«Al pueblo de Nicaragua» dedicó la periodista mexicana Rosa María Roffiel un reportaje originalmente publicado por Claves latinoamericanas en 1986, a propósito de un viaje hecho por la autora al país centroamericano entre 1979 y 1980.
El libro, titulado ¡Ay, Nicaragua, Nicaragüita!, da cuenta de la experiencia de la veracruzana ante el triunfo de la revolución sandinista, que echó abajo a la dinastía Somoza.
Como un asomo a la memoria regional, a los testimonios que la velocidad editorial y la falta de reimpresiones han ido desplazando, Altura desprendida reproduce aquí tanto el prólogo con que la autora abre la publicación, como la presentación del trabajo, a cargo de la novelista itinerante mexicana María Luisa Puga, militante del Partido Socialista Unificado de México (PSUM) y pensadora en constante discusión de las luchas políticas de una Latinoamérica forzada al intercambio con el colonialismo europeo y sus consecuencias múltiples.

Presentación, de María Luisa Puga
De Nicaragua nos han contado muchas cosas ya. Testimonios palpitantes, entrevistas, recuerdos del proceso de lucha. Con Nicaragua hemos tenido la posibilidad de presenciar y compartir una historia que se hace en el presente. Todo el que visita Nicaragua trae su versión de ella, su imagen, su necesidad de decirla.
Estas consideraciones razonables y ecuánimes tiene por objeto el permitirme ganar tiempo antes de dar rienda suelta a la emoción que este texto ha provocado en mí. Ganar tiempo para poder ordenarla. Porque no es Nicaragua lo que veo, ni es una revolución triunfante, ni hombres y mujeres que se esfuerzan por organizarse, y niños que estudian, trabajan, juegan y recuerdan con pasmosa lucidez todo. No, lo que veo con el texto es a una mujer joven viendo todo esto y entendiéndolo al mismo tiempo que lo descubre. Una mujer que al vivir en Nicaragua, trabajar allá y reflexionar en su diario, destruye en sí misma un mundo adusto y opresor que parecía ser intocable.
Cómo lo cuenta, con qué lenguaje; cómo hila lo que va a constituir una visión panorámica, seria, documentada y tierna de la historia libre de Nicaragua; desde, creo, el más profundo sentido de responsabilidad ante lo que Nicaragua le ha permitido descubrir sobre ella misma: la opresión. Es desde ahí que el texto nos permite ver y sentir y querer a una sociedad, un pueblo, una convicción que dice: libertad o nada.
Rosa María Roffiel se lo cuenta a sí misma con un azoro deslumbrado. No hay necesidad de mucho adjetivo ni de frases tortuosamente estructuradas. Es muy simple. Es. Y todo su ser se desgaja reconociendo gestos, colores, tonos, como si en su descubrimiento reconociera un México que estaba ahí todo el tiempo. Que está, porque Rosa María no lo deja atrás, lo trae a cuestas y lo extraña, lo necesita y le habla constantemente: mira, mira cómo sí se puede.
Lo fascinante es cómo todo sucede simultáneamente: una mujer que se yergue, un pueblo que se reconstruye, una escritura luminosa que nos enseña a querer, con una nueva conciencia, nuestro vivir cotidiano.
La calidad literaria del texto reside en la disposición, justamente, de las emociones, y el respeto al lenguaje, que para que no sea hueco, verborrágico (y, como mexicana, Rosa María tiene experiencia en esto último, y en lo primero también, claro), hay que utilizarlo con la minuciosidad de un relojero; con la precisión que requiere la alta repostería.
