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Intimidad en música: esa tornamesa que anda de milagro

Recorrerse en sentimientos funciona mejor entre clarinetes.

por Gustavo Toris

La vibración que da lugar al sonido se puede prolongar hasta el alma. Por eso las palabras son ligeras y, al mismo tiempo, pueden pesar tanto. Uno de los vehículos más eficaces para que el sonido se convierta en emoción es la música, particularmente la que consideramos nuestra: esos ritmos que acariciamos a solas, las cadencias que nos llevan a desear y a recordar en silencio.

Hay una intimidad con que la música nos transforma y nos atestigua mortales.

No requiere de luces tenues ni de salas de conciertos. La intimidad de la música se puede alcanzar cerrando los ojos con los auriculares incrustados hasta el hipotálamo. También a mitad de la calle o en un autobús enfurecido en su trance tropical, en un concierto, e incluso bajo condiciones controladas.

Una noche la energía eléctrica falló y todo se volvió más tenue a la luz de unas pocas velas; en medio de aquella atmósfera, todo parecía menos real. La protagonista era una vieja radio de baterías que nos deleitó con la transmisión nocturna en una especie de comunión silenciosa. Esa noche, en la penumbra, me enamoré del sonido de los alientos sobre aquella síncopa renuente a cualquier optimismo.

También recuerdo mi sorpresa al escuchar esa guitarra tan contundente, ese ritmo (nuevo para mí) que sonaba cadencioso y, de algún modo, clandestino, secreto, impúdico… Nos mirábamos a los ojos y conocí el deseo. Cómo olvidar la adrenalina al deslizar mi mano bajo la falda de aquella chica, que había reconocido en un eco invertido (acaso anticipatorio) al escuchar aquellas notas.

¿Qué esta pasando cuando nos perturbamos de ritual o de placer? Peter de Francia firma estos DIsparates (Una pequeña noche de música).

La música, esa aliada en mi compromiso con la noche. Al pie de un restirador, concentrado en la entrega de los planos para el día siguiente, mi abuela se debatía entre la vida y la muerte y sólo esa lejana grabación —ese eco que viajaba a través de los cables— me infundía un poco de esperanza, una caricia reconfortante frente a a inminencia del dolor. Aunque nunca he creído en las palabras, me recuerdo escuchando obcecadamente la misma canción hasta memorizar esas estrofas que tanto me decían; me recuerdo participando de aquella ceremonia de audacia. Tal vez así es como las canciones dejan de ser de quienes las escriben.

También se puede compartir la intimidad de la música al ofrecer una canción. Pero no bajo la pedantería que busca reafirmar las impresiones propias, sino más bien como se presenta el delicado beso de un cigarrillo en medio de la noche. Ofrecer el otro audífono, sentarse en torno al fuego de las bocinas y contemplar en compañía la llama que alimenta nuestras ansiedades. Y aparece en mi mente aquella tarde lluviosa en la plaza de Santo Domingo en que bailamos eufóricos, sin preocuparnos por nada, viviendo tanto y compartiendo una intimidad que se convirtió en tumulto. Aún no teníamos idea de las cosas que tendríamos que enfrentar juntos, pero esa tarde nos preparó.

Y pasé muchas noches escuchando mientras leía a otro