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Historia de un corazón: una antología mínima de Elvio Romero

Muestra general de la obra lírica del poeta paraguayo.

La dolorosa segunda mitad del siglo XX paraguayo —cuyas dificultades se gestaron en la Guerra del Chaco y la Guerra Civil de las décadas de 1930 y 1940, para desembocar en la prolongada tristeza persecutoria del régimen de Stroessner— tiene un testigo lírico de verso terroso, «ultraterrícola»: Elvio Romero.

Nació en 1926 en Yegros, una pequeña localidad paraguaya a unos 230 kilómetros al suroriente de Asunción. Muy joven entró en contacto con la Generación del 27 española, que agrupa a Vicente Aleixandre, Miguel Hernández, Luis Cernuda y Federico García Lorca, entre otras voces a caballo entre la vanguardia lírica y la denuncia política.

El trabajo de Elvio Romero —obligado al exilio como Rubén Bareiro, Augusto Roa Bastos, Carmen Soler y tantos otros paraguayos— fue celebrado por algunas de las más importantes conciencias poéticas de su tiempo: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el español Rafael Alberti o la chilena Gabriela Mistral, entre otros.

Fue Alberti quien, desde el exilio compartido en Buenos Aires, motivó sus primeras publicaciones, que terminaron conduciéndolo a la prestigiosa firma Losada, entonces uno de los focos centrales de la literatura latinoamericana.

Expulsado, como Roa Bastos, por la Guerra Civil de 1947, no volvió a su natal Paraguay sino hasta 1989, cuando Alfredo Stroessner fue derrocado por una conjura militar. En 1995 volvió a radicarse en Buenos Aires, como agregado cultural de la embajada paraguaya en Argentina. El cargo lo ocupó hasta poco antes de su fallecimiento, ocurrido en 2004.

En esta muestra general de su trabajo, Altura desprendida ha procurado citar al menos un poema de casi todos los libros de versos que publicó Romero, con excepción del apartado de inéditos y del Libro de la migración (1958-1964), de naturaleza de largo aliento que elegimos no fragmentar.

Todas estas líneas fueron tomadas de las Poesías completas en dos tomos que, en 1990, editó el sello Alcándara en Asunción.

El histórico centro de Asunción, con su templo emplazado a unos cuantos metros de la ribera del río Paraguay. La catedral, de Ignacio Núñez Soler.

Hospital de campaña

Vocación de la muerte
por huellas de vendajes o por lienzos
con pétalos de yodo permanente.

Lava el tiempo
su soledad de grietas y quebranto.
Las balas se apresuran y se alertan
por laberintos altos.

Rechazada la muerte por la dura
tenacidad y fe de los heridos
—»¡Dadme la vida —dice— y proyectiles,
que aquí late el ahínco!»

Los heridos reclaman sus fusiles
y con vendas y yodos y jirones
ocupan las trincheras.

El día pasa dibujando montes.

de Días roturados: poemas de la guerra civil, Paraguay 1947

Versos a…

Mañana volveré por mis arroyos,
me enfundaré en sonoras vastedades
de cielos y labores,
mañana volveré por desdobladas
capitanías de granos
—dentro de un grano fecundado al viento—,
veré, trajeado de vapor, rocíos,
surcos brillantes,
bríos de la tierra.

Y atrás quedarán todos los sollozos
—sus regadíos de diluvio níveo—,
estos anchos recuerdos, desolados,
ofuscando mi frente,
atrás lo que nos hiere,
atrás este bramar entre hendiduras.

Sonaré a sembradura,
a hierbas apretadas en la boca;
marcharé entre marañas
de crines sacudidas por la lluvia,
hasta cazar crepúsculos y pájaros,
levantaré en la mano una aromada
lujuria de amapolas.

Déjame ahora aquí,
con mi pasión y fulgor despiertos;
déjame esta costumbre de cavar con los dientes
en el amor y el odio, en estos años
de trueno deshojado y polvoriento.

Por ahora, sólo por ahora;
ya alguna vez podré cantar distintas
canciones en la tarde,
canciones que celebren
con el más simple amor la nueva vida.

