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Aquí no hay cielo ni horizonte

¿Qué le podría decir la poesía a las horas de desgaste fabril?

por Brenda Cedillo

No sé gritar o rebelarme
cómo quejarme o denunciar.
Sólo cómo sufrir silenciosamente el agotamiento.
Xu Lizhi, Un tornillo cayó al suelo

8:00 am
Checamos con nuestra huella dactilar. A las 8:00 am entramos quienes trabajamos en oficina, a las 7:00 am quienes están en la planta, que manejan las máquinas, las prensas, los productos. Diez minutos de tolerancia para evitar que nos descuenten el bono extra. Diez minutos extra antes de enclaustrarse en la jornada.

El mecanismo de control cierra con un candado infalible: basta con un gracias, buenos días, para el eterno vigilante, un señor de sesenta años que, a pesar de los días festivos, tiene que ir a custodiar la entrada. No, aquí no tengo vacaciones, vengo a la planta en los días que siempre me tocan, lunes, miércoles y viernes, me respondió con la mirada llorosa de tan cansada.

Cuando entramos atravesamos por el estacionamiento que almacena los autos lujosos de los jefes, ordenados de tal modo jerárquico que se puede adivinar su puesto. Si recorremos un poco la vista, hay unos cinco clásicos de colección, como si no tuvieran otro lugar para ser ocultados de los impuestos.

Nosotros arribamos en transporte público o bici, en ocasiones corriendo porque el tráfico sobre la calzada Ermita-Iztapalapa, una de las avenidas más transitadas y torpes de la Ciudad de México, no te permite llegar con calma a cualquier sitio.

El tiempo estimado en que se puede atravesar un embotellamiento en horas pico sobre la calzada, a la altura del Anillo Periférico o la avenida Tláhuac, es de 30 minutos hasta una hora y media.

Esta histórica avenida siempre tiene alguna novedad: bloqueos de manifestantes, procesiones de los pueblos originarios adyacentes, accidentes viales, etcétera. El azar es la única constante, lo que vuelve difícil calcular los minutos para quienes viajamos en transporte público a nuestro destino.

Juan O’Gorman, Después del diluvio (lo que nos trajo el arca).

Los tiempos de la calzada no son perfectos, pero una buena parte de los habitantes del Estado de México, así como de alcaldías como Iztapalapa o Tláhuac, necesitan tomarla todos los días para llegar a sus zonas de trabajo.

Mi compañero de trabajo Chavita vive cerca del metro Constitución de 1917, por lo que no debería tomarle más de una hora el camino a su chamba, pero no; como tiene que pasar por Ermita, se demora casi dos horas todos los días. Ante esta escena de tedio cotidiano, lo que impresiona es que su puntualidad, buena actitud y lealtad con la empresa continúen intactas.

La “buena actitud” abstracta, envuelta con un misticismo ficticio, es el māyā hindú que nos impide nombrar el tiempo que perdemos en el transporte para llegar al trabajo y en el mismo centro laboral, sin contar los respiros que les arrebatan a las madres cuando asumen la otra carga en su hogar.

El problema siempre es el tiempo; en estas circunstancias, la entidad que nos permite distinguir entre un día y otro no es algo incognoscible o categoría pura de la razón, ni siquiera mística, es algo que genera un valor y se canjea diariamente a una empresa para no morir por inanición o deudas. El tiempo parece ser algo tan real como morder un ajo crudo que te despierta con asco. ¿Cómo es que esa sustancia vital se ha convertido en algo repugnante e insufrible?

Hace algunas semanas scrolleando en redes hallé un estudio inglés de 2013 que revela que el tiempo que pasarán las mujeres realizando trabajos de su hogar sin remuneración es de 12 mil 896 horas, es decir, año y medio de vida, a diferencia de los hombres, que pasarán la mitad aseando, en total 6 mil 448 horas.

Tras esa bomba de datos, me atreví a buscar el caso de las mujeres mexicanas. Me encontré con que nosotras pasamos el 64 por ciento de las horas haciendo labores del hogar, el otro trabajo de planta. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) recopilados en 2021, los hombres dedican en promedio 20 horas semanales a los quehaceres de la casa, mientras que las mujeres 50. Y sí, a pesar de que no es un trabajo remunerado, incluso la mayoría de las veces no se le nombra “trabajo”, contribuye al producto interno bruto de nuestro país.

Diego Rivera, La fragua.

