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Desmadre y nostalgia en la danza de los muertos

Hay músicas dominantes y contraflujos que se resisten a morir.

por Mariano Yberry

Es jalogüín en la Ciudad de México y entre el enorme desfile de gente disfrazada, cada año más grande, pasa inadvertido un grupo de pachuchos que viajan en metro. Parece una banda más de amigos que van a una fiesta casera para conmemorar esta celebración importada, pero realmente se dirigen al Foro Hilvana. Van al encuentro de una pequeña comunidad fanática de la ola de bandas de latin soul que desde hace un par de años llega principalmente desde Estados Unidos con cierto toque familiar que de inmediato remite a Germán Valdés y Pérez Prado, a la casa de los abuelos, a las telenovelas, al filtro amarillo que Hollywood le impuso a todo lo que esté del Río Bravo para abajo. Ahí también se dirigen seres con cierto toque chicano, de esa cultura chola que se manifiesta como una resistencia de los migrantes ante una voraz cultura nacionalista gringa. La cumbia rebajada contra el country.

La Danza de los Muertos los ha convocado. El evento comienza con una selección de cumbias y salsas puestas por un dj pachuco en toda forma: el sombrero tintanesco, el traje dos tallas más grande, la elegancia y seguridad de presumir el uso de tirantes en pleno siglo XXI, los zapatos de charol. Ahí está, mezclando en la consola bajo la luz roja neón como si fuera el Kumbala. A su lado, el pequeño escenario adornado con cempasúchil y un juguete de perrito chihuahua para dejar clara la visión gringa de la mexicanidad. En este pequeño centro también se congregan brujas y demonios, pero abundan las mujeres con faldas estrechas, peinados de pin-up, sombrero y saco. La elegancia kitsch de los ancianos bailadores que hoy todavía desfilan, los fines de semana, por Tlatelolco y Santa María La Ribera; la moda importada de quienes en tierras extranjeras se quisieron meter a fuerza a la cultura del big band, pero lo hicieron con los recursos que tenían a la mano, como una parodia que definió un estilo propio tan notorio que hasta intelectuales tan snobs como Octavio Paz lo vieron; los incómodos de abajo que pagaban en dólares; los del espanglés misterioso y el olor a colonia barata; los del degenere rumbero y con estilo, los que lo mismo bailan swing que mambo. Todo sigue vivo en 2024.

Frente al escenario, expectantes, respiran dos hombres calvos con barba de candado, camisas de franela (también dos tallas más grandes) y la parafernalia de la joyería que, junto con las bermudas y los tenis, definen la moda chola. Llegaron para disfrutar, en primera fila, a los anfitriones de La Danza de los Muertos: Tito Ramírez y Jason Joshua.

Si confías en tu público, déjalo cantar.

Los presentes no respondieron a la convocatoria de un concurso de disfraces porque no la hubo. Este performance de elegancia y nostalgia no es parte de un código de etiqueta que promovieron los organizadores. Responde más bien a una ola de artistas estadounidenses que desde hace un par de años han apostado por el soul y por una diversidad de ritmos afrocaribeños con una estética que remite a una mexicanidad agringada. Son artistas de ascendencia mexicana o que crecieron en contextos gringos latinoamericanizados de California que, en combinación con escuelas musicales provenientes del motown, el R&B y el soul, han encontrado en México una audiencia ávida de vivir en otros tiempos, ansiosa por el romanticismo soulero en tiempos de trap y corridos tumbados.

El dj pachuco lo sabe, conoce a su público y lo mismo pone Gigante de hierro, de Grupo Soñador, que Low rider, de War. Va entre las cumbias sonideras y la salsa dura neoyorkina. Ambienta la espera del primer guitarrazo con voces angelicales como la de Joey Quiñones, uno de estos intérpretes que han puesto de moda las suaves baladas rocanroleras. Con viejos trajes marrones va por la vida el oriundo de Los Ángeles cantando:

