por Samuel Cortés Hamdan
Ergo, en fin, ultimadamente, que lo que trato de decir es que no hay nada que hacerle a este país y sus alrededores, se trata de una absoluta y definitiva mierda
Roque Dalton, Pobrecito poeta que era yo, 1975
Zeledón y Aragón no se conocen pero tienen puntos en común: ambos son salvadoreños, se refugian en Estados Unidos y están obligados a la neurosis. Sus pasados están deformados por la violencia de un país intervenido por esos mismos Estados Unidos, y en el presente se viven en una misma dinámica emocional: la de la aprehensión.
La aprehensión de Zeledón es disciplinada, militar. Exguerrillero que participó en la guerra civil de El Salvador, este aparentemente discreto conductor de autobús sabe del espionaje permanente, semiabsoluto, de la sociedad contemporánea y de la importancia de la discreción, del control de todos sus enlaces y descobijos.
La aprehensión de Aragón es caótica, obsesiva, reiterada, masturbatoria, internauta, entregada a la pornografía, escurridiza, interrumpida, divagante: una saturación emocional que lo tiene siempre en el borde de la descomposición, atado fijamente al miedo. Académico, consigue financiamiento académico para revisar el archivo de Washington (la memoria del imperio, le llama con certeza) en el marco de una investigación sobre Roque Dalton.
Ambos sufren un destino al mismo tiempo ignorada y explícitamente vinculado mientras soportan su insoslayable envejecimiento, su pérdida puntual de vitalidad, su descomposición en la tristeza de la rutina de una ciudad universitaria sin mejor propósito que la repetición.
Originario de Honduras y El Salvador, él mismo radicado en Estados Unidos y nómada que ha vivido en Europa y México, Horacio Castellanos Moya entrega en su último libro, Moronga, publicado en 2018, una actualización posmoderna del Pobrecito poeta que era yo, la única novela que escribió su compatriota Dalton, a quien la CIA trató de reclutar para convertirlo en agente doble y quien fue asesinado por sus propios compañeros revolucionarios bajo acusación de traicionar al movimiento.

Además —como Vladimir Nabokov o Federico García Lorca desde sus trincheras de canción viciosa— Castellanos Moya hace de su recorrido extranjero en Moronga una oportunidad para la diatriba contra el país del puritanismo al interior y el colonialismo militar al exterior, ahogado en la obsesión de las leyes por la corrección política y la fingida extrema bondad, mientras precisamente devasta en dimensiones irreparables a sociedades como la salvadoreña mediante la contrainsurgencia desmanteladora y mientras, hoy, viaja a Guatemala a demandarles a los guatemaltecos que renuncien a la migración como alternativa de vida ante la precariedad y la ingobernabilidad que ellos mismos cundieron en Centroamérica.
En el país de los contraespionajes, de las traiciones eficaces (“ahí estaba la prueba de que desde el 20 de septiembre de 1964 el escritor de izquierda había trabajado para la CIA, mientras Dalton permanecía secuestrado y se negaba a colaborar ante Swenson”), de las hipocresías judiciales que en algún momento condenan las violaciones de derechos humanos que primero entrenaron, articularon, fomentaron y protegieron, del abandono económico de sus sectores vulnerables (“un país cuyo principal negocio era la enfermedad”), a pesar de provenir de una sociedad descoyuntada en generaciones de agresividad inducida, los protagonistas de Moronga construyen con su testimonio cotidiano una denuncia aguda, flagrante, enfermiza, de las violencias imperialistas que normalizan la erosión psicoemocional de los habitantes de unos Estados Unidos automatizados, depresivos, capaces del éxtasis sólo en el disparo de armas, el alcoholismo y los deportes, y en otro caso sometidos a la repetición acotada bajo las obsesiones de una moral no sólo plastificada sino absurda en su reclamo contra la sonoridad del cuerpo.

