Albanes es una sublimada, castrante para cualquier hombre
Una escritora nonagenaria se rebela.
Crecida en un México moralista, católico, frustrado, neurótico, hipócrita, Luisa Josefina Hernández habita el siglo XXI con una novela donde su personaje protagónico lucha, a base de ingenio, dolor, determinaciones, yerros, inteligencia, sinceridad consigo misma y voluntad creadora, contra un México moralista, católico, frustrado, neurótico, hipócrita, entre otras mieles. Son las flores de la década de 1950.
«Te casas y te quitan el derecho a tu cuerpo, que pasa a ser de ellos para hacer con él lo que gusten, juegan con todas tus pertenencias, leen tus cartas, se divierten con tus ideas, no tienes derecho a gastar un centavo sin consultarlo y encima te hablan de mal modo. Ah, y tienes que soportar sus ideas sobre la educación de tus hijos que ellos engendran placenteramente y tú los concibes y pares en un trámite prolongado e incómodo. ¿Ya te pareció motivo suficiente o quieres seguir moliéndome?», interroga una enterada María Esther Albanes de 21 años, protagonista en Las confesiones, manuscrito concluido por la prolífica dramaturga mexicana en Cuernavaca en 1992 y recientemente entregado al Fondo de Cultura Económica, según narra Ezra Alcázar en uno de los videos promocionales de la editorial, que imprimió la novela apenas en noviembre de 2020.
Polifónico, ágil, dialógico, ácido, el libro describe los asedios que Francisco Macedo hace en torno de Albanes: ambos dramaturgos, estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras cuando se ubicaba en San Cosme, en la casona de Mascarones, antes de la Ciudad Universitaria de Coyoacán. Él pretende cogérsela (así dice), atormentado por una tía y una madre ubicuas y buitrescas que lo juzgan en todo y le demandan apego al sagrado corazón de la moralidad hispanizante mientras al mismo tiempo fomentan su toma libre de decisiones, según; dudoso de relacionarse con una mujer divorciada que además es madre y se embaraza de un hombre distinto al padre de su primera hija; ahogado ante la posibilidad fresca de confesar su deseo llanamente, como quien se arroba con una flor y come.
Macedo, católico que quiso ser sacerdote, se padece mientras se soporta, ambas acciones mal hechas, consciente de que carece del apetito desgarrador de, en el relato brillante del amor triunfal al que nos acostumbra cierta cultura de la velocidad satisfecha, confrontarse al útero de acero de la castración doméstica y proponerse en amor crítico, creativo, generoso, capaz de la invención y las especulaciones del esqueleto; y del riesgo que barre algunas complicaciones para intentarse en la deliciosa angustia de la incerteza. Paco, más bien, sufre estreñimiento moral y mezquindad crónica.
«Mira tu actitud con esa Albanes, como le dices, hasta le matas las chinches pero en el fondo querías cogértela y todavía, pero quieres que te abra camino y lo logras y que te guarde las clases, como si fueras un sultán y ella tu representante», le señalan en zape de sinceridad.

de la UNAM, con su primera novela, El lugar donde crece la hierba,
publicada originalmente en 1956.
El presunto admirador de Albanes, también capacitado para la sinceridad de la risa solidaria, provisto de cariño, de espontaneidad de bolsas abiertas, es más bien un fuego frustrado que se escurre confesándose con su amigo sacerdote La Changa, otro católico, pero éste sí frontal en asumir los nudos de su intestino, en su gusto por las tortas regaladas y el lenguaje ricamente mentado como florido, que es más bien saturación de sinceridad. Él sí honesto en su respeto ante la contradicción y sus paulatinas, forjadas comprensiones de lo que Erich Fromm llamó El corazón del hombre: el ámbito de las irreductibilidades, las agresividades asfixiadas, las sumas amorfas que se comprenden bien hasta después, las molestias sangrantes, las ternuras que acarician con pétalo para luego empantanarse, los desgarres injustos, los berrinches tan alambicados como planos y obvios.
«—Mira, Changa, está bien que hayas dicho voy a ser cura, y lo seas, y yo haya dicho voy a ser arquitecto, luego tomatero en mi rancho y luego haya vendido el rancho en abonos para vivir mientras me hago escritor cuando me dijiste cretino y pendejo, pero eso no te da derecho a exprimirte los granos cada vez que me pongo a hablar contigo de mis cosas, por eso…
—Yo jamás te interrumpo cuando quieres hablarme de tus cosas y si me pides opinión te la doy.
—No, Changa, no me la das, me insultas y ésa no es opinión.
—¡Cómo no! Sí es opinión.
—No, Changa, no te pases de listo. De hoy en adelante se acabó nuestra amistad. Todo lo que te cuente es en confesión».
Las confesiones en Las confesiones suceden como desahogos o renovaciones de enojo en la inacabable asfixia de Paco Macedo, quien vive su enamoramiento por Albanes y la homenajea y protege hasta donde puede mientras al mismo tiempo le tiene envidia, la detesta, se siente a la zaga de su éxito profesional, académico y artístico, la espía, le miente, la investiga para luego dársele en medias verdades.
El también dramaturgo simplemente no se soporta. Ni se conoce.
Como Luisa Josefina Hernández, autora de decenas de obras de teatro y novelas, sabe bien que la narración no es el oficio de los maniqueísmos despachados ni de las comodidades triunfales consecutivas, sino una permanente tarea indagatoria en las viscosidades del alma —libélula que ama y repudia, que sabe y teme decidir—, su María Esther Albanes tampoco es un atado de virtudes sin doblez y equivocación, ni tampoco una pirámide tiesa de ascensos angélicos: encuadrada en la inteligencia de su voluntad, heredera madura de sus errores, también se embriaga de emociones sin solución, tropieza, come polvo, quiere a su amigo Macedo pese a su impertinencia, lo extraña, lo llora, lo apetece, lo procura, para luego enfocar, con mejor precisión que él, su analfabetismo interior. Aparece, pues, como un personaje diverso y cambiante cuya lucidez emocional no la exenta de la franca equivocación, de las fluctuaciones en el derretimiento cotidiano.