Well, I’ve been seeing you around, baby
Far too many times, baby
Holding hands with what’s his name
You know I never really cared for what’s his name
You know I’ve tried to see through the heartache
Nothing seems to shine my way
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La suavidad de esa voz y su estética remiten a películas como La Bamba (Luis Valdez, 1987), pero también un poco a Los Panchos. Quiñones, junto con The Sinseers y The Altons, realizó la Posada Soulera en diciembre del año pasado en el legendario Salón Los Ángeles, mismo que desde hace un par de años presta a bandas de rock sus instalaciones en la Guerrero. A pesar de la fecha, el lugar se llenó de papel picado como en Día de Muertos. Las máscaras de luchadores también se hicieron presentes entre los músicos aquella noche. La fusión de visiones culturales terminó de amarrar con la presencia del sonidero punk mexiquense Son Rompe Pera.

Unos días antes de la posada, se armó una prefiesta en el Foro Hilvana. Quiñones guardó su Epiphone y armó un dj set de vinilos de puro rocanrol, soul y uno que otro chachachá. Puro acetato de 45 revoluciones guardado en una cajita de viejo peluquero. Previo a ello, se proyectó la película Zoot suit (el mismo Valdez, 1981), un clásico de la cultura del pachuco, musical surreal lleno de un espanglés difícil de seguir que narra el viaje interno de Henry Reyna en un contexto de pandillas de ascendencia mexicana en Los Ángeles. En aquella ocasión, una vez más, el lugar se llenó de trajes enormes, sombreros con plumas, faldas estrechas y labiales rojos extendidos en las bocas de jóvenes que nacieron en la era del caset o el disco.

En el repertorio que el dj pachuco preparó para la Danza de los Muertos suenan otras bandas de esta oleada soulera que comparten la lírica sencilla y cursilona con esa estética chicana que fusiona un domingo familiar a la mexicana y una carne asada a lo Rápidos y Furiosos. Una de ellas es Thee Sacred Souls, provenientes de San Diego y con un éxito comercial que los ha llevado a tocar en Lollapalooza y el Festival de Jazz de Montreal. También suenan Los Yesterdays, oriundos de Altadena. En el calentamiento se cuela uno de sus primeros sencillos, Nobody’s clown, cuyo video suma más de 17 millones de reproducciones en YouTube, todo un hito para un género rezagado en las listas de popularidad y uno de los golazos más importantes de Daptone Records, productora especializada en revivir ritmos de las décadas de 1950 y 1960, junto con otras disqueras, como Penrose. En el video de esta canción vemos la historia de desamor de un payaso cholito que nuevamente aboga por el estilo musical del romanticismo rocanrolero del medio siglo XX:

I’m sorry if I treated you badly
I only wanted to love you madly
If you came back I’d take you back gladly
But that’s not going to happen, sadly
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se lamenta el protagonista en una obra monólogo llamada El Triste, a la que acuden otros títeres cholitos.

Tras esta introducción, los músicos toman sus posiciones, perfectamente trajeados (el baterista usa gafas oscuras que lo hacen ver como uno de los Blues Brothers). El rito empieza con un swing tocado con el tom de piso. Tamborazos que convocan al dj pachuco al escenario, mientras el público se emociona frente a las luces multicolor: “Carnalitas y carnalitos, ¡bienvenidos a la Danza de los Muertos!”.

Segundos después, Tito Ramírez sube al escenario extendiendo su capa como si estuviera a punto de hacer un acto de magia. A su lado, bailarinas a la Tongolele. Saluda y comienza el show. Se balancea con el micrófono frente al extasiado público y las mujeres sueltan gritos en completo frenesí, como si estuvieran viendo al mismísimo Elvis Presley mover la cadera y cantar Heartbreak hotel. La canción inicial es un rocanrol de manual bien ejecutado. Pero luego viene el choque cultural.

La tradición de la ruptura.

“Yo soy el emperador de Perversia y he venido a conquistarlos. ¡Ustedes han sido conquistados y deben obedecerme!”. El Hilvana se queda en silencio ante la polémica afirmación de este español. Lo que parecía una buena idea para invitar al degenere se convierte en un momento incómodo. Atrás de mí se escucha un contundente: “Nunca”. Pese al tropiezo, insiste: “Algunos me ven como si no fueran culpables, pero aquí todos somos culpables”. Ahora el silencio es murmullo molesto por la estúpida e innecesaria referencia al mestizaje.

