por Samuel Cortés Hamdan
La lucha por la abolición de la propiedad privada y de la división de clases de acuerdo con la perspectiva comunista se compone de praxis, debate, discusión, militancia y vida impresa.
La divulgación de las ideas que derivan del proyecto político de la izquierda planteado desde la crítica al capitalismo por Marx y Engels ha sido desde el origen parte consustancial de la búsqueda de la emancipación de la clase obrera. Así, practicar el comunismo, discutirlo, debatirlo, ha resultado tan importante como editarlo.
En un panorama que de un inicio se pretende internacional (“Proletarios del mundo, uníos”), la discusión ideológica, la directriz partidista, el debate político requieren sus soportes impresos allende las fronteras y se alimentan del esfuerzo local en un proyecto multinacional por imprimir a los clásicos históricos de la izquierda política —Lenin, Gramsci— junto a los militantes cercanos que también componen la historia del comunismo en México —Valentín Campa, Vicente Lombardo Toledano, Juan de la Cabada, José Revueltas, por mencionar algunos ejemplos—, América Latina y los países comunistas del globo.
Sebastián Rivera Mir, académico chileno radicado en México, es autor del estudio Edición y comunismo: Cultura impresa, educación militante y prácticas políticas (México, 1930-1940), que explora desde la inteligencia académica la historia de la reproducción de las ideas de izquierda en el México del sexenio de Lázaro Cárdenas, donde el panorama internacional se trenza entre la Guerra Civil Española, el ascenso del nazismo en Alemania y la consolidación de la Unión Soviética.

“La articulación de un proyecto político que apuntaba a todos los proletarios del mundo involucraba una serie de desafíos ideológicos y culturales que fueron enfrentados desde la Internacional Comunista (Comintern) a través de la difusión masiva de impresos y el impulso de editoriales en cada lugar donde existía una célula de militantes”, explica el académico en la introducción del libro, que publica Editorial a Contracorriente en Raleigh, Carolina del Norte.
Edición y comunismo no sólo da cuenta de los años relativamente favorables al pensamiento comunista en el cardenismo, sino también de las represiones en su contra que articuló el Maximato, donde sin embargo la respuesta fue la tenacidad en la divulgación del pensamiento marxista leninista.
“Este periodo [el Maximato] estuvo marcado por la represión, pero también […] por la creatividad, la épica militante y el surgimiento de las primeras trazas de un mundo editorial que eclosionaría durante el cardenismo”, abunda Rivera Mir.
“No resulta extraño que durante los regímenes represivos, los opositores afinen sus estrategias y potencien sus capacidades para difundir. Perseguida la cúpula dirigencial del comunismo, los militantes de base asumieron las labores de mantener a través de la edición de folletos, pasquines, manifiestos, la unidad de las fuerzas partidistas”.
Altura desprendida conversó con Rivera Mir, profesor investigador de El Colegio Mexiquense y doctor en historia por el Colegio de México, al respecto de los objetivos y exploraciones de su libro.