No hay un solo momento en que la emoción arrase. Al contrario, con lenguaje, Rosa María hace sentir la emoción que cimbra, no atropella. Que es energía, y no sentimentalismo. Por ello podemos presenciar cómo se produce, al leer este texto, una revolución de los sentimientos «tradicionales». Cómo se entiende el amor, la muerte, la solidaridad, el compañerismo, la independencia, el cariño. Y no es de extrañar que a Rosa María le duelan actitudes todavía tradicionales, tan arraigadas en el ser humano que parezcan naturales y a nadie se le ocurra que eso también hay que cambiarlo. Sí, hay machismo todavía; sí, hay madres aún muy posesivas; sí, hay mujeres que no han aprendido todavía a ser solidarias. En Nicaragua, digo, porque no es este sitio para hablar de las huellas que el periférico ha dejado en nuestras vidas.
Prólogo, de Rosa María Roffiel
Esta es una de las últimas páginas de lo que fue mi «Diario de no todos los días» en Nicaragua. Sobre las rayas de un cuaderno Mercurio, con el mapa de Centroamérica en la pasta, vertí lo vivido de octubre de 1979 a octubre de 1980, como periodista y como persona. De vuelta en México, al compartir con amigos algunas partes de ese diario, brotó la idea de escribir este libro. Lo que aquí se relata ocurrió realmente. Sólo tres hombres fueron cambiados.
A mí me enseñaron desde niña a no querer lo mío, lo de mi tierra, lo de mi país. Me enseñaron que todo lo que decía Made in USA era mejor. Me dijeron que ser rubia y tener los ojos verdes era una suerte y me dijeron que ser indio, y pobre, era lo peor. Me explicaron que todo eso de colores y de magia que sale de las entrañas de mi pueblo era sólo para turistas. Mexican curious, decían los mayores en mi casa, y en la casa de junto, y en la de más allá. Esa música, la de los sones, los jarabes y los listones colorados nunca fue mía. En vez de ella, me llenaron de twist y de rock y de surf. Me enseñaron que esas caras tristes, esas caras de hambre, no tenían nada que ver conmigo. Que ser huichol, ser nahua o ser tarahumara no era igual que ser mexicano. Que la miseria del campesino era sólo del campesino, así como la explotación del obrero era sólo del obrero. Que la mugre, los mocos embarrados y las barrigas llenas de lombrices y de desnutrición eran sólo imágenes para verse en el cine, la televisión o la ventanilla de algún tren. Que la política no era cosa de mujeres, ni siquiera de buenos mexicanos. Que lo correcto era tener una cuenta en el banco, comprarse un auto, comer en buenos restaurantes y lavarse el pelo con el mejor champú, como nos dicen en la televisión. Que la meta de mi vida debía ser un marido que me comprara una casa y unos niños a quienes dedicarme en cuerpo y alma, y para siempre. Me enseñaron a tenerle miedo a todo: cucarachas, ratones, oscuridad, precipicios, hombres, riesgos, armas, muerte, vida. Aniquilaron mi capacidad de violencia, mi posibilidad de rebeldía, mi derecho natural a la agresión. Me enseñaron a no saber defenderme. Me volvieron vulnerable e impotente. Entonces, un día, descubrí que toda mi vida me habían estado engañando. A los casi treinta años empecé a recorrer un camino que debí recorrer a los quince. He comenzado una restructuración de mí misma. Un doloroso cambio de esquemas, de valores y de piel. Un rescate de mi propio pasado, de mis cordones umbilicales tan lastimados a fuerza de religión, educación y penetración. Un reencuentro con mis orígenes indígenas, mexicanos, latinoamericanos. Una búsqueda de mi piel de manta, de mi sangre cálida, de mi yo moreno. Aquí en Managua, en las noches, cuando la rabia dilata el sueño, siento que eso que hicieron conmigo no voy a poder perdonárselos nunca. Pero, mientras tanto, tengo que esforzarme quince años más, tengo que desesperarme quince años más, tengo que vivirlo todo quince años más aprisa.

Todas las obras que acompañan esta entrada fueron tomadas de la colección digital del Museo de Arte Contemporáneo de Chile. La pintura que funge como imagen principal es Siete volcanes, de Nemesio Antúnez.
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