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Ayotzinapa: ¿qué voy a fotografiar nueve años después?

Un acompañante de las víctimas de Guerrero reflexiona sus imágenes.

por Eber Huitzil

¿Qué voy a fotografiar después de nueve años? Después de asomarme a la calle y sentir que estoy en el mismo lugar, en un mismo “y ahora ¿qué sigue?”, en una marcha más, en el mismo recorrido —este año ni siquiera busqué la convocatoria porque sabía que la cita era la misma de todos los años: ángel de la independencia, cuatro de la tarde—. Después de extrañar los mares de gentes que hace casi una década, si la memoria no me traiciona, también estaban aquí. ¿Qué hago en medio de la calle fotografiando una marcha más? Odio fotografiar marchas sobre paseo de la reforma porque a estas alturas de la vida siento que pocas veces queda cabida para tratar de retratar algo distinto.

Hablar en los ojos.

¿Qué hago en medio de la calle, bajo el sol, esperando a que las madres y padres de 43 normalistas desaparecidos hace nueve años —cuando era joven y creía que la universidad servía para cambiar algo— bajen del camión para ponerse al frente de un nuevo contingente que hará el mismo recorrido anual? ¿Qué hacemos aquí después de que nos han timado otra vez, después de que nos vendieron en remate apurado una nueva verdad histórica? Después de que queda claro que la militarización de este país es nuestra repetitiva condena, de que la impunidad militar vuelve a ser un acuerdo político de alta alcurnia, una complicidad más que sepa dios quién decidió allá arriba —tan lejos de estas banquetas, de los pueblos y caminos fuera de las ciudades—.

Se va de Ayotzinapa sin dar una señal.

No necesitamos que ganara la “derecha”, los proyectos políticos de dientes para fuera nos volvieron a jugar chueco —¿qué sorpresa, no?—. Nos robaron la verdad, la justicia, y en su lugar nos dejaron algo menos que una “república” bananera, nos dejaron en manos de esos mismos milicos asesinos que, al sur del río Bravo, llevan haciendo exactamente lo mismo desde hace 40, 50, 60 años.

Un eterno retorno.

Después de 17 años —de aquel lejano 2006—, después de nueve años, parece que hemos llegado tarde a la fiesta sólo para enterarnos de algo que ya sabíamos: los militares tiene permiso para matar, desaparecer, entrenar sicarios, ser sicarios, ser los vengadores terrenales del odio de dios, el Salomón de turno que en un retén, desde una torreta en una camioneta blindada, con sus balas y gatillo fácil, decide quién es justo y quién no, sin límite —además de que en el camino unos cuantos proyectos “de seguridad nacional”, junto con esos otros que no son auditables, les han hinchado los bolsillos—.

«El olvido es más tenaz que la memoria»: Salvador Elizondo.

Y mientras la rabia está atorada en la garganta, la desilusión en los ojos, aprieto la cámara con la mano y veo a través del sol que se filtra entre edificios gigantes, veo a nuevxs normalistas, a gente que cada vez se ve más joven —porque quizás cada vez sea yo más viejo—, vuelven a levantar el puño, vuelven a enchinarme el corazón cuando los escucho cantar al unísono las mismas viejas consignas que aprendimos y pasamos de boca en boca.

Más y nuevas filas.

Entonces, tomo la cámara y trato de capturar uno y otro de esos rostros que me hacen pensar en el yo de hace nueve o diez años. En esos rostros que son tan memoria y posibilidad que me recuerdan a mi yo que era parte de un círculo de llanto que, afuera de la facultad de filosofía y letras, apretábamos las mejillas, los pómulos, mientras escuchábamos a un padre venido de Guerrero que nos contaba, por primera vez, en un idioma que no era español, lo triste que tenía el corazón porque no sabía de su hijo que había salido de su pueblo porque quería ser maestro. Hace nueve años, y aquí está de nuevo, en ellas y ellos, en esta piel tan morena como la mía, la posibilidad. Las y los normalistas siguen aquí, organizadxs, y me enternezco de ver los mismos cortes a rape aplicados sobre las molleras novatas, los contingentes de las próximas maestras rurales, mujeres que camino a esta marcha se trenzaron el cabello mutuamente para ser una sola —no pienso en otro gesto más tierno que un montón de compañeritas anudándose trenzas entre sí antes de llegar aquí para regresar a casa roncas de tanto gritar—.

Sol sin sonrisa.

Y veo la fuerza de los cánticos, veo la posibilidad, quiero ver la posibilidad ahí —si no ¿dónde?—, en esa necedad tan nuestra de querer estar en la calle para no olvidar, para compartir la rabia. Quizás ni lo piense mucho, sólo saco la cámara y vuelvo a acosar a las y los normalistas con este cacharro oscuro, a intentar capturar sus ojos esquivos porque siento que cada retrato que intento hacerles, es un querer rascar un poco más para volver a saber que acá, como diría Manuel Scorza, venimos del odio, y no sólo de ahí, sino también de la tristeza, de la rabia —la digna rabia—, la frustración y el dolor. Algo en estos rostros me dice que a pesar de todo eso, acá no se claudica, acá venimos de nuevo a poner el corazón en la calle, bajo el sol, para que se cubra de polvo, para que nos lo veamos mutuamente.

Jóvenes por los jóvenes.
Otra vez.
Se vale cansarse, pero no rendirse.

***
Eber Huitzil. (Ciudad de México, 1990). Hago un poco de todo, pero con buena ortografía —foto, video, algo de escritura—. Estudié lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), pero terminé haciendo cosas de comunicación en derechos humanos para organizaciones, colectivos y demás. Codirigí Así buscamos, así amamos (2023), un documental sobre la transformación de las madres buscadoras. Ahora soy una promesa chavorruca que nunca aplicó al Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), aunque la Fundación para las Letras Mexicanas (FML, 2012), Arca y Agencia Bengala (2014) y la Universidad iberoamericana (2017) me dieron oportunidad de escribir y publicar algunas cosas en el pasado.
Instagram, Twitter y Facebook: @eberhuitzil

Todas las imágenes, en portada e interiores, son cortesía del autor.

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