El 29 de mayo de 1988 la periodista chilena Ana María Foxley publicó en La Época una conversación con el poeta y novelista chileno Enrique Lihn, quien poco menos de dos meses después, el 10 de julio, fallecería.
La conversación figura como un espacio para el debate de una obra literaria al mismo tiempo consagrada en el escenario artístico de su país y soslayada en varias de sus dimensiones esenciales, compositivas, como la novelística de Lihn —sus tres títulos fueron originalmente publicados en el extranjero: Buenos Aires y Barcelona.
Asomo, además, a la vida pública chilena en plena dictadura de Pinochet. Si bien ese año, 1988, se celebraría el plebiscito que comenzaría el fin de la dictadura y la transición a la democracia, describe una vida cultural interna obligada a desarrollar sus inquietudes artísticas e intelectuales vigilada por Carabineros, en accidentada conversación con la diáspora desatada desde la traición militar a Salvador Allende del 11 de septiembre de 1973.
Vidas paralela, asomos a Jorge Edwards, Margarita Aguirre, Manuel Rojas y Carlos Droguett, entre otros nombres de la narrativa del país sudamericano, presencia esencial de la Casa de las Américas cubana, circuitos en debate con la crítica y el público, el mercado editorial son algunos de los temas que asoman en esta conversación.
Altura desprendida se permitió modificar pequeños aspectos del original, alguna coma, alguna mayúscula sustituible, la palabra «psiquiatra» con su forma etimológica, únicamente con fines de claridad, mientras reproduce las maneras de la época. El texto fue recuperado gracias a la labor de archivo que genera el investigador Daniel Rojas Pachas.

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No es casualidad que el último libro de Enrique Lihn publicado en Chile se llame Pena de extrañamiento. Alude a alguien que escribe desde el castigo del destierro, desde la extrañeza frente a un lugar, desde un distanciamiento brechtiano frente a la realidad, desde una mirada de voyeur. Es que esa es su manera de pararse frente a la vida y frente a la creación literaria.
El escritor lleva al extremo ahí su «poesía de paso», con el efecto detonador que le producen los viajes: «Es una sensación de reconocimiento y extrañeza al mismo tiempo, similar al de la creación literaria. Uno escribe como si estuviera en un lugar desconocido, respondiendo a las impresiones inconscientes», explica.
Su poesía es una poesía del lenguaje, aunque él acota que «ninguna operación del lenguaje está desvinculado de la vida, el lenguaje es un modo de constituir la realidad, no una réplica de ella». También es un trabajo con la memoria que, a su juicio, funciona igual que el acto de escribir: «La memoria es un órgano creativo del pasado, no es un registro cronológico pasivo, sino activo, y el acto de escribir es como duplicar la capacidad creativa de la memoria».
Para algunos, sus poemas son complejos porque, como él asevera, «aparte de los textos tienen un modo de pensar sobre esos mismos textos. Es decir, la forma de producción de la poesía se pone de relieve en el acto de hacerla». Esta práctica no está lejos de una visión estructuralista de la escritura, corriente que en Chile ha sido públicamente descalificada como críptica, foránea o «antihumana». Para Lihn, «negar un hecho cultural de conocimiento universal es un error, una manera de defenderse de lo extraño sin darse cuenta de que estamos en lo extraño». Por lo demás, dejando de lado las desviaciones de esa corriente, Lihn piensa que hay muchos que hacen el análisis literario ubicando —correctamente— al texto en el contexto social en que se produce. Pero, en Chile, por el provincialismo cultural y porque en los medios hay unos domines que hacen la crítica literaria, esto no se conoce.
«Después de 1973, hubo una disminución increíble del espacio cultural; no sólo de la crítica. Esto hizo que algunas personas que ocupaban espacios invulnerables se quedaran ahí per secula seculorum, al desaparecer sus antagonistas», afirma. «Hay críticos que caen en el personalismo con un punto de vista dictatorial ejercido desde el interior de la cultura oficial, costumbre que se ha extendido a la cultura alternativa, que tiene mucho de los vicios de la dictadura».
Cree injusto que su poesía y su narrativa, que son criticadas elogiosamente en otros países, no sean tomados en cuenta en Chile. En España, donde pasó varios meses el año pasado, dando recitales y charlas en universidades, le publicaron Mester de juglaría (Editorial Hiperión) y luego la Editorial Lumen de Barcelona le publicará otra antología. En Perú estuvo hace pocas semanas de jurado de un concurso.
Ha publicado 17 libros de poesía, tres novelas, varios cuentos y ha puesto en escena tres piezas teatrales.

A los 59 años, ya sea como su personaje Gerard de Pompier, o como dibujante, autor teatral, actor, controvertido profesor universitario y personaje público, Enrique Lihn siempre tiene algo que decir, algo que denunciar, algo que proponer.
Ahora, reposando en su departamento, sometido a un complicado tratamiento médico, hace una evaluación de su vida y sigue escribiendo poesía. En ella, como señaló una vez el crítico Jorge Eliot …»nos deja con nuestra mortalidad anudada al cuello y nuestra carne temblorosa, amarrada a la vida, a la angustia de sus deseos». O como expresó el investigador Julio Ortega, …»esta poesía se escribe para descomponer lo vivido excesivamente. Vida y poesía no se confunden, pero se inquietan mutuamente en el teatro que comparten».
—¿De qué manera su poesía es un gesto de autoafirmación y de defensa de la vida?
—Es un poco paradójico, porque los motivos de mis poemas no son precisamente eufóricos. Sobre todo en Pena de extrañamiento, que es como la culminación de la poesía del destierro. La poesía y el acto de escribir son una afirmación de la vida, no importa cuál sea su contenido. Por ejemplo, lo que estoy escribiendo ahora sobre la muerte, estoy obsesionado con esa idea, constituye algo afirmativo.
—En Mester de juglaría dice en el prólogo que «la indefensión, la precariedad, la incompletud» son los connotadores de su escritura…
—La imaginación es una manera de enmendarle la plana a la realidad, de corregirla o reemplazarla y, si tú sientes la necesidad, no solamente racional, sino también emocional, de realizar esa operación es porque no te encuentras a tus anchas frente a tu realidad. Esta vulnerabilidad, esta fragilidad frente al mundo necesita darse una vuelta de campana y convertirse en un «poder» entre comillas, y ese es el poder de la palabra. No es que uno esté hablando de la indefensión, aunque muchas veces lo ponga como tema, sino que estoy haciendo una afirmación de lo contrario, a través de un gesto verbal.
—El investigador Rodrigo Cánovas analiza su obra como «respuesta a la experiencia autoritaria». ¿Usted se inscribe como escritor en ese contexto?
—Sin duda alguna. Eso se refiere a todo lo que he escrito en prosa, muy especialmente. Y también a poemas de los cuales ya nadie habla, porque en este país no se comenta lo que yo escribo, que son textos absolutamente políticos, pero no militantes. Como La aparición de la Virgen, El paseo Ahumada y Pena de extrañamiento.
—¿Cómo a través de un lenguaje paródico traspasó en sus novelas los límites de la censura?
—La censura, cuando llegó a su extremo, hizo enmudecer a la gente. Y yo usé eso: la cháchara, la gente que habla como mala de la cabeza, con una palabra vacía e impotente que surge de la censura. La cháchara va denunciando lo que al sujeto le ocurre, en qué sentido está censurado. Es como la palabra que recoge el psiquiatra en el diván, que no anota todo lo que el paciente dice, sino los puntos donde ese lenguaje se traiciona, dice lo que está intentando vanamente no decir. El arte de la palabra es eso: dice lo contrario de lo que está diciendo.
—Y, por otra parte, denuncia la retórica vacía del poder autoritario…
—Claro, el poder también tiene una palabra vacía. Está apoyado en una serie de ficciones que no corresponden para nada a lo que realmente es. El poder es una perversión personal que se presenta como una salvación colectiva. Y los sujetos abrumados por el poder tienen que hacer una ficción homóloga. En El arte… los tipos están constantemente adulando a un poder que los está anulando. El sujeto que se acerca al poder para adularlo, como en un acto mimético, exagera el lenguaje del poder y, al exagerarlo, de alguna manera lo denuncia…

—La censura en algún momento sirvió como un desafío motivador para una exploración del lenguaje y, en la medida que se ablandó, como un estímulo para una poesía más política.
—Yo siempre he dicho que la censura, de alguna manera, es determinante de la creación: no es que se tratara de pedirle a la dictadura que mantuviera la censura, sino que pensaba que había que nadar a favor de la censura, poniéndola en evidencia y reventándola. No escribir un poema sangriento que lo tienes que esconder bajo el colchón y mandarlo a Canadá, y agarrarte la cabeza a dos manos si llegan a publicarlo con tu nombre, sino que hacer otro tipo de literatura, desafiante, que hablara desde el lenguaje del poder, en forma mimética. Pero, a medida que se han ganado espacios, la alusión puede no ser tan críptica.
—¿Tiene una relación conflictiva con la narrativa?
—Tengo una relación conflictiva con las cosas ya hechas. Comencé a escribir una novela tradicional, pero la dejé. Esa novela la pensé cínicamente, pero el pensamiento cínico es frágil. Dije voy a escribir una novela pornográfica o erótica, para publicarla, en 1982, en la época del deshielo sexual en España. Era como un intento frío de colocarse en un mercado presunto, en esos años, en Barcelona. Escribí harto y el hecho es que me aburrí no más: era una novela documental con cuestiones chilensis, de antes y después de la dictadura relacionadas con la sexualidad. La prosa mía que me importa llegó a un impasse porque no hice una cosa solicitada, requerida. En Chile la negaron de una plumada y dijeron que era un asco, un enredo de la madona. La gente que se interesó es la que estudia literatura aquí y en varias partes de América Latina y de EE.UU. No se puede ofrecer un producto que los editores no están interesados en recoger. Yo no tengo editores en Chile y afuera lo que interesa es mi poesía.
—Jorge Edwards, después que lo fue a ver al hospital, escribió que usted le había dicho que en Chile a los escritores los tratan como a perros.
—Lamento decir que es una ligereza de Jorge. Porque yo estaba contando una anécdota en que estábamos reunidos hace más de 20 años, en el Salón de Honor, de la U. de Chile, Margarita Aguirre, Manuel Rojas, Carlos Droguett y yo, que habíamos estado en Cuba, para hablar de nuestra experiencia allá. Yo hablé de Lezama Lima, un autor no muy identificado con la Revolución, y Manuel Rojas se disgustó mucho y Droguett, que es un loco de atar, se dirigió a mí y me dijo: ¿Y usted por qué se vino a Chile? Y yo le contesté: ¿Acaso no tengo derecho a volver a mi país? Y él: Pero si a usted lo tenían muy bien allá, incluso se casó… y en lugar de quedarse en un país donde a los escritores los tratan bien, se vino a Chile, a un país donde a los escritores los tratan como a perros. Esa frase es de Droguett, no mía.
—¿Pero usted está de acuerdo con ella?
—Hay mucha gente a la que se trata mal en este país y que a los escritores no los tratan bien, es un hecho. La cultura no tiene peso, sí lo tiene el asunto político el dilema perpetuo de la economía chilena, la diversión perpetua del fútbol y los espectáculos de televisión, pero la literatura es algo secundario y los medios de comunicación la frivolizan y transforman a los escritores en personajes públicos repelentes, como si fueran cantantes, banalizan al sujeto y esa es una manera de descalificarlo. Pero yo no diría nunca esa frase de esa manera, me parece la frase de un imbécil y de un tipo resentido, porque lo peor no es ser un perro. Una cosa muy mala puede ser un funcionario menor al que en cualquier momento lo puedan echar de cualquier parte, ¿te fijas? O un sujeto que no tiene ninguna seguridad que lo que hace exista para los demás, que no tiene un editor estable, que no tiene tribuna, ésa no es la inseguridad de un perro, es la de un funcionario como esos rusos de las novelas de Dostoievski, que tenían que vender los zapatos con trapos cuando los tenían rotos.
—¿Por qué ha asumido el rol de iconoclasta, de crítico ácido?
—Pienso que hubo una época donde había pluralismo en la opinión y los escritores éramos considerados desde muy jóvenes; aquellos que tenían algún valor para x, y o z, para El Siglo, la revista Ercilla, El Mercurio o El Diario Ilustrado. Incluso los adversarios eran considerados. A los 20 o 22 años nosotros trabajábamos en los medios, escribíamos en revistas universitarias, vivíamos en Chile ilustrado. Ahora esto es como un laberinto de circuitos claustrofóbicos en que la gente se prepara para la toma del poder.

—De todas las miradas que ha tenido, según sus propias palabras: «como periodista cultural, novelista experimental, dramaturgo ocasional, probable director de cine, pintor fallido, dibujante de dominio y seudo profesor de literatura», ¿cuál es la que más le satisface en el plano creativo?
—La respuesta del público y de las editoriales es mucho más positiva respecto de mis poesías, y siempre he seguido escribiendo poesía: es un hábito, una necesidad, un gusto. Pero lo que a mí me tenía especialmente embalado hace unos meses era el teatro; ahora no porque estoy enfermo, ahí se integraban muchas cosas, mi propio lenguaje corporal, esa fascinación de la presencia física de la palabra en escena.
—Hay una presencia teatral en su poesía y en su prosa. ¿Cómo llegó a escribir y a actuar en teatro?
—A mí me gusta mucho el teatro; hay mucha teatralidad en lo que escribo, el escritor es también un actor. De joven participé más bien tímidamente de la vida teatral, con Jodorowsky, aunque me sentía disminuido porque él era un histrión. Hicimos obras y a mí me quedó un gusto inhibido, y entonces de repente descubrí que había que darle gusto al cuerpo y eso lo experimenté primero con Pompier, que no sé lo que fue, un happening, un evento, y después volví a escribir obras, porque yo había escrito una como a los 17 o 18 años.
—¿En su paso al teatro hubo una necesidad de comunicarse con un público más amplio?
—Fue la necesidad de darme el gusto y de sentir que lo podía hacer bastante bien. Fue una experimentación y no me fue mal. Fue como pasar de un género a otro y no decir: «yo soy el poeta Enrique Lihn», sino «yo soy el escritor Enrique Lihn», poeta en el sentido más antiguo, como un gallo que inventa distintas movidas y que no se «fija» en una imagen, sino que usa varias máscaras. Eso me ha empujado mucho: la necesidad de desarticular y descomponer el personaje mínimamente público que se va formando alrededor de uno.
—Alguna vez dijo que había que anteponer al uniforme, el disfraz.
—Claro, ante el mundo uniforme, ante la uniformidad autoritaria, el disfraz individual, que no tiene más fuerza que emitir una serie de signos del cuerpo, del traje… Por eso todos los locos en una sociedad son actores, y el travestismo es una cuestión marginal de respuesta al poder, a la represión o a una manera de asumir la represión.
—Y esa aproximación al disfraz y al teatro la comenzó en La Mekka, una especie de juego circense…
—Bueno, La Mekka resultó un fracaso desde el punto de vista de la crítica y del público. Quise dar la sensación de caos, de saturación, eso que te da la lectura de los periódicos, que van configurando todo un carnaval: la realidad chilena es un carnaval sangriento. La obra era como una especie de farra… Después hice Niú York, cartas marcadas, me puse más moderado; aludía a los delirios de la autoridad y a los marginales, y satirizaba esa idealización insensata que se hacía de los exiliados políticos entre los cuales había un montón de frescos mentirosos: la picaresca chilena. Después escribí La radio con menos personajes y más sombrío todo. Era algo relacionado con la colonia Dignidad cuando todavía no había salido públicamente lo de ahora.
—No se ha dado por vencido en teatro…
—No. A partir de Niú York… la crítica me fue favorable, también para mi actuación, que me importaba mucho porque el narcisismo mío tenía que ver con eso. Después escribí La comedia de los bandidos, después una cuestión que se llama La carta, directamente relacionada con la cosa política. Luego decidí cambiar de los referentes políticos a los psiquiátricos y escribí una obra que no tiene título y que era la que yo me proponía dar ahora porque son dos personajes no más… Pero me empecé a sentir mal…

—¿Qué otras cosas pendientes o proyectos tiene?
—Tengo que revisar las obras de teatro; desde Alemania me pidieron que reajustara el texto de La radio, porque la van a dar traducida en radioteatro. Tenía muchas cosas visuales que no funcionaban para radio. Tengo que completar una novela comic, que estoy haciendo hace tres meses: ahí está, le faltan unas quince páginas, con seis imágenes en cada página. Es una publicación unipersonal como se estila en Europa, que un amigo editor me dijo que hiciera. Bueno, yo siempre he dibujado, hice los de La aparición… y otros grandes que mostré hace unos años…
—¿Cómo es eso que me decía, que está escribiendo poesía con el tema de la muerte?
—Bueno, yo creo que me puedo morir en cualquier momento y por lo tanto hay que pensar sobre la muerte. Tengo una situación de plazos. Hay gente que tiene una suerte increíble y que, a veces, hasta se le quita la enfermedad… yo diría que estoy en una situación de muerte a plazo, en capilla. Pero eso es un estimulante compulsivo: acabo de terminar un libro de poemas que tiene que ver con eso.
—¿Está con rabia también?
—Bueno, estoy en una situación muy compleja que incluye una evaluación de la vida y una afirmación. Hay una conciliación, un distanciamiento de las cosas, reconciliación con las personas que han tenido que ver realmente con uno, situaciones que rara vez ocurren en la vida diaria.
Es interesante porque se escapa al mundo de las pasiones, se toma una perspectiva con las cosas, más ecuánime. Creo que tiene que haber un trabajo con la desarticulación del ego, de una objetividad mayor… Uno de los temores míos es a mentirme, porque es una de las alternativas. No quisiera que me pasara, estoy luchando con eso, porque como tengo tantas ganas de hacer cosas, ¿te fijas?, me puedo dar plazos que no corresponden. Ahora, los acontecimientos disponen…

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Enrique Lihn (1929-1988) es uno de los poetas más importantes de la segunda mitad del siglo XX chileno. Artista multifacético, es autor de una trilogía de novelas donde se ironiza contra el ejercicio del poder imperial y cultural, Batman en Chile (1973), La orquesta de cristal (1976) y El arte de la palabra (1980). Relacionado vivencialmente con Cuba y Estados Unidos, «nunca salió del horroroso Chile». Ligado a la Generación del 50, la antipoesía de Parra le es consustancial. Nació y murió en Santiago.
Ana María Foxley (1946) es una periodista cultural chilena que desenvolvió una intensa actividad conversacional en la década de 1980. Reunió varias de sus entrevistas a mujeres en el Chile pinochetista en el libro Crecer en los límites, editado por Cuarto Propio y publicado en 2020.
Todas las imágenes que acompañan esta entrada fueron tomadas del repositorio cultural Memoria Chilena, a cargo de la Biblioteca Nacional de Chile. La fotografía de la portada muestra al escritor junto al investigador y profesor universitario Pedro Lastra.
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