Escribir como gringo; escribir como mexicana

por Samuel Cortés Hamdan

María Luisa Puga escribe con irritación, con incomodidad, con una permanente conciencia de ser en uno de los países más complejos y maltratados del planeta: el México de las intervenciones. Y, entonces, escribe con odio.

El estadounidense James Grady escribe para entretenerse.

La primera es autora, precisamente, de Las posibilidades del odio (1978), novela compuesta de seis historias que ocurren en Kenia dentro de diferentes estratos sociales y que describen desde sus experiencias el problema racial, colonial, del país africano. En todos los episodios rezuma la ira como herramienta humana: expresión de los enredos del mundo interior ante las desigualdades evidentes de una sociedad estratificada, de un país sometido al mandato británico por la crueldad de las invasiones, sus claras disposiciones económicas y sus insoslayables consecuencias sociales, intimadas, construyendo castillos de confusión en las coreografías de la cotidianidad. 

Las posibilidades del odio es la primera obra de una escritora mexicana que exploraría varias veces el dolor amplio de crecer en un mundo injusto, donde la sensibilidad es una extrañeza sin embargo capaz de enunciar las dinámicas de la violencia hasta la especificidad.

Portada de la edición de 2014, a cargo de Siglo XXI, casa editorial que dio a conocer la novela originalmente en 1978.

El segundo, Grady, alcanzó fama como novelista con un relato policiaco sobre corrupción al interior de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) de los Estados Unidos: Los seis días del Cóndor (1974). Una obra que atrajo la atención editorial muy temprano y que se adaptó al cine por la iniciativa de producción de Dino de Laurentiis, bajo la dirección de Sydney Pollack y con Robert Redford como protagonista.

Recién publicada en la Colección Popular del Fondo de Cultura Económica, la obra de Grady se celebra por su aliento crítico contra la política exterior de los Estados Unidos, pues busca exhibir mediante un cuento de policías y ladrones las corruptelas en el seno de la presunta eficacia burocrática de esa nación imperialista, que ha utilizado su agencia para manipular gobiernos y condiciones sociopolíticas y económicas en países como Chile, Venezuela, Bolivia, Cuba, México, Irak, Vietnam, etcétera: el amplio panorama de las soberanías violentado por el proyecto político y económico de unos Estados Unidos invasores en distintos términos, desde el cine y las bombas, hasta la gestión de internet y la identidad culinaria, entre tantas otras maneras de la penetración unilateral. Y, efectivamente, el protagonista de Los seis días del Cóndor se ve trenzado de manera involuntaria en un tinglado de abusos ilegales que utilizan la maquinaria gubernamental para trasegar drogas, en lo que literariamente podría considerarse una mofa contra el sistema político estadounidense, que en el discurso se presume impecable, avanzado, moderno, guía internacional del orden democrático, cuando en los intríngulis cotidianos exhibe no sólo podredumbre sino llana ineptitud.

Describe la novela:

Mitchell hizo una pausa tanto para enfatizar la importancia a sus órdenes como para desear no estar cometiendo un error. Acababa de autorizar al equipo de Newberry para que hiciera cualquier cosa incluyendo ejecuciones premeditadas y sin la justificación de la defensa propia, y tal vez hasta acción fuera de la línea estatal y sin la debida autorización. Asesinato por capricho, si piensan que el capricho sirve de algo. Las consecuencias de una orden que se daba tan rara vez podían ser muy serias para todos los involucrados.

Sin embargo, el resultado es un relato ingenuo que se apresura a revelar sus propios mecanismos sin trauma y a despejar cualquier duda dramática sin asomo de imprecisión, de ambigüedad, de oferta desde el lector; que impide a sus personajes la crítica amarga y los utiliza más como resortes eficaces de inmediato sometidos a las líneas de la trama, y que se asegura de cerrar con la promesa de nuevos ejemplares a la venta tras haber diseñado a un superhéroe súbito en el seno de la capital del imperio, Washington. Porque en los Estados Unidos que fabuló Federico García Lorca en su Poeta en Nueva York el alma artística también es un negocio, un ejercicio para la rentabilidad. Una línea recta sin tuna ni espejo negro ni el canto de las caries. 

“Pocos autores han sido tratados tan bien por Hollywood como lo fui yo. Dino, Pollack, Redford y el resto tomaron mi delgada primera novela y la elevaron, mejoraron y transformaron en una obra maestra del cine”, declara el propio Grady en una confesión que es prólogo de la novela y relato pormenorizado del proceso íntimo que llevó a un joven de veintitantos años a probar suerte en el mercado del libro, con un jonrón en el primer intento, en la línea de Stephen King, que alcanzó notoriedad y comodidades comerciales desde Carrie, su ópera prima, publicada exactamente el mismo año que Los seis días del Cóndor y uno antes de la unificación de Vietnam tras la derrota del ejército estadounidense en el país asiático.

Novelistas hacia la consolidación de marca.

Redford en el papel protagónico de la versión cinematográfica de la novela de Grady. Imagen tomada de IMDB.