El desencuentro termina cuando comienza el cencerro introductorio de Culpable, un bugalú pegajoso a pesar de ser interpretado por un músico europeo. Esta extraña mezcla de un género que se cree que nació en Nueva York, inspirado en la tradición afrocaribeña de Cuba, cantado por un español, es un piso más en esta torre de mezcolanzas culturales que combina con los mexicanos que celebran el Día de Muertos con referencias al Mictlán y simbología católica, disfrazados de calabaza. Pero nada nuevo bajo el sol: aquí en México se consolidó el mambo traído desde Cuba como una reinterpretación jazzeada del son montuno y se volvió una sensación hace casi 100 años, en un contexto donde la modernización impulsada por el gobierno para enterrar los vestigios de la Revolución llenó esta misma capital de cabarets. En Nueva York, migrantes caribeños crearon la salsa dura y el bugalú combinando inglés y español. Se inventaron lenguajes comerciales, sí, pero efectivos para convocar a quienes saben que quien no tiene ganas de mover la cadera con una clave o está muerto o es un gringo. El gozo rumbero es algo que el espíritu anglosajón necesita transformar en un rock para medio entenderlo. Algo muy nuestro, pero también muy suyo. Como una marquesita con Nutella. Una identidad de muchas identidades, como los diferentes Méxicos que se viven en México y en el mundo.

“El barrio no es un lugar, es un sentimiento”, lanza Tito Ramírez antes de iniciar otro bugalú, llamado Pa’l Barrio. Quizá, toda esta mezcla de expresiones culturales amasadas en ritmos guapachosos y provocadores se explica con esta sentencia. Pero también, quizá, la explicación sobra y nomás se necesita moverse de un lado al otro. El show continúa con un poco de chachachá, otro bugalú, un poco de garage (más cerca de Los Locos del Ritmo que de The Sonics) y un twist. Ya en estos tiempos es escasa la juventud que se trepa a estos ritmos con maestría, pero eso no impide que una pareja se la pase bien bailando mal un boogie woogie. Otras asistentes apuestan por lo seguro, por los pasitos de buzo y la agitación de caderas y manos como en aquellas danzas que remiten a una joven Silvia Pinal en completo éxtasis frente a las cámaras de cine que la inmortalizaron. Los gritos no frenan. Como en aquellos tiempos de cabarets y redadas moralistas, aquí se invoca al diablo a través de la influencia afrocaribeña: suena el Mambo 666. Esta canción forma parte de esos géneros profanos que seducen a los pecadores y despiertan la frenética necesidad de perder las formas con el gozo corporal en el desenfreno del baile que agita cada hueso y sacude cada músculo; el ritual de provocar las bajas pasiones con ritmos sincopados, el degenere que asusta a dios y que hoy ha evolucionado, también con la guía del Caribe y con sus marcadas diferencias, hasta el perreo más indecoroso.

El mago se despide y deja al público ya un tanto borracho, lleno de sudor y con ganas de más baile. Para ello entra el mismísimo Jason Joshua. Este boricua, que en más de una entrevista ha tenido que aclarar que no es mexicano, se hace dueño del pequeño escenario. Completamente de negro, baila, hace lagartijas, brinca y se estira para provocar a su público. El show abre su fuerza con Language of love, una especie de motown que introduce a la mismísima Voz de Oro. Sigue con Se acabó, uno de sus hitazos de latin soul que canta con suavidad mientras agarra un cempasúchil falso para seducir a sus fans. Refrenda el porqué de su apodo y aquí es donde uno ya no sabe si está viendo a un imitador de James Brown o de Juan Gabriel.

Jason Joshua hace gala de su talento vocal con baladas como I don’t care y Poor boy. Celebra la reciente victoria de los Dodgers y agradece que decenas de personas estén hoy reunidas para escucharlo tocar música de “viejitos”, mientras en la ciudad abundan las fiestas ambientadas con Peso Pluma y Feid. Habla con su público como si fuera el encuentro de viejos amigos. Este compa no se siente emperador, no viene a lanzar juicios: es un artista, el maestro de ceremonias de la Danza de los Muertos y el anfitrión de una catarsis colectiva.