Alguna vez podremos
reposar entre hierbas perfumadas
y yo me iré cantando entre arreboles
y alteraciones de clavel y lumbres.

Mañana volveré por mis arroyos
¡y he de calzarme flores
y un vendaval me lustrará la frente!

de Resoles áridos (1948-1949)

Los niños tristes

Nacieron para no ser gastados
en la joven pradera tenue de la alegría,
para no usar jamás sus sonrisas de niños,
puestos aquí tan sólo
con una devoción de nocturnos asombros
y una tenaz faena de escuchar el desierto.

Andan sobre las tierras
inhóspitas, turbadas de sed y sequedades
—¡inmemoriales tierras de dios y del silencio!—,
avanzan taciturnos
—todo el aire un cordón cayendo a plomo—
como sobrevivientes
de la impiedad, del odio, las catástrofes…

Abrumados, lacónicos,
con la rota crudeza de la vida
oreándoles el pecho, toda su estrellería
nublándose de pena,
cansados, tristes, desgastados,
¡vencidos, con un pobre corazón de ancianía!

Y resultará inútil
interrogar a estos rostros de piedra,
echar la sonda en estos pozos ciegos
que a flor de nivel llevan sus aguas calcinadas;
difícil es hablarles
si desde el mismo día lejano y sin memoria
en que nacieron
usaron del mutismo como razón de vida.

Salen por los caminos
desahuciados, de las chozas que el viento
ladeó en su inclemencia;
vienen así, cansados, como si fueran siglos
los pocos años que en los hombros llevan,
como si allí se hubiera desmoronado el tiempo
o no hubiera más tiempo que el tiempo de la muerte;
¡vienen por un paisaje oscurecido
en un aprendizaje de pasos cautelosos
y una calve perpetua de silencio ancestral!

Inmemoriales sombras
de vejación perenne y de castigo
les frunce el tallo joven de la sangre inocente,
y antes de arar el sueño cosechan mies amarga,
trajinan viejo polvo de recodos perdidos
y el turbulento sino de una vejez temprana
les adelanta al rostro los surcos implacables.

¡Debieran despejarse
de sombras que en la sangre les recuerda
los crueles castigos a ciegas soportados!

Y entonces sí, tranquilos y remotos,
en el dulce sosiego lunar de los naranjos,
podrán verse en el ancho
calor de las sencillas arboledas,
en el ojo obstinado de un perro pueblerino
y en el río de los ciclos solares.

¡En tanto se les barra
los amargos ultrajes que labraron sus frentes!

de Despiertan las fogatas (1950-1952)

Planos de fatiga y el corazón al centro, un trabajo sin nombre de Rosana Paulino.

El cegador de alondras

Punza el ojo del pájaro. Y al verse
trémulo como un sol que se derrama,
vuelca la sangre en combustida llama
como si él mismo fuera a enceguecerse.

Su faena es cegar aves boreales
que a la celda le acercan desde afuera,
presumiendo que así se les altera
la voz, en cascabeles musicales.

Cuando un sol de jarabe desafía
la quietud de los montes cenicientos,
él se anuncia con tardos movimientos
yendo al encuentro del fulgor del día.

¿Le viene e otros años camineros
ese afán de cegar un cristal vivo?
Esas urgencias de arrebato activo:
¿le brotaron de andar por los esteros?

«Canta mejor la alondra enceguecida»,
pretexta al embozarse en su faena,
para mirar después que se le llena
de alevoso temblor la mano ardida.

Se le siente vivir con gesto artero
de quien vive sujeto a un orificio,
cautivo antiguo de su antiguo oficio,
de sus propias penumbras prisionero.

Comienza el rito: toda la camisa
se le emociona al sujetar al ave,
siente en los dedos un temblor suave,
hiere una leve sombra su sonrisa.

Un alambre candente es su herramienta,
que al rojo vivo se le entrega ardiendo,
aunque ve que el amor se le va yendo
de la mano, al crisparse en su tormenta.

Después la alondra enceguecida canta,
ya un aluvión sonoro, una vertiente
que ilustra con sonidos la corriente
del viento, que en sus alas se levanta.

