a Marduck Obrador Cuesta (1974-2021)
por Víctor Hugo Juárez Herrera
En los últimos años de su vida, a Marduck Obrador Cuesta se le podía ver como al capitán de una vieja embarcación en el camarote de su librería, Los Argonautas, en Xalapa: ante la mesa atestada de libros, revisando cuentas o registrando las nuevas adquisiciones en el inventario; en la parte posterior, jugando backgammon en un grueso escritorio colectivo, o en alguna de las mesitas de la cafetería, leyendo.
La comparación no le hubiera sido ajena, pues para él el oficio del librero era algo marítimo, parecido al trabajo del navegante (a veces, del detective) que surca enormes distancias en busca de joyas y tesoros, en ocasiones en territorios ignotos y no siempre con la seguridad de hacerse del botín.
La muerte de un librero no suele ser motivo de tantas elegías como la muerte de un escritor —aunque al primero bien se le podría considerar como fundamental para recordar y celebrar al segundo—, pero para quienes conocimos a Marduck la distinción parece irreal: no sólo se trató de un gigante gentil (corpulento e imponente de complexión), sensible y generoso, siempre dispuesto a recomendar o presumir parte de su acervo, sino también de alguien que llevó el oficio de seleccionar, conservar, adquirir o reeditar libros para su venta a alturas o profundidades artísticas.

“Yo soy el primer librero de la familia, el primero con esta vocación: siempre que iba a casa de mi abuela, en Xalapa, era encontrarse con el librero de don Néstor Cuesta, mi abuelo, para investigarlo”, me relató en febrero de 2020, antes de que hablar de confinamientos y contagios se volviera tan cotidiano y, con el anuncio de su muerte, tan desconsolador. También fue la última vez que nos vimos.
Como muchos, lo conocí en alguna de mis andanzas por las calles xalapeñas desde que Los Argonautas era no el elegante camarote que actualmente asemeja, sino un estrecho pasillo con un par de estantes donde ya se notaba su mano afortunada para exhibir tomos magníficos. Quise ser su amigo y tal vez conseguí ser un cliente ocasional (por vivir en otra ciudad) pero persistente. Las últimas veces sentí que había logrado incitar cierta camaradería.
Busqué entrevistarlo cuando me enteré de que su pasión libresca provenía también de su parentesco con el poeta contemporáneo Jorge Cuesta (1903-1942), autor del complejo y evocativo “Canto a un dios mineral” e impulsor de la crítica literaria en México. Obrador Cuesta dedicó parte de su trayectoria a estudiar las “elucubraciones evanescentes” del célebre cordobés, su tío o medio tío, de quien incluso seleccionó y prologó obras para una colección del gobierno de Veracruz, publicada en 2013.
“De alguna manera estamos vinculados (Jorge Cuesta y yo): él como creador extraordinario y yo con las acciones de la librería, que es otro tipo de escritura”, me dijo.

La cercanía con las letras no se limitó a la palabra impresa: Marduck fue discípulo predilecto de Sergio Pitol, así como de Hugo Argüelles y Mónica Lavín, entre otros, en la escuela de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), amigo estrecho del poeta y ensayista Luigi Amara y figura reconocida y reconocedora del ambiente intelectual de la capital veracruzana, cuna de algunos acervos extraordinarios que en no pocas ocasiones terminaron en sus manos. Pero, en definitiva, el eje de su producción vital, la quilla de su navío, fue Los Argonautas, un espacio que albergaba, según las cifras que me compartió en nuestra entrevista, más de 14 mil volúmenes en un espacio de 140 metros cuadrados dentro de una casa xalapeña típica. Esta “bibliofilia apasionada”, el lema con que acompañó cada acción de la librería, la llevó a convertirse en referente de “Estridentópolis” en poco más de diez años.
En 2010, Los Argonautas se hizo a la mar con su colección personal, integrada por ejemplares de literatura mexicana e historia de México, pero venturosamente también con el rescate de 700 ejemplares de la biblioteca de un célebre exiliado español (padre de un conocido académico mexicano cuyo nombre, con un celo característico del librero competitivo, nunca me compartió), tras enterarse de que serían demolidos junto con la vivienda del refugiado, ubicada en Polanco.
Éste fue el primero de muchos encuentros afortunados que siguieron, fortuitos o no, en la carrera del argonauta, no exenta de episodios rocambolescos para adquirir un título deseado: por ejemplo, cuando se hizo de un libro de preceptos del jesuita Antonio Núñez de Miranda, publicado por una de las imprentas más importantes de la Nueva España, la Viuda de Bernardo Calderón, en 1667.
“Llegué literalmente a rastras (al libro): la persona que me lo había ofrecido en Xalapa era una mujer muy singular, físicamente era estrambótica y tenía mesas para practicar magia negra. Quien había sido dueño del acervo fue un estudioso de la heráldica y tenía esos libros magníficos en unos libreros llenos de polvo”, recordó durante nuestra última conversación.