Patrocinios, festejos, eclecticismos.

El par de cholos que lleva ya un rato frente al escenario canta con pasión y sigue cada una las piruetas de Jason Joshua. Uno de ellos está fuera de sí, en completo trance. Yo creo que está reescribiendo Naked Lunch en su cabeza o que tiene un dejavú de una vida pasada en la que hoy, otra vez, anda metido a través de la misma música que pudo haberlo cautivado tiempo atrás en esta ruleta del karma y el dharma. En medio del trance, y a pesar de esa facha de rudos, estos hombres no pueden controlar sus pies cuando Joshua rumbea en el bugalú Forget it:

Oye, negra
Me tienes obstinado
Me sube la bilirrubina demasiado
Ay, qué lío me tienes
Y me deja abandonado
Ojitos canela
Me tienes colocado.

El romanticismo de la Voz de Oro remite tanto a Al Green como a Agustín Lara, con una mezcla de rocanrol y rumba que agrupaciones como Los Zafiros perfeccionaron. Un soul bolero o un rock huapangoso, como sushi de pastor. Apropiarse de lo apropiado por la blanquiza gringa cuando escuchó un blues eléctrico y agringar lo que nació en La Habana como una reinterpretación de la herencia africana.

El show cierra con todo el Foro Hilvana coreando un durísimo R&B:

Fría
The world can be so cold
La vida es fría
Her heart is turned to stone
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la balada que lo llevó a dar la vuelta al mundo (según sus propias palabras). En esta canción, Joshua canta por la falta de amor: ya nadie quiere hacerlo mejor, nadie quiere quedarse. Son tiempos fugaces de cine de 30 segundos y canciones con fecha de caducidad. El melodrama básico de cualquier telenovela de las nueve o del chisme de los amigos recién divorciados que nos transforman en aprendices de Pati Chapoy. Inmolarse en las promesas del amor romántico porque sólo así la vida no es una desolada tundra donde uno muere resignado.

La Danza de los Muertos cierra en las primeras horas del 1 de noviembre. Los asistentes pasaron del jalogüín al Día de Todos los Santos entre bugalú y rocanrol, entre la emulación del baile donde los abuelos bailaron su primer mambo y el performance de escuchar música vintage y usar un celular para grabar un TikTok; entre el flujo del español, el inglés y el espanglés de los pachucos y los cholos en tiempos de anglicismos digitales abundantes. Es una pequeña comunidad que comparte códigos, se identifica con expresiones artísticas que toman un poco de aquello y del otro para describir su realidad; identificarse con un extraño que pone las palabras que uno no puede decir es parte de la magia de la música. Ese sentido de pertenencia que trasciende la geopolítica y el formalismo y que congrega a migrantes en tierras hostiles y a románticos empedernidos que sienten que se equivocaron de época. La búsqueda de conexión por la que se mezclan idiomas o se ponen altares para recibir visitas de ultratumba en un collage de simbolismos y rituales. La combinación de distintas expresiones culturales que rebasa las leyes y el deber ser de la historia. El tufo de mexicanidad agringada, las experiencias colectivas y una semiótica compartida por encima de la nacionalidad y el entorno político. Como un jalogüín en la Ciudad de México, pues, o un paste de pepperoni. Esa sensación de familiaridad, pero al mismo tiempo algo como ajeno que embona muy bien. Como la certeza de que, en estos momentos, un músico callejero pasará de cantar La llorona a And I love her en alguna plaza pública mexicana, contradicción tan familiar en tiempos en los que los migrantes latinos reniegan su identidad para ser hispánicos, greit ligal citizens de los unaited, en una desesperada maniobra de ascensión social y aspiracionismo hacia la blanquitud anglosajona, todo bajo la bendición de la Virgen de Guadalupe. Como una guayabera con detalles de pokemón.

La lucha es libre y la vida es dura, desleal.

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Mariano Yberry. Bluesero errante entre la música y el periodismo.
Instagram: @yberry

Todas las fotografías que acompañan este relato periodístico fueron tomadas por el autor.

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