suele recordar la última mañana junto a su abuela en la que, en un ambiente con aroma a tabaco, escuchaba consejos; ella le decía que la vida era bella: cuando se diera cuenta, él tendría una casa, una familia y todo estaría bien. Para Orlando todo eso sonaba convincente; a sus ocho años, una verdad absoluta. El ángel, solitario, nadaba en círculos.

*

Los peces nadan, uno frente a otro, tejen un lazo invisible. Dos lunas en cuarto menguante, de armaduras escamadas, ondeando resplandores por cada movimiento. Y Orlando observa, entre pestañeos lentos, pesados, como si estuviera a punto de quedarse dormido.

Un hombre y un niño tomados de las manos entran a la tienda. El hombre dice que escoja: el niño aplasta su nariz contra las peceras. De una en una las revisa. El encargado abandona su sitio tras la caja registradora, se acerca al hombre, da precios y menciona datos por cada pez.

El que guste, señor, estoy para ayudarlo.

Orlando voltea, observa sobre su hombro al niño frente a una barracuda, al padre hablar con el encargado, al sol que entra por el vidrio que da a la calle y que comienza a llenar de luz las peceras. Tose y se tapa la boca. Los tosidos son varios, secos, raposos. El hombre le pregunta si está bien. Orlando no contesta, vuelve su mirada a los peces, pero lo que ve es la nuca del niño.

Éstos, papá, quiero los dos, dice, y golpetea con el dedo índice el vidrio de la pecera. El encargado da el precio y el hombre pregunta si aceptan tarjetas.

No, señor, disculpe, sólo efectivo.

No hay problema, nos los llevamos.

El encargado introduce la red a la pecera. Los ángeles se escabullen con movimientos zigzagueantes, pero pronto son acorralados en una esquina. Orlando siente la sangre correr de su pecho a la cabeza. Traga saliva. Palpa el revólver bajo su ropa. Los ángeles son introducidos en una bolsa transparente llena de agua y están a punto de ser entregados, pero Orlando la intercepta, aferrándose a ella por el nudo. Mete la mano debajo del pantalón, saca el revólver y dispara. La bolsa es suya. Sale de la tienda aferrándose al arma con la mano derecha. Era la última bala en el tambor. Tras él, gritos del encargado, que en ese momento cierra los puños, aprieta los ojos y se revuelca en el piso; el niño escondido a las espaldas de su padre; el padre, con el corazón queriéndosele salir del pecho e intentando, a pesar del temblor en sus manos, llamar por teléfono a la policía.

Zdzisław Beksiński, sin título.

Dos aullidos de patrulla a la distancia. Los pasos de Orlando son cortos pero veloces. Las patrullas abren el tráfico. Una se estaciona frente a él y otra a sus espaldas. Bajan los uniformados. Orlando se detiene.

Acompáñeme, señor, dice uno de los oficiales mientras intenta agarrar sus brazos para colocar las esposas.

Orlando intenta dar una media vuelta, pero otro oficial se lo impide. Los policías utilizan la fuerza, Orlando también mas no la suficiente; es derribado de una patada. La bolsa con los peces escapa de entre sus manos y se derrama en la banqueta. El arma cae frente a su rostro. Las esposas son colocadas. Orlando observa a los ángeles pegados al plástico, palpitantes, aún dentro de la bolsa. Cierra los ojos y no porque los policías estén a punto de arrojarlo a la batea de la patrulla, ni por lo abrochadas que le quedan las esposas, ni por el dolor en su rostro por haber caído de cara al suelo; cierra los ojos porque no soporta ver al par de peces morir, uno frente al otro, ya sin tejer un lazo invisible.

***
Jorge Orlando Correa (Chetumal, Quintana Roo, 1992). Textos suyos aparecen publicados en medios como Revista El Septentrión, Plástico, Cinosargo, Neotraba, entre otros. Autor de Ya no hay fechas importantes (Pinos Alados Ediciones, 2020).
Facebook: @pedacito.deagua.7

Imagen de portada: Zdzisław Beksiński, sin título, 1985.

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