por Roberto Abad
El viaje vertical al que acudimos –con suerte– cada noche, en este mundo ha recibido el nombre de sueño.
No hay que discutir terminologías. Se trata de una extensión de nuestro pasado primitivo, que nos enlaza estrechamente con ciertas especies; un punto insalvable al que vamos a parar todos en algún momento, donde no se trata mejor a unos que a otros, y en el que se configura una experiencia individual y colectiva a la vez.
A ojos cerrados (Lengua de diablo, 2019) reúne una serie de relatos breves que constatan la existencia de este territorio. Si bien su autora, Danaé Venegas (Tepic, 1988), sugiere una lectura al ofrecer las secciones Las pesadillas y Los sueños como universos antagonistas, los textos dialogan con una misma noción: la crueldad que despoja el inconsciente puede trasladarse a la realidad y proyectarse en hechos que, una vez efectuados ante varios ojos, pierden la virtud de ser intransferibles. Porque sólo quien sueña sabe lo terrible que es la pesadilla; pero si la pesadilla atraviesa el espejo ya no hay frontera, el tiempo es uno y el viaje adquiere otra consistencia.
Eso explica de alguna manera por qué en cuentos como “La muerte escondida”, “Sangre pura” o “El templo caído” los protagonistas regresan a la vigilia obligados ya no por un impulso biológico, sino por la necesidad de enfrentarse a lo que creen que es el mundo tangible, que entonces es difícil distinguir. Los sueños son, en ese sentido, un estado de preparación de los personajes para apoderarse de su destino, sin importar cuán atroz sea: no hay manera en que puedan retroceder o huir de él. La flecha avanza, no se desvía de su objetivo. En la página 14, la narración apunta: “Te despiertas y sabes que ha llegado la hora”.

Si nos apropiamos de este supuesto, debemos asumir entonces que la narrativa de Venegas plantea dos escenarios: o nada es sueño o todo es pesadilla. Así, la experiencia de lectura nos lleva a una serie de descubrimientos que permiten reconocer las obsesiones puestas en juego: el cuerpo como lugar de transmutación (“se confió y en medio de un sueño cientos de hormigas se abrieron camino por su pecho; se despertó; corrió a buscar la navaja; las mató a todas”, p. 6), la herencia y los lazos familiares como una condena (“por eso decidí no comentarle a nadie lo que pasaba en casa de mi abuela; no quise hablar de la sangre que veía escurrir del grifo cuando entraba en su baño, ni del rostro que me devolvía el espejo de su habitación”, p. 22), y la búsqueda de la identidad (“María Plantillas decía el acta que nunca leería. Nació con los pies unidos al suelo, incapaz de mantener los zapatos puestos”, p. 42).
Es esta última, la identidad, acaso la fuerza que atraviesa los 19 relatos. Aunque se muestran ciertos arquetipos (la vendedora, la niña, el maestro), la mayoría de los personajes carecen de nombre, y con esta decisión Venegas parece delegarnos una responsabilidad. En la página 42 se lee: “el nombre, dicho en voz alta, se vuelve sentencia”, y en la primera escena del cuento “Agua”, donde un personaje le pregunta su nombre a otro y éste no puede dárselo, el primero pregunta: “¿es porque no me conoces?” Y el otro: “no, es porque, teniéndolo, me definirías”.
Ante quiénes estamos es un misterio. La información existe pero está velada para los lectores. Acaso la verdadera deuda es aceptar que ese yo desvanecido, sin carta de presentación, se pronuncia a favor de la ambigüedad que desatan los sueños, donde no hay precisión, no existe la certeza, el paisaje pierde la definición de su fondo.
Este recurso, que pone al frente la estructura de los relatos, permite reconocer la intensidad y los márgenes de los argumentos; casi con un afán de despojo, se enuncia lo elemental de la acción –“Abrió los ojos. Estiró las manos…”– con frases cortas y contundentes que, al llegar al punto final, generan una sensación de engañoso silencio.

No es fortuito percibir un eco de la voz narrativa de “Árboles petrificados”, de Amparo Dávila, recorriendo algunas páginas de A ojos cerrados, cuando la segunda persona se apodera de la trama en busca de un esplendor poético. Con una capacidad notable de brevedad, la escritora nos sitúa en el centro de la vida de seres con motivaciones de raíz extraña: una mujer que se sabe presa de un instinto carnívoro; un incauto que desvía su rutina para comprar carne de conejo; una joven que se lanza a la búsqueda de un unicornio salvaje.
Danaé Venegas, maestra en artes y literatura, recoge las inquietudes de narradoras latinoamericanas del siglo XX –como Silvina Ocampo o María Luisa Bombal– que hicieron de lo insólito una forma de interpretar su presente. La zona a la que nos permite asomarnos en éste, su primer libro, no es menos feroz. Algo ha de decirnos.
***
Roberto Abad (Cuernavaca, 1988). Escritor y músico. Orquesta primitiva (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) es su primer libro de cuentos brevísimos. Premio Nacional de Narrativa de los XI Juegos Florales Ramón López Velarde. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2018-2019).
Twitter: @ROA07
Imagen principal: Remedios Varo, Insomnio II (1947), tomada de remedios-varo.com
1 comentario