II

“USA, donde la libertad es una estatua”, escribió el antipoeta Nicanor Parra desde América Latina, región del mundo donde, no obstante que también se ve atravesada y condicionada por la industria y sus negocios de carátula renovada en competencia, la literatura parece servir a otros propósitos, distintos al sueño de las utilidades de King y Grady. 

La literatura es el gran tribunal de apelaciones donde América Latina revisa su historia y vuelve a abrir los expedientes —ignorados por el poder totalitario—, aseguró el novelista peruano Manuel Scorza en entrevista televisiva con el español Joaquín Soler Serrano un año antes de la publicación de la primera novela de María Luisa Puga. “Lo que no puede juzgarse en los países se juzga allá a través de los libros”, dijo entonces el autor de El jinete insomne (1977).

Las posibilidades del odio, con un personaje mexicano, recorre el África negra como hizo la autora fuera de la literatura para revisar los dolores de su país por analogía: el poscolonialismo ¿qué llagas comparte en dos focos diferentes del planeta? La vergüenza rabiosa del subordinado, que busca decir su historia en un proceso complejo de toma de conciencia de sí mismo y de su entorno; la prepotencia del europeo que quizás en realidad sólo tiene miedo y se sabe pálido, por lo que se urge a la presunción y la burocratización de la vida que no deje de subrayar su autoproclamada superioridad, ¿tienen rasgos en común en el África y la América Latina?

Escribe Puga:

Porque para los ingleses la funcionalidad estaba destinada a permitirles escabullirse de sus neurosis. Cuando uno escoge creerse grande y superior, necesita rincones para meditar, ángulos idílicos en los que desaparezca la realidad física y pueda imperar el espíritu. Es inevitable que se tome uno mortalmente en serio y que se convenza de que la intimidad propia es valiosísima. Y toda la casa entonces comienza a proyectar grandeza —pero si así son las ciudades también. El individuo la proyecta en los muros y muebles y no se llega a dar cuenta que no hace sino subrayar su propia insignificancia. Y mientras más pequeña es el área disponible, más desmesurada será la proyección.

¿Habrá que entenderse en hermandad entre Mombasa, Nairobi y los sometidos por el imperio español en el siglo XVI y por la Doctrina Monroe desde el siglo XIX en la región latinoamericana? ¿Qué comparten Kenia y el Ecuador? ¿Colombia y Sudáfrica? ¿Y qué sentido tiene reiterarse en el pasado, como reclaman en ocasiones —por ejemplo— quienes piden a México olvidar el trauma de la invasión y desarrollarse como Japón o Corea del Sur, en una falacia de velocidad incómoda tal vez sólo posible en la conversación descuidada del internet? 

Nairobi, capital de Kenia, en 2014. Fotografía tomada del gobierno local.

Es el proceso de la identidad, que se aprende el rostro mientras descifra lo legítimo del odio en un mundo donde muchos son exterminados mientras grupos definidos moldean el relato del mundo, la comodidad de las versiones. El odio como una necesidad para comenzar a enunciarse. El odio de los pisados y, con Frantz Fanon, de los condenados de la tierra.

Puga:

—Y fíjate —siguió José Antonio—, Mombasa ya era una ciudad cuando llegaron los ingleses. Se nota inmediatamente. Fíjate en esa gente allá abajo. Sí pertenecen. En cambio Nairobi era una estación para el tren o algo así. Los ingleses la fueron construyendo para ellos. Los africanos eran los sirvientes. Nunca han pertenecido a la ciudad, ni siquiera ahora. Aquí uno se siente liberado. La ciudad humana. ¿No crees?

Así interroga un turista mexicano a su acompañante keniata Jeremiah, en un juego de inteligencias y contrastes que Puga tampoco descarta porque su novela no sería literatura latinoamericana si omitiera la crítica a sus propios planteamientos de diatriba contra el colonialismo europeo. Entre José Antonio y Jeremiah sucede el choque de la diferencia de clases que los condiciona. Aunque el africano es quien experimenta en sí mismo y cada día el problema keniata (“El que estaba solo era él, Jeremiah. Y a veces su curiosidad por Nairobi no era más que tristeza”), el turista mexicano goza una mejor posición económica y una más articulada formación intelectual, por lo que invade con conceptos de lucha social a su acompañante, sin la capacidad de ser empático en el proceso de compartir esas ideas y sin una reflexión honda sobre su propia comodidad en tanto que capacitado por la riqueza familiar para conocer el mundo y hablar en los rincones del globo de revolución, mientras que Jeremiah debe hacerse acompañar de hombres blancos (“A los blancos les gustaba África, las cosas de África —los animales, los bailes de los masai, los parques”) para poder entrar a los bares sin ser anulado por su aspecto y despreciado por su falta de poder adquisitivo.

Este, el del joven keniata y el mexicano,  es apenas uno de los seis encuentros que plantea Puga para recorrer, como promete el título, las posibilidades del odio: distintas manifestaciones de una ira enclavada en el pecho, en la identidad misma, en la cotidianidad más naíf, más transparente, más en ocasiones aparentemente desprovista de trascendencia histórica o política. 