Luego arribaron otros títulos igual de valiosos: Varón de deseos, de Juan de Palafox y Mendoza, de 1642, una obra de intenciones místicas; y una Historia de la conquista de México de Antonio de Solís, publicada en 1704 en Bruselas por el impresor Francisco Foppens, con broches metálicos y grabados desplegables.
El encuentro con cada uno de estos títulos le podía llenar de una emoción casi infantil, con la que inevitablemente se expresaba. Así me relató la adquisición de parte de la biblioteca de Salvador Elizondo, con títulos dedicados al narrador por parte de extraordinarios escritores, como Emiliano González y Juan Vicente Melo. Dentro de ésta, la existencia de un ejemplar de Los senderos ocultos, de Enrique González Martínez, publicado en 1911 en Mocorito, Sinaloa, donde el autor dio a conocer por primera vez el poema “Tuércele el cuello al cisne…”, que Marduck recitaba casi de memoria. El libro perteneció a la madre de Salvador Elizondo, Josefina Alcalde, y está dedicado por el propio González Martínez.
Pero esta avidez que podría confundirse con avaricia siempre fue con el propósito de excitar el encuentro del libro con un lector, de conservar acervos y cachos de historia cultural que de otro modo habrían desaparecido para siempre y de hacer de Los Argonautas su gran dique contra la obsolescencia. Así lo decía:
“Los libreros somos un dique ante la obsolescencia programada, aquí lo que prevalece es la persistencia del tiempo en los libros”.

El pasado 17 de julio me enteré de su muerte por covid-19. Gracias a Luigi Amara, a quien visité un par de días después en su librería La Murciélaga, en la Ciudad de México, supe que otra de sus grandes pasiones era la botánica, misma que saciaba en su casa dentro del municipio contiguo de Banderilla. Como buen marinero, gustaba de hacerse a la mar, visitando la playa de vez en cuando en compañía de sus hijos: así lo muestra la última foto que publicó en el perfil de Twitter de Los Argonautas.
Pregunté a Amara cuáles eran sus ideas sobre el futuro de este buque sin capitán:
“Muchas veces tendemos a creer que ciertos proyectos culturales están muy relacionados con una persona, y que de algún modo son inseparables. Y luego, quizás no. No siempre es fácil, pero idealmente algo que él construyó, que ha dejado a la ciudad, un buen homenaje sería continuarlo, retomarlo, aferrarse por ver de qué manera siga viva la librería Los Argonautas”.
Será difícil regresar a Xalapa sin tener la expectativa de saludar, aunque sea brevemente, a Marduck Obrador Cuesta. Pero ya el buque navega aguas muy profundas y es imposible devolverlo a la costa, y esa imagen suya en el camarote está tan viva como para recordarlo en cada visita a Los Argonautas, en cada encuentro con un libro y en cada taza de café. ¡Hasta siempre, marinero!

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Víctor Hugo Juárez Herrera (Coatzacoalcos, 1992). Periodista veracruzano. Becario de la décima promoción de la Fundación Antonio Gala en Córdoba, España (2011-2012), y actual estudiante de maestría en ciencia política. Promotor del excepcionalismo xalapeño.
Todas las imágenes fueron tomadas de las redes sociales de la librería.
Es una triste noticia la partida de Marduck, un gran conocedor de buenos libros. Descanse en paz.
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