Pintura alojada en el Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina.
El amor no es la tersura ni un solo día se parece a sí mismo: Las confesiones avanza con un dinamismo novelístico envidiable y complejas sentencias psicológicas («tú ya sabes cómo es un católico, un católico rico: diplomático y cuentachiles») que dan cuenta de la comprensión del mundo que una de las principales autoras de la literatura mexicana ha afinado a lo largo de décadas de oficio literario y experiencia de vida. Y la novela nunca desdice las incertidumbres que somos, donde el jardín se ilumina lo mismo que el fastidio nos ensombrece las complejas gimnasias de la percepción integrada.
Dividida en cuatro episodios marcados por las fiebres de acercamiento de Macedo (El acoso, La retirada, El contraataque, La victoria), la novela reclama para su autora un público lector tan dinámico como su facultad para el diálogo de personajes, tan sutil como la astucia escritural de quien entreteje deslices de magnífico titilo poético sin abrumar bajo el tonelaje de un torrente de imágenes (a lo Cardoza y Aragón) mientras avanza una acción necesariamente prosaica: como el accidente de estar vivos y encallarse con las otredades usualmente incomprendidas, aunque percibidas con la elasticidad del sentimiento («No pienso en ti, sólo te siento pasando por mí como un dulce viento»).
Pero, en la bruma y los vaivenes que retroceden y maduran un atisbo de resolución, la autora defiende con pasión a la Albanes que se busca el rostro en un México de medio siglo que se lo niega contextualmente, incluso entre sus hombres cercanos, que o la embarazan o se presumen aliados infatigables dispuestos a los vericuetos de cualquier acompañamiento contrastado con la moral dictada, aunque la realidad de la evidencia los relativice en su grandilocuencia.
Determinaciones de Albanes que la ubican en su entorno afectivo tanto como la aíslan, que la alían con cómplices de valentía tanto como la abandonan en la condena de la soledad, dispuesta a asumirla porque se disfruta en su centro, aunque no siempre la iluminen las certezas ni las gigantescas piernas de seda para resbalarse.
«María Esther es infinitamente libre, libre por ausencia de pasiones menores y ni usted ni ese marido del cual no me interesa hablar la van a engañar, ni a encadenar, ni a mutilar. Y no hay más. A mujeres así las matan a veces, son demasiado complicadas. Como un juego oriental de cajitas una dentro de otra hasta la mínima, que ya no puede tomarse con los dedos, pero que quizá todavía contiene una cajita más».

Una novela que amarra en su chismecito al lector a pesar del hartazgo que irrigan las conductas obsesivas y caprichosas de Macedo, quien reitera zumbidos de cuidado y agresividad en torno a su foco de adoración, mientras la Albanes madre de Josefa se deja colocar en seguridades, que no replica en otros ámbitos de su intimidad, por esa niña que la reconcilia con el amor.
Libro de engarzadas afirmaciones sobre la oscuridad de la vida, donde en ocasiones los protagonistas del derroche son los últimos capaces de describir sus aristas, límites y consecuencias, donde el ridículo convive en secreto o en evidencia con la grandiosidad y la promesa de realización paulatinamente cumpliéndose, y la torpeza acaba por erigir su requisito de acción definitoria, contundente, nuevamente formativa.
«Su aspecto era deplorable, pero había en ella esa fibra de fuego que restallaba a veces en los ojos y otras veces en la forma de caminar. Estas desventajas de las mujeres se reducían a la virginidad, a la maternidad y la dependencia. Había más, había unas, muy listas, que se valían de ellas para no hacer nada en toda su vida: ser marmotas como muchas amigas de sus jefas, iban de sofá en sofá, sin siquiera tener en la mano un bordadito de pretexto. ¿Habría otras que las convirtieran en ventajas? En cuanto a Albanes, ella había superado la virginidad por ser divorciada, la maternidad porque adoraba esa situación y la dependencia ni siquiera le pasaba por la mente. Y él acababa de comprobarlo».
Escrita cuando Luisa Josefina Hernández tenía 64 años y aterrizada en librerías a sus 93, Las confesiones recuerda que la literatura mexicana es mucho más que los estrenos cacareados en Instagram stories de la promoción simultánea del mercado industrial del libro; y que su fuerza experimentada en quebrantos, como decantó el profeta Isaías, humea sus pozos de delicia crítica y crispada con la lentitud de las décadas de la paciencia donde, implacablemente, ni siquiera el mejor talento es para tanto.
Una novelista rebelada en busca silenciosa del merecido encuentro con los lectores y sus múltiples flamboyanes de debate, mientras las palabras afiladas del discurso se desvanecen en el tiempo.
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Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988). Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón.
Twitter: @cilantrus
Imagen de portada: Adán y Eva representados por Vilmantas Marcinkevičius, pintor lituano. Tomada del Museo MO de Lituania.