Y él es todo recuerdos; sus destellos
lo vuelven al muchacho caminero,
que ayer por el atajo naranjero
aprisionaba al mundo en sus cabellos.

Punza el ojo del pájaro. Y al verse
trémulo como un sol que se derrama,
vuelca la sangre en combustida llama,
como si él mismo fuera a enceguecerse.

de El sol bajo las raíces (1952-1955)

Por qué

Por qué no habremos de querer nosotros
lo que nunca quisimos; por ejemplo, una casa
sobre el remanso de un río,
con camalotes en sus costados,
con sus ventanas en regocijo.

Por qué no habremos de escuchar nosotros
lo que la noche escucha; por ejemplo, una sombra
que nos sirva de abrigo,
que allí muera misteriosamente
asumiendo el color de sus dominios.

Por qué no habremos de pisar nosotros
lo que jamás pisamos; por ejemplo, un sendero
con olorosos racimos,
con una hoguera que allí se encienda,
con grandes lluvias que nunca vimos.

Por qué no habremos de sonar nosotros
con un eco que suene; por ejemplo, un murmullo
que tiemble en el sonido,
el que responda a las preguntas
que junto al fuego recogimos.

Y porqué no buscar siempre
lo que es parada en un camino,
lo que hay de otoño en un verano,
lo que hay de ardiente en lo más frío,
lo que es sonrojo en unos labios,
lo que es Recuerdo en el Olvido,
lo que es pregunta en la respuesta,
lo que es jadeo en un suspiro,
lo que es vital de esa alegría,
de esa tristeza en que vivimos.

de De cara al corazón (1955)

La violencia que nos trajeron

Y aquí estamos de nuevo todos
desvelando las carreteras,
los que tienen los ojos claros,
de agua marrón o azul luciérnaga,
los que salen de las marañas
enfebrecidas de la selva
y los hombres de las llanuras,
donde el verano es como cera
derretida bajo los troncos
purpúreos de las arboledas,
los hombres de tierra adentro
y los hombres de las fronteras.

El odio y la violencia muerden
desde hace tiempo estas arenas,
enloquecen los animales,
traen veneno a las praderas,
hacen oscuras las surgentes
y a nuestras reses parturientas
retorcerse sobre su vientre
abominando lo que engendran;
el odio que todo cubre,
la violencia que todo quema,
la violencia del enemigo
que nos vuelca en las carreteras.

Y allá están los enterradores
con su opresión y sus violencias,
agraviando nuestros palmares,
saqueando nuestras cosechas,
abriendo al extranjero toda
la grave y amarga madera
de las puertas de nuestra patria,
que es como la casa materna,
como la casa donde mañana
levantaremos nuestras fiestas.

La violencia que nos trajeron,
la que ordenaron desde afuera,
tiene presagios rencorosos,
deja ceniza en las ojeras,
oprime los ojos del día
y ha soltado en la noche cadenas,
destrucción, castigo, muerte,
duros agravios, dura afrenta,
y hace que estemos aquí todos
desvelando las carreteras.

Pero llevamos entre las manos,
que han de lavar las horas negras,
alto fulgor, claveles rojos,
espigas de las sementeras,
un caliente y nuevo sendero
y un nuevo fruto y una tarea
tan ancha como los latidos
del corazón en esta empresa;
alto fulgor, claveles rojos,
espigas de las sementeras,
todo lo que soñamos, todo
cuanto encendió estas carreteras!

de Esta guitarra dura (1960)

Todos los gatos juegan. Guri, de Lotte Schulz.

Tormenta

La noche ha sido larga.

Como desde cien años
de lluvias,
de una respiración embravecida
proveniente de un fondo de vértigo nocturno,
de un cántaro colorado
jadeando en la tierra,
el viento ha desatado su tempestad violenta
sobre el velo anhelante de la ilusión
efímera, sobre los fatigados menesteres,
y tú y yo, en la colina
más alta,
en el rincón de nuestros dos silencios,
abrazados al tiempo del amor, desvelándonos.

Deja que el viento muerda sobre el viento.