Fotografía incluida en el libro de Rivera Mir.
En tu libro Edición y comunismo recorres los esfuerzos que la izquierda mexicana hizo en la década de 1930 para publicar ideas de marxismo, la discusión soviética, la organización del Partido Comunista local, etcétera. Se imprime para discutir y se discuten los esfuerzos para imprimir. ¿Por qué es importante entender este proceso?
Hay varias perspectivas desde las cuales puedes responder esta pregunta. En primer lugar, a nivel ideológico se construyó desde los inicios de los socialismos en el siglo XIX la necesidad de compaginar la práctica con la teoría. Sin ambas caras de la militancia, cualquier esfuerzo por llevar a cabo los procesos revolucionarios estaría destinado a fracasar. Lo interesante es que la apuesta por construir dicha teoría no apuntaba a crear un nicho de intelectuales que se preocupara de manera exclusiva por esta labor; al contrario, se consideraba una actividad que debía ser obligación de todos los militantes. Por ello se planteó esta idea de diálogo constante entre teoría y práctica.
En segundo lugar, encontramos los procesos políticos coyunturales. La composición del Partido Comunista Mexicano (PCM), por ejemplo, en la década de 1930 creció exponencialmente y estos nuevos militantes requerían una formación adecuada. Esto significaba nuevamente generar materiales, como a la vez dedicar tiempo en las células a su lectura e internalización. A ello debemos sumar el importante peso que tuvieron los maestros al interior del comunismo mexicano, lo que hacía más cercana este tipo de práctica a las actividades cotidianas relacionadas con el estudio y los libros.
Finalmente, y esto no era algo menor, la circulación de impresos también debe observarse en términos económicos. La venta de estos materiales permitió a numerosos militantes generar un ingreso para dedicarse a las labores específicas del partido. Así, encontramos muchos ejemplos de personas que subsistían gracias a esta actividad; y, si consideramos que no se trataba sólo de vender, sino de convencer al comprador, esto nuevamente involucraba una relación entre discusión y producción. Antes de ofrecer un folleto, algunos relatos señalan lo importante que era el diálogo sobre el contenido de éste, después recién vendría la compra.
De ese modo, distintos procesos asociados a lo político desde los más básicos, como la conversación entre dos militantes, hasta la construcción de los grandes paradigmas del partido, pasaban precisamente por un vínculo especial con las labores editoriales.
Alianzas, detracciones, accidentes, ambigüedades, cambios de paradigma acompañan la historia de la edición del comunismo tradicional (Marx, Engels, Lenin) y el local. ¿Estos conflictos son un mal inevitable o una riqueza cultural?
En las labores editoriales del comunismo mexicano en la década de 1930, uno podría encontrar un verdadero florecimiento de iniciativas, empresas, prácticas, definiciones y, por supuesto, conflictos y disputas. La riqueza cultural implica ciertos niveles de conflictividad; de lo contrario, estaríamos frente a procesos de homogenización, sin autonomía ni disidencias. El rasgo fundamental que caracterizó el periodo, desde el plano de la historia de la edición, fue la capacidad de los actores por llevar a cabo procesos que no se ajustaban necesariamente a un canon establecido desde arriba: en eso radica la riqueza de los múltiples esfuerzos que germinan por doquier. Era inevitable que, en un partido centralizado, a mediano plazo surgieran discrepancias. Pero tampoco hay que temerle a ello, los conflictos son parte de los procesos sociales y políticos, si no los hay es porque algo extraño está pasando.

La persecución del comunismo perpetrada en México en los años anteriores al sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940) revitalizó los esfuerzos editoriales por divulgar sus ideas. La censura generó vinculaciones internacionales y nacionales, cooperación, tenacidad. ¿Es la edición un espacio en resistencia?
La edición es un espacio político y como tal puede servir para que los actores implicados desarrollen procesos de resistencia. Esto se produce especialmente en momentos de persecución como los que atravesó la izquierda a lo largo de todo el siglo XX. Pero ésta no es la única definición que podríamos asociar a las prácticas editoriales, ya que además de “resistencia” son también espacios de negociación y de fortalecimiento de las políticas públicas. Estas tres variables van a articularse de manera diferenciada, dependiendo de la coyuntura política. Incluso actores de este ámbito, que uno podría asociar a la actividad del Estado, podrían ser considerados al mismo tiempo espacios de resistencia, como las publicaciones de marxismo del Fondo de Cultura Económica. Pero también encontramos una amplia gama de editoriales independientes que apostaron durante su existencia por reforzar el discurso del Estado a nivel cultural, y no tenían ningún problema en concursar por fondos públicos. Lo importante en este aspecto es no esencializar el espacio editorial sólo como un lugar de resistencia, hay que ver sus complejidades y matices.