9:00 am
Los pasillos de la planta tienen un ruido opaco. Suenan las placas de las imprentas, las hojas que las obreras acomodan entre sí hasta hacer una pila. Camino entre esas pilas cuando puedo y procuro buscar el lugar donde se sientan las personas cuando se cansan de ordenar, pero no encuentro ese espacio. No suelen hablar entre sí, siempre las veo haciendo algo. Limpiar, organizar, cortar. De diferentes edades, pero muchas son jóvenes. La mayoría en esa zona de “Acabados” son mujeres, varias de ellas madres que hacen también el otro trabajo.

Mientras las veo, escucho el tornillo que cayó al suelo de Xu Lizhi. En la noche de horas extra, el artefacto es minúsculo entre la oscuridad fabril, pero ensordecedor como el ruido de los suicidios en Foxconn, principal proveedor de Apple.

Aunque no estamos en las mismas condiciones que la empresa china, sí nos mantenemos en un régimen que no permite salir a comprar algo durante la jornada a menos que sea una urgencia. El respiro nunca es la opción cuando se trabaja con máquinas y productos que aguardan nuestras manos, como un bebé que no puede alimentarse.

Sé que no estamos en la posición de los obreros del siglo XIX, ni estamos en una fábrica como Foxconn; pero si se incendia el lugar, no tenemos escaleras de emergencia para las oficinas. Conozco que el único sindicato que ha existido aquí fue disuelto en poco tiempo. No podemos quejarnos en voz alta de nuestro cansancio, pues refleja actitud “negativa”. Han reducido los días feriados y “beneficios” por el aumento de las vacaciones.

Tampoco estamos en el siglo pasado, en el que obreros eran asesinados ante los ojos de todos por exigir derechos básicos, pero cualquiera de estos puestos de la planta, al ser prescindibles al igual que los de otras áreas, nos condiciona a vivir al ritmo de objetos que nos roban la sangre. Un río de sangre encauzado por coacción para dar aliento a hijos que nunca nos pertenecieron.

A costa de doblegar nuestros dolores, luchamos por un puesto fijo, ya que en este siglo XXI que desmiembren las horas del cuerpo de tu tiempo no se aprecia terrible; al contrario, si te dan un salario precario, pero garantizado, ya se considera una posición casi “privilegiada”.

9:30 am
Nuestra área “creativa” es distinta. Subes las escaleras y aparenta ser un ambiente más fresco, hay plantas de ornato, la luz está más cuidada. Las oficinas levitan sobre el calor gris de la imprenta, como si fuera una manera de distinguirnos.

En ocasiones leo en la Mac con la que me toca trabajar, mientras visto con un blazer para amalgamar el área a la que pertenezco y, así, camuflarme entre las horas que nacen muertas en la oficina. Leo las noticias del día. Política, Ciudad y Cultura. También leo poesía. Así fue como llegué de casualidad a la voz proletaria de Xu Lizhi. En una mañana fulminante que terminó con mi “buena actitud” del día.

Desde entonces, leo su poesía como el diario, con un fin claro: recordar que no soy diferente a las mujeres que trabajan en el piso de abajo. Por más que la empresa se empeñe en hacer contrastes mediante colores, adornos y horarios, no nos diferencian: ambas partes necesitamos trabajar porque hay que desayunar, tenemos que pagar una renta, una bici, la despensa o la escuela de los hijos.

Xu Lizhi ensamblaba computadoras Mac hasta 2014, cuando, a la edad de 24 años, decidió aventarse de la ventana de su pequeño cuarto: Un espacio de diez metros cuadrados, estrecho y húmedo, sin luz solar todo el año.

Leo sus versos para que resuenen en la rigidez que provoca en mi cuerpo estar en la oficina. Me pregunto si sus manos suicidas tocaron alguna de las piezas de nuestras computadoras, pues cada una de las cosas que manipulamos tienen el mismo origen: algún trabajador tuvo que vender parte de su vida a un costo muy bajo para realizarlas.

11:00 am
En un día usual de trabajo es difícil tener espacios de dispersión. Al menos quienes estamos en la oficina podemos estar sentados todo el día, pero sentados frente a una pantalla, mientras que las trabajadoras de la planta no tienen ningún lugar para reposar dos segundos.

—Entonces, ¿no tiene alguna zona asignada para reposar un poco durante el día? —aproveché para preguntarle a una mujer en el baño.
—No, nada, estamos paradas todo el día, sólo nos sentamos cuando es nuestra hora de comida. Sí terminas bien cansada, la verdad.

Me respondió en voz baja mientras se lavaba las manos.

Diego Rivera, La molendera.