Yo te cerraré los ojos.

de Un relámpago herido (1963-1966)

Una doctrina en movimiento

Una doctrina en movimiento
es una brisa entre las cordilleras,
el musgo que protege la desolada vida de una piedra yacente,
la campanada en la tarde,
el grito anunciador, brioso y fértil
de la parturienta al filo del alumbramiento;
clarea ciertas noches de agudos alaridos,
abre puertas cerradas,
es la respiración ardiente y honda de un hombre igual a todos.

La nuestra ha modificado
la sequedad y las lluvias;
dio al tiempo en que crecimos
cantos de encarcelados que llenaron de música el amargo muro del cautiverio,
constructores que levantan una piedra a otra piedra otro destino
y una nueva costumbre de impaciencias;
ha levantado el párpado caído de millones y millones de adormilados en el polvo;
la nuestra, en movimiento, que ha engendrado varones y guerreros
cuya estrella ha vencido a una infinita noche de infortunios…

La nuestra, en movimiento.

de Los innombrables (1959-1973)

El dictador (Epigrama)

Pobló el solar de cárceles;
supuso que a su paso no crecerían nunca
las hierbas ni el rocío.

El desprecio a su imagen y a su nombre,
los verdeció hace tiempo.

Ahora que me acompañas

Quizás, ahora que me acompañas,
lo mío sea tuyo, y de la misma manera
la fluorescencia de las cosas te ciegue, de esas pequeñas sombras
que en tu mirada se cruzan; acaso haya un demonio también que te sonría,
cada vez que recuerdes una esquina remota o el
oculto rincón de una sacristía; quizás el sabor del aguacate no sea ya lo mismo
para ti o el aroma de los jazmines, y ya no puedas,
con asidua constancia, musitar una endecha,
sin que ruede una lágrima en tus ojos.

Quizás también ajustes los pasos a un reiterado rito solitario,
ahora que me acompañas.

Quizás, ahora que me acompañas,
no me puedas nombrar los patios hondos,
dibujar un parral, imitar el sonido cauteloso
de la lluvia en los nidos o en el ala de las palomas;
tal vez se hayan desdibujado también —en estos largos años—
de tus ojos el mínimo prodigio de una luz parpadeante en la ventana
de una plaza en el pueblo y el resplandor de las luciérnagas;
acaso te resulte imposible precisar la pintura de las casas
deshabitadas del camino, el color triste de aquella carpa de circo
fugaz en un baldío en invierno, del mostrador de las tiendas oscuras,
sin que ruede una lágrima en tus ojos.

de Destierro y atardecer (1962-1975)

Las postales de la seriedad. Exploraciones sin título de Rosana Paulino.

Intermedio (Paraguay, 1965)

Nada de amor ahora, mi amor;
nada que no sea escuchar ese aullido
en la noche, el terror increíble
de ese aullido.

Los perros
se han soltado de nuevo como ayer, como siempre,
y un tiro de fusil rompe las sombras.

Nada de amor, mi amor, por esta noche.

La pared otra vez se ha teñido de sangre.

La historia de mi corazón

La historia de mi corazón
es simple, así lo ven, como la vasija de arcilla
traída de aquel barranco rojo, como los frutos radiantes
de mi país; un suceso callado y sobrellevado como
el puñal riesgoso que se esconde en el pecho;
bonancible unas veces y otras veces amarga como
todas las cosas del amor: un eco de guitarra
rasgada en el amanecer y en el atardecer de la tierra.

La historia de mi corazón
contiene un ancho río con piraguas y hogueras,
recónditos remansos con reflejos de pieles
sigilosas de jaguares y pumas que se acercan jadeando a sus orillas;
un aire antiguo avienta sin pausa a sus latidos
y un viento de verano sopla en sus cicatrices;
vigila a un ancho cielo que atestiguó las danzas
rituales de una raza callada y destruida.

Abarca la de mi pueblo,
el pergamino de su largo viacrucis,
guarda sus viejas crónicas de esplendor y violencia,
sus secretos de guerra y campamentos;
están aquí, con su vigor de sangre y su escritura
de fuego, sus hitos silenciosos de victoria y catástrofes.