Con un ritmo telegramático y contenido en la parte narrada por Zeledón, y un monólogo interior caótico en el fragmento narrado por Aragón, Moronga es una novela de madurez artística notable que disipa las dudas sobre la condena contra Castellanos Moya de ser únicamente un resentido monoestilístico en busca de revancha, dada la ubicuidad de su novela El asco: Thomas Bernhard en San Salvador, texto que es una queja desbordada contra El Salvador enunciada por un exiliado en Canadá con un profundo desprecio por el país centroamericano y sus íconos, entre quienes se reitera, por supuesto, a Roque Dalton —de alguna manera el poeta oficial salvadoreño: lugar común permanente y al mismo tiempo voz nítida cuyas reivindicaciones líricas y políticas siguen alebrestando con legitimidad y renovación.
La novela es conocimiento del mundo, un retrato y una crítica de sus tensiones de violencia, una celebración resignada de sus simultaneidades, donde pese al hartazgo y la negación de las intimidades significativas es posible el placer, y Moronga experimenta bien los recorridos por estas verdades del dolor inserto hasta el desmantelamiento de la humanidad como potencia de unificación, como chispazo rumbo al contacto significativo y palpitante. Zeledón y Aragón están negados a la sinceridad espiritual que los conecte con otros seres humanos en lazos de amor; imposibilitados para la generosidad abierta y húmeda, en cambio viven en apretada sospecha, en especulación, educados en la evidencia vomitiva de que todo es reversible, lamentable, susceptible de trabajar para el enemigo y articular filtraciones que derramen sangre inocente o conviertan al ser amado en un amasijo de carne devorada por las detonaciones traidoras.
Castellanos Moya construye un relato que denuncia varias opresiones y su ulterior mutilación dramática de alternativas. El exguerrillero está obligado a vivir en precariedad a pesar de desarrollar múltiples empleos, mientras que su contraparte, el nervioso Aragón, sólo se halla víctima de la amenaza omnipotente y la extorsión, ya sea que se ejerza en su contra desde la precariedad o desde la opulencia, sabido de que su vida no es sino un despojo febril en espera de caer en la siguiente activación de fuerzas que lo superan y lo reiteran en su impotencia.

El capítulo final de Moronga hace coincidir los llamados cabos sueltos de la narración con cierta espectacularidad narcoviolenta, y yo reprocho un poco la satisfacción de esa salida porque, creo, cede al placer de la redondez escandalosa, hinchada de balacera, claro —a lo Breaking Bad, mencionada en el libro—, y a la literatura neoliberal como entretenimiento inmediato en razón de una mejor venta de ejemplares, cuando en otros momentos el discurso novelesco de Castellanos Moya es completamente astuto en su comprensión de contradicciones, en su retrato de ambigüedades, en su descripción de las zonas de la sugerencia donde lo que duele escupe borbotones y a pesar de eso es medianamente invisible, en vez de quedar rigurosamente expuesto hasta la obviedad de cuadros dramáticos afinados en eficacia y coincidencia.
No obstante este aspecto estratégico que acuso incómodo, el arte de Castellanos Moya da cuenta de que, pese a los mandatos del espectáculo y los negocios editoriales, la literatura latinoamericana no ha olvidado su compromiso con una dialéctica que permita aproximaciones al difícil, incómodo y catártico grumo desconcertante de la realidad, ni dejado atrás su complicidad con un dialogismo que abunde en el recorrido de las fracturas mientras ensaya el doloroso discernimiento que sorprende porque reitera la permanencia de la vileza.
Así, Moronga ratifica la lucidez con que la novela latinoamericana denuncia opresiones sistémicas y trabaja con la complejidad del curso de la historia al atender algunas de las manifestaciones de su detalle: mediante la observación de las lesiones íntimas de sus individuos.

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Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988)
Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón.
Twitter: @cilantrus
Imagen principal: fotografía del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública de El Salvador, difundida en redes sociales como parte de la promoción del Plan Control Territorial del presidente Bukele.
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