Como que el sufrimiento humano obliga a una literatura de rabia que se alce para problematizar el mundo mientras lo padece. Algo más que la inauguración de una saga de balazos.

III

Relaciono estas novelas únicamente porque las visité azarosamente una tras otra, sin una mejor profundidad y desde el antojo lector. Pero, en la simultaneidad involuntaria, de inmediato me apareció el problema de la situación de escribir desde un escenario cultural o desde otro. Entre los subordinados, la literatura es la oportunidad de la desobediencia simbólica que se venga del estado del mundo y subvierte las injusticias en un proyecto figurado de equilibrio político. O sea, la poesía se burla del poder y decapita al amo para hacer crecer otras flores; como testimonian Fernando Arrabal, nacido precisamente en el África española, y el autor anónimo de El lazarillo de Tormes, o el propio Nicanor Parra insultando a la institución occidental de tomarse siempre muy en serio, olímpicamente, o el César Vallejo que escribió la mejor poesía de vanguardia en Latinoamérica desde su debilidad económica y su vulnerabilidad de lágrimas en los anteojos en París, o la María Zambrano que obligó a la filosofía a volver la vista al animal del vagido y al sueño de la aurora, o el Max Aub que acabó con la dictadura de Francisco Franco asesinándolo en un cuento.

O se burla del poder o la literatura interioriza y transmite sus valores sin siquiera darse cuenta de su vicaría, como le sucede a Grady. “Por mucho que amara a ‘Bond, James Bond’, no quería escribir sobre un superhéroe. Un superhéroe siempre triunfa; es inmune a la paranoia, nunca está en peligro. Ésa era una persona a quien yo nunca había conocido”, promete en el prólogo y sin embargo su novela lo desmiente: su cóndor aprende astucias nunca antes conocidas en su torpeza burocrática y se sobrepone a cualquier dificultad con lanzamientos felinos de magnitud elástica que, pese a los desgarres, no le producen mayor descomposición sino la sed de seguir conquistando el mundo desde su nueva identidad plenipotenciaria, negociadora, súbitamente dueña de sí misma. Y Grady inaugura a otro Bond, además de ceder, como confiesa él mismo, a las tensiones editoriales que lo invitan a suavizar sus derramamientos de sangre por criterios comerciales impuestos sin inteligencia estética, sin imaginación ajena a la venta de ejemplares. Sin voluntad poética, diríamos los pueblos abigarrados del alebrije y la virgen morena navegando la noche cósmica sobre una luna negra.

“Me di cuenta de que estos editores, considerados baluartes culturales, no sabían casi nada sobre la gigantesca plaga de narcóticos que temían, y que sus pensamientos habían sido suscitados por análisis de nivel secundaria como qué está en onda y qué es lo que ya se ha hecho”, acusa un Grady traducido para el Fondo de Cultura por Adán Ramírez Serret. Al menos.

El Cóndor en la Colección Popular del FCE.

Pienso también en Amos Oz, quien en su novela Conocer a una mujer (1989) describe las descomposiciones psicoafectivas que produce en un exagente del Mosad, la agencia de inteligencia del Estado de Israel, su servicio a una nación en guerra con sus pares árabes desde su fundación. Aunque está escrita desde un país que, como los Estados Unidos y su CIA, ejerce el dominio militar sobre Palestina y otros territorios del Medio Oriente —desde la imposición cultural, digamos—, la novela de Oz es crítica con las operaciones de Israel al detallar las devastaciones y desintegraciones que generan en la psique de sus ciudadanos, profesionales del espionaje y del servicio a la patria o no. No es únicamente facultad de los subordinados tomar la plaza con la delicia proliferante del discurso para exigir el reconocimiento de su derecho a la dignidad, como necesariamente le sucede a la literatura latinoamericana desde su surgimiento: también desde el centro de poder pueden plantearse las preguntas saludables contra el estado de la cuestión, pueden fundarse las grietas imaginarias que adelanten las rupturas materiales y convoquen a la renovación. Desde la astucia poética, necesariamente, se desnivelarán los mitos en su triunfalismo de trompeta e institución, porque de otra forma no hay profunda conversación estética.

Grady, no obstante, cede al encanto de la normalidad y descubre que en el imperio, de operaciones violatorias en Laos y Cuba, hay corrupción.

Para los odiantes, sin duda, los espacios y tonos de enunciación seguirán siendo otros. Otras rabias literarias con las cuales burlarse del mundo y llamar a la reconfiguración. Dice Puga: “El turismo es una opereta que comienza a media mañana y termina a media tarde. Los empleados echan a andar la naturaleza y luego la cubren con toldos de plástico, la encierran en cobertizos, la anclan hasta el día siguiente”. 

Por ejemplo.

***
Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988). Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón.

Twitter: @cilantrus

Imagen principal: fotografía de las instalaciones de la CIA, tomada de la propia agencia

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