Así es mi corazón,
así sus encrucijados, sus atajos dorados;
se reflejan en él —como una nube en la corriente—
senderos recorridos, amores padecidos y olvidados, hechos hondos
que lo movieron, de una luna a otra luna, de una magia a otra magia,
intensa, interminablemente
hacia un extraño sueño de color aturdido.

Mil veces ha tenido que marchar de tu lado
y regresar mil veces. Tendría acaso la predestinación
de esta tierra, la de todos los hombres y las cosas
de este solar: cambiar de sitio siempre,
trasladarse y vlver
a la querencia, salir y retomar a la entraña, a la matriz desollada,
desmemoriado y memorioso, intacto, herido,
con espadas dispuestas a otra intensa jornada.

Ahora el viejo fuego lo estremece de nuevo,
hoguera sin extinción, diamante de estos días
profundos, reanimando sus lumbres. Y es entonces
cuando comprende que ya no cejará en sus arrebatos, en su reiteración
de saberse en la música del querer, de entre tantas
cenizas salir airoso hacia la plenitud, hacia el rocío,
hacia el acto invencible con que el amor se encara con la muerte.

de El viejo fuego (1977)

Relato sobre Chiró, el hechicero, que acompañó a Garay a fundar Buenos Aires y regresó volando al Paraguay

Cuentan que Chiró, el hechicero,
el hacedor de cosas mágicas,
acompañando a los Mancebos
de la Tierra a zonas lejanas
(en donde luego fundarían
su lar, junto a un río de plata),
marcó su huella entre las huellas,
por si algún tiempo regresaba.

Allá, ya junto al Lago Grande,
cercado por la empalizada,
abrió caminos en la tierra,
sembró el maíz, tendió su hamaca,
leyó en las manos el destino,
midió el alcance de su hazaña,
vertió el sudor entre los surcos,
musitó el canto que guardaba.

Un día, resonó en su oído
el trueno de una voz nostálgica,
un soplo de aire estremecido
que era el eco de una llamada;
recordó el brillo de su tierra
de colores y de marañas,
sus panales en la arboleda,
el silbo de las cerbatanas.

Y entre las sombras de la noche
buscó su huella en la distancia,
donde la luna se perdía
en las praderas de esmeralda,
tendió sus brazos hacia el cielo
y ascendió hasta una luz extraña,
cruzando, con vuelo de pájaro,
por los confines de la pampa.

Y volando y volando y volando
entre subidas y bajadas,
Chiró se aproximó a su reino
de guacamayos y cascadas,
a su reino de hojas radiantes
que lo indujo a que regresara
a su reino de miel y montes
y de maderas escarlatas.

Su país le fijó en la frente
una antorcha de eterna llama,
y desde entonces los cetrinos,
los anhelantes de su raza
llevan, ardorosos y errantes,
el alma desasosegada,
el recuerdo de su querencia,
la negra cruz de la nostalgia.

Cuentan de Chiró, el hechicero,
del hacedor de cosas mágicas…

Yaguavevé (El cometa)

¡Saltó el tigre!

Rayó el cielo.

Salto-hoguera-del-cielo.

Hirsuto el flanco astral,
ajustó el paso;
felino su respiro,
midió el pulso;
lamió las garras verdes,
tramó el salto,
premeditó las huellas,
ajustó el movimiento,
aliento y fuerza…

¡Y con el arco tenso de los tensos ijares,
dobló sobre el abismo su azul fosforescencia!

de Los valles imaginarios (1984)

La guitarra del joven amante es pecosa y discreta. Serenata y flores, de Carlos Federico Reyes.

Las imágenes que acompañan estos poemas fueron tomadas del Museo del Barro, de Paraguay, y el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires en el caso de las obras de Rosana Paulino.

La que funciona como portada es Partido de fútbol, de Carlos Federico Reyes.

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Respuesta a “Historia de un corazón: una antología mínima de Elvio Romero”

  1. Saer: la sensación tan rara de estar en el mundo – Altura desprendida

    […] trivial, si no tonto, preguntarte ahora “qué piensa Ud. del exilio”; sin embargo, el tema subyace a todo diálogo latinoamericano, más aún frente a la aparición, en un país que no es el tuyo, de un texto que, según creo, no […]

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