Luego, la compañera le platicó en breve a su amiga que ya está grande su hija universitaria y pronto acabará la carrera de comunicación en Ciudad Universitaria. Agregó un largo suspiro, tan grande que cabían todos los sueños de una madre por ver a su hija terminar sus estudios, porque aquello le permitiría trabajar en un “buen lugar”. Por un segundo, la madre miró hacia el cielo, con la fuerza que sólo la esperanza en el porvenir da.

Es un chiste rancio de los hombres hetero cuando se preguntan por qué las mujeres van acompañadas al baño y tardan tanto. No sólo es por seguridad o porque tardamos más en orinar, sino también porque el baño, así como la cocina, es un espacio vital para hablar de lo prohibido.

Le conté a mi colega de área, Alelí, sobre el tema del reposo en la planta.

Pues así son las fábricas, dijo, como si las condiciones de aquellas fueran naturales. Sí, no es ir a contrapelo mencionarlo y tal vez ni siquiera lo más alarmante, pero aun con los miles de protocolos que implementan para mantener el orden, ¿no existe uno que vea también sobre el breve descanso de los trabajadores? Imposible. El silencio y la pausa son de lo más humano, pero el ritmo fabril no tiene silencios en su partitura metálica.

Sé que esto es común. Mamá y papá trabajaron gran parte de su vida en una fábrica, ahí se conocieron. Lo describen aún como uno de sus mejores trabajos, pues tenían prestaciones de ley. Mamá Magda me ha contado cómo era.

Tenías que ser muy aguantadora y veloz. Soportar la sed para no ir al baño, permanecer de pie, la postura más cómoda para agarrar las prendas, atragantarse los alimentos en el comedor para continuar pronto con tu tarea; como ella trabajaba a destajo, entre más cantidad produjera, le pagarían más. Y así laboró en Rinbros varias décadas, hasta convertirse en un brazo de la máquina, una extensión más para maximizar la eficiencia.

Cortar, coser, revisar. Repite. Cortar, coser, revisar. Repite. Cuenta. Dos-cuatro-seis… me hacen falta dos docenas para ganar un extra, hoy tal vez coma más tarde.

Hoy día mi madre tiene muy acabada la visión, padece vitiligo y sufre de diversas enfermedades crónicas de los huesos, tiene desgaste en columna, rodillas y hombro derecho.

Sí, esto es lo común en las fábricas, mas no lo aceptable.

Juan O’Gorman, Reino mineral.

13:00 pm. ¿Destino?
No parpadear, no voltear a otro lado, menos a tu celular, sólo a tus tareas. Son las voces que nos acechan acá arriba. Nos mantiene en un estado hipervigilante. Ya me lo había advertido alguna vez mi jefa Heriberta.

—Te comento que pasará el Señor S., el director de la empresa. Todo lo ve, así que te pido por favor que guardes tu celular, si se acerca a preguntar qué haces, nunca pero nunca digas “nada”, siempre explica qué estás haciendo, aunque te lo inventes. Te lo digo por experiencia.

Me alertó Heriberta, mujer y madre generación boomer, famosa en nuestra área porque llega regularmente tres horas después de su entrada. Ella es la coordinadora del área en la que estoy.

Cuando los jefes bajan de su pedestal para asistir a una junta, nos ponemos nerviosos, son de la misma familia S., todos son muy blancos, parece que caminan sobre agua, su mirada apunta a un lugar fijo; sin embargo, observan todo lo que hacemos. Es raro que saluden. Excepto el director principal, Don Explotador, quien recorre los pasillos con su sabiduría empresarial, muy desenfadado gracias a las ganancias que le producimos día con día.

Ante su presencia menos te puedes distraer. Ahí me di cuenta de que hacer como que trabajas en ciertos momentos de tensión es aún más cansado y risible.

Resulta más complicado hacer ficción de tus tareas, cuando lo que haces con tus manos es algo ajeno. No tiene que ver conmigo, ni con mis compañeras, ni con nosotros. No tiene que ver con algo de la vida. Lo único que nos une a tales labores es nuestro salario a cambio de asumir una naturaleza impostada.

Olvidarme de mí misma es la salida usual para sobrellevar un día aquí. Mi cuerpo ya no es mío, mis manos son de alguien más. Volteo arriba buscando un cielo. Sólo la frialdad del cemento, la mancha amarilla de humedad es lo más cálido que se aprecia, un horizonte con un sol también impostado que carcome nuestros días.

Quién nos hubiera advertido que el destino era este: nunca tener tiempo para verse triste porque andamos entre los quehaceres del trabajo. En verdad es raro que uno logre arrebatar intervalos para encontrarse melancólico —mas no hueco— si es necesario levantarse todos los días a laborar.