Tras recorrer el proceso de las ideas comunistas y su elaboración en folletos, volantes y libros en la década de 1930, adviertes que en los años siguientes estas intenciones enfrentaron una desaceleración de su ímpetu y chocaron con nuevas dificultades. ¿Nos puedes platicar un poco de este proceso?
En primer lugar, debemos considerar que uno de los grandes parteaguas de la edición de la izquierda mexicana en la década de 1930 fue la educación socialista. Numerosos libros y folletos fueron parte oficial u oficiosa de este impulso estatal. Por ello, cuando el Estado dejó de lado esta política educativa esto golpeó casi inmediatamente a estas editoriales. Su producción bajó y lo peor es que el giro derechista del gobierno también implicó poner ciertos límites al marxismo en los libros de texto. Las dinámicas anticomunistas también hay que considerarlas en este escenario cada vez más hostil.
En segundo lugar, y casi tan importante como los procesos estatales, encontramos las dinámicas propias de las editoriales. Su capacidad productiva llegó a un límite, y muy pocas pudieron enfrentar las propuestas de modernización que ellas mismas habían impulsado. Por ejemplo, algunas declararon haber lanzado más de un millón de ejemplares, y esto era posible; producir tal cantidad según sus propias características no está tan lejos de lo factible. Sin embargo, ¿qué se hacía con un millón de ejemplares después de imprimirlos? En ese punto no encontramos las condiciones técnicas que les permitieran desplegar el proceso editorial más allá de la producción, hacia la distribución. No vemos redes de librerías, no encontramos sistemas eficientes de almacenamiento y circulación. De ese modo, las propias capacidades de estas empresas editoriales se convirtieron en un problema que en ese momento fue insalvable para ellas.
Finalmente, un tercer elemento que frenó este proceso fue la propia historia del PCM. La década de 1940 estuvo marcada por las sucesivas purgas que implicaron la expulsión de una buena cantidad de militantes. Eso le restó fuerza al partido y evidentemente golpeó en sus capacidades editoriales.

En la era del internet, la profesionalización del oficio editorial en la izquierda, la distribución de ideas políticas combativas, ¿han encontrado una nueva fluidez o, por el contrario —a pesar de la tecnología— sufren un atolladero, un aislamiento, una censura de facto?
Como planteo en la introducción de mi libro, me parece que la actual situación tiene algo de estos dos elementos. Por un lado, vemos un sinnúmero de nuevas herramientas, redes sociales, softwares que permiten facilitar y flexibilizar los procesos editoriales. Pero por otro observamos tendencias a la concentración cada vez más fuertes o, desde otra perspectiva, una importante cantidad de sobreinformación que termina generando desinformación.
No creo que esto sea muy novedoso. La modernidad está marcada por estas situaciones contradictorias. Sin embargo, cada generación ha debido construir sus propias alternativas frente a esta problemática y hoy nos encontramos, a mi juicio, precisamente en ese momento de surgimiento de una gran diversidad de propuestas que permitan transformar las nuevas herramientas en elementos útiles para los proyectos políticos de izquierda. El resultado aún no está claro y dependerá de qué tan hábiles somos para, sin perder de vista lo político, retomar dichas herramientas disponibles. Y esto, me parece, pasa por muchos y muchos diálogos entre los actores implicados.
En uno de tus capítulos describes las reacciones de la derecha al esfuerzo editorial del comunismo en México: los detractores de la izquierda respondieron a su presencia bibliográfica con estrategias de desinformación, descalificación, satanización e incluso con suplantaciones de identidad. ¿Crees que estas dinámicas de pugna política sucia siguen vivas hoy?
Recuerdo que Luis Hernández Navarro, periodista de La Jornada, tiene en su perfil de Twitter la portada de un libro que supuestamente escribió un tal “Luis Hernández N.” (Claroscuros. La biografía no autorizada de López Obrador), pero que en realidad es un texto apócrifo. Este uso del impreso falseando la identidad del autor sucedió en pleno siglo XXI. Por supuesto, cada vez que hemos tenido momentos álgidos en la discusión pública este tipo de prácticas emergen de manera implacable. El cardenismo fue una de estas etapas, el periodo actual es otra de ellas, pero quizás la más relevante en términos de estos procesos fueron los años 60 y 70. El régimen priista dejó un amplio abanico de estas prácticas. Libros como ¡El móndrigo! Bitácora del Consejo Nacional de Huelga o Jueves de Corpus Sangriento. Sensacionales revelaciones de un halcón fueron parte de esta campaña de desinformación. Algunos de estos textos salieron directamente de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). La historia de los usos de estas estrategias podría ser un campo fértil para comprender los límites de la democracia en México, o al menos las condiciones bajo las cuales se constituyó la opinión pública. De todas maneras, pese a algunas investigaciones notables, éste es un tema que aún anda en busca de su historiador.

¿Qué iniciativas editoriales contemporáneas responden hoy a la tradición de llevar a los estantes mexicanos ideas impresas de emancipación política y perspectiva de clase?
Actualmente tenemos numerosas iniciativas que se proponen consolidar proyectos políticos antihegemónicos. Algunas han asumido perspectivas feministas y de clase, como Bajo Tierra Ediciones. Otras han tendido a confluir con las políticas impulsadas por el gobierno de López Obrador, como la Brigada Para leer en libertad. Y también encontramos aquellas que luchan contra la homogenización cultural de los grandes conglomerados editoriales (que hoy controlan cerca del 80 por ciento de la producción), como Malpaís Ediciones.
Éstos son tres ejemplos de un ámbito que está en ebullición. Ahora no sólo hay editoriales independientes, sino también librerías independientes, ferias del libro independientes, autores independientes (que se autoeditan), hasta una crítica independiente (asociada a los booktubers); por lo que atravesamos una etapa nuevamente de contrastes: a mayor concentración por parte de las transnacionales del libro, surgen más iniciativas que abogan por la bibliodiversidad. Por supuesto, a las perspectivas de clase se le han sumado otras problemáticas, que van desde los temas antipatriarcales hasta dinámicas que tienen que ver con el cambio climático, por lo que se usan materiales con una baja huella de carbono. Pero lo relevante es que todas cuestionan las formas políticas de entender lo editorial.

Describes que uno de los problemas de este acervo comunista producido en la década de 1930 fue la distribución. A veces imprimir más no significó generar más lectores y muchos de los materiales que analizas se hallan intonsos en librerías de viejo. Este fenómeno, ¿cómo se contraviene?
Hace un rato te mencionaba que éste había sido uno de los grandes problemas para la proyección de estas iniciativas en el tiempo. Sin embargo, no sólo fue un desafío para ellas, sino que es el gran reto que enfrenta el mundo editorial desde prácticamente su fundación. Algunos editores, como Arnaldo Orfila en el Fondo de Cultura Económica o en Siglo XXI, pudieron resolverlo gracias a su capacidad, el buen olfato para evaluar qué libro tendría buena acogida y cuál era mejor no imprimir. En la actualidad, los grandes conglomerados lo solucionan con algoritmos, promoción y, sobre todo, con un lazo estrecho con el Estado. Para las editoriales de izquierda no hay muchas alternativas, aunque tienen dos grandes ventajas que cada vez han comenzado a explotar con mayor profundidad.
En primer lugar, la cercanía con sus compradores. Muchas de ellas apelan a lo local, son parte de un entramado comunitario de lectores, esto les posibilita sopesar en detalle qué se publica y sobre todo por qué se publica. Y en segundo lugar, se han aprovechado las redes políticas construidas desde abajo. Lo interesante es que en este caso, muchas veces no se limitan sólo a México, sino que las encontramos extendidas por todo el continente. Esto ha permitido compartir derechos de autor, perder el miedo al copyleft e incluso construir proyectos políticos comunes.
Por supuesto, hasta qué punto estas fortalezas son suficientes para enfrentar un mundo cada vez más competitivo sólo el tiempo lo dirá.
¿Cómo pueden los lectores adquirir y conocer tu libro, acercarse a esta historia? ¿Cómo puede esta iniciativa de conocimiento romper el conflicto de distribución que describe?
Mi libro fue editado en Estados Unidos, por una editorial llamada A Contracorriente, que se enfoca en textos que rompan con las tendencias tradicionales en la forma de construir el conocimiento. En ese sentido, recupera algunas de las prácticas que se describen precisamente en el libro, especialmente en la idea de comprenderlo como un proceso transnacional. Está disponible en la página de The University of North Carolina Press, que auspicia el trabajo de la editorial, y también en numerosos otros espacios de venta online. El uso de estas herramientas virtuales sin duda es clave para la distribución hoy en día, aunque lamentablemente en México aún los esfuerzos por parte de las instituciones universitarias no han logrado insertarlas de lleno en este ámbito.

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Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988). Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón. Twitter: @cilantrus
Imagen de portada: Periódico chileno convirtiendo en la década de 1930 a Lázaro Cárdenas, entonces presidente de México, en el nuevo depositario del desprecio de la derecha latinoamericana. Imagen recuperada por Sebastián Rivera Mir en su cuenta de Twitter.
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