Desde hace un par de siglos, el tiempo es la roca de Sísifo que corre sobre la montaña de la historia, una piedra que no nos pertenece. Imaginemos a Sísifo obrero: Martín Cortéz.

Cortéz ingresó a la empresa en 1990, apunta el boletín:

Su labor fue y será invaluable, reconocemos su trayectoria y agradecemos su fidelidad a nuestra Organización. Luego de 33 años de trayectoria nuestro compañero y amigo Martín se retiró laboralmente el pasado 10 de marzo de 2023. Le deseamos bienestar y mucho éxito en los proyectos personales que emprenda.

Lo despedimos con un largo aplauso. Muchos lo observaban con anhelo, deseando jubilarse en ese instante para descansar, aun con todo y los malestares de la edad, pero descansar, y claro, vivir lo que resta.

No sé qué está haciendo Martín ahora, pero sí que los aplausos no le regresaron todos los años que le extirparon, las deudas reflejadas en su vitiligo, enfermedad en la que las células que pigmentan la piel un día se vuelven locas por el estrés que carga el cuerpo; sólo es tratable.

Tanto Martín Cortéz como el Pablo Pueblo de Rubén Blades trabajaron hasta jubilarse y nunca sobró un centavo.

¿Hasta cuándo?

Hagamos cuentas: si existen dos segundos entre levantarse y terminar de despertar estando en una oficina, sin más horizonte que las paredes, más un día que parecen dos años entre estar trabajando y sentarse agotado en el sillón de una casa que no es tuya, más el segundo antes de dormir y darse cuenta que otro día se acaba y el destino era esto… haciendo el ejercicio de cálculo requerido entre tantos minutos, da igual a toda una vida entregada al trabajo.

El poeta de la salsa bien que lo sabía: Regresa un hombre en silencio / de su trabajo cansado / su paso no lleva prisa / su sombra nunca le alcanza, / le espera el barrio de siempre…

16:00 pm.

Renuncio a faltar, renuncio a enfermar,
renuncio a las faltas por asuntos personales.
Renuncio a llegar tarde, renuncio a irme temprano.
Xu Lizhi, Un tornillo cayó al suelo

No se tiene tiempo para estar triste o enojado, por eso todos cargamos durante el día un espectro de tranquilidad simulada, un estado adquirido por los talleres de inteligencia emocional, enfocados para aliviarse de la perturbación que causa laborar, para concluir la jornada de diez horas (una hora de comida) casi al punto de la ataraxia estoica. El día es hilvanado con la tensa calma.

Así, ¿cómo podría irrumpir la esperanza por otro modo de estar en el mundo, si de forma constante se acalla cualquier sentimiento que no pueda ser instrumental? ¿Cómo, si ya no se le abre la puerta ni siquiera a la tristeza, sino al vacío?

Una de las preguntas usuales que hacen en las entrevistas laborales es ¿tu estado de ánimo influye en tu desempeño laboral? O una más sutil; ¿el clima influye en tu estado de ánimo? Si la respuesta en ambas es afirmativa, se marca como poca inteligencia emocional. Peligroso durante las jornadas, pues ninguna fábrica puede detenerse porque un par de personas no pueden manejar su crisis de ansiedad, qué desastrosa debilidad sería. Las emociones siempre resultan ser un estorbo, un peso necesario de manejar antes de que repercuta en tu aura motivada durante el trabajo.

Esto lo advertí cuando noté que todos modulan en demasía su risa y tono de voz, o cuando siguen los pasos de la “comunicación asertiva” para solicitarte un favor.

Máscaras industriales de la primera mitad del siglo XX, ¿y un Diego Rivera en ellas?

Una ocasión me dio pena llorar en la esquina del área, ese espacio donde puedes hablar por teléfono en caso de una “emergencia”. Entrar al baño frío, el único espacio de libertad dentro de los trabajos, tampoco era una opción. Así que decidí no moverme, mirar un punto fijo y concentrarme en respirar el vacío. Mindfulness, ahora le llaman.

Esta imagen que contiene algo de pedagogía budista, para que aceptemos el agujero acrecentado por los días y nos dejemos envolver por el eterno instante, en realidad es más terrible que la experiencia de disolver el yo, pues como no estamos en la montaña, ni en algún centro budista, se transforma en una despersonalización del sujeto, un síndrome psicológico ahora común.

Deshacerse del Ego, por más nirvanesco que pueda sonar, funciona sin tantos malabares como una perfecta herramienta para los directivos de las empresas. Diluir el Yo y formar parte de la corriente instantánea, a través de la atención plena dirigida hacia tu eficiencia.

Mediante este truco, una corriente filosófica como el budismo zen se convierte en otra visión devorada por el capital.

18:00 pm. Salida

Los jóvenes obreros entierran el amor en el fondo de sus corazones.
Sin tiempo para expresarla, la emoción se desvanece en el polvo.
La industria atrapa sus lágrimas antes de que puedan derramarlas.
El tiempo pasa, sus mentes se desperdician.
Xu Lizhi, el poeta asalariado.

Me gustaría hablar de otros temas también, pero entablo esta conversación porque es a lo que sabe mi sangre ahora, el sabor del acero fabril que comparto con los demás.

Hablo de la sangre y también de la frustración.

Aunque me gustaría contemplar, hablar de la māyā hindú, del tejido ilusorio que abraza a todo fenómeno, tengo que hablar de las horas extras que no nos pagan, tengo que cobijarme con el manto de māyā para no morir por la hipotermia que causa la frialdad del acero.

Me duele la espalda baja, me siento con sueño, las rodillas y los pies me pesan, los arrastro a la salida de este edificio para intentar sujetar las horas que se me escapan.

Lo más coherente que tengo es mi cuerpo: dice lo que callo, externa lo que pienso. El dolor de mis rodillas es el poema del día, la canción que me acompañó durante estas horas muertas.

Nuestro cuerpo no está hecho para la rigidez, es orgánico, flexible y dinámico. No como este edificio estático y gris, casa del insomnio y la enfermedad.

Bajo las escaleras y me despido de todos. Checo mi salida con alivio a las 18:15. Don Peter nos abre la puerta. Gracias, hasta mañana. Vuelvo a respirar el aire condensado de la calle. Me estiro como quien está apenas despertando. Me apresuro a caminar hacia el transporte que me lleva a casa, como si otro día iniciara.

Ahora me veo como Jorge Drexler en Al otro lado del río; creo haber visto una luz, por lo que anhelo no regresar tan agotada para poder escribir o leer, porque resuena en mi cabeza una parte de esa canción: Sobre todo creo que… no todo está perdido.

No hay certeza de la luz que pueda haber en otra orilla, pero como mínima condición de posibilidad ya hay otro lugar, un horizonte distinto hacia donde es posible encauzar. Decido remar con fuerza en el río, porque no tengo otra opción en esta orilla del mundo, más que la inanición, la adulación exagerada hacia mis patrones o el desperdicio de mi cuerpo.

Xu Lizhi escribía también para intentar tomar un cauce, buscó estar a cargo de la biblioteca de la fábrica, incluso publicó un poema en el periódico de su lugar de trabajo, en verdad rascó formas, pero decidió irse de este mundo, en el que no halló ni un pedazo de cielo.

Yo quiero continuar con vida un rato más, aunque la escritura no me alcance para crear un horizonte completo, pero sí, para que funcione como la urticaria de los privilegiados, o como impulso necesario para hablar con las otras y los otros, que también en noches de hastío por el trabajo se preguntan ¿hasta cuándo?

Aquí es donde respondo: será hasta que la voluntad de vida nos alcance en esta lucha por el tiempo vivo, el cual sólo con el otro se puede restituir. Ya lo adelantaba Rosario Castellanos: Con el otro, la humanidad, el diálogo, la poesía comienzan.

Diego Rivera, Unidad panamericana.

***
Brenda Cedillo (1997), Ciudad de México. Escritora independiente con interés en periodismo, ensayo y poesía. Egresada en filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Colaboró en la antología Contracanto (Proyecto Almendra, UNAM, 2014), su primer poemario se titula Los espejos del mundo (Proyecto Babel, UNAM, 2017). Ha participado en las antologías Ciudadela de orfebres (Colectivo entrópico, 2018), Antología deambulante (editorial Escombros, 2020) y Campanas del brezo (Ediciones Ave Azul, 2021).
Publicó El aullido de las grietas (Cooperativa Cebollas Agrias, 2022) y recientemente Casa en llamas (Lengua de diablo 2023).
Sus poemas han sido publicados en diversos medios, como Enpoli, Altura desprendida, La piraña, Tercera vía y Aleteo poético, así como revistas digitales e impresas. Algunos de sus trabajos periodísticos se encuentran en los medios Pie de Página y El Economista.
Instagram: brenda_salvia7
Twitter: @Brenda_Cedillo7

La imagen de portada, un retrato de Nieves Orozco elaborado por Diego Rivera, y todas las de interiores fueron tomadas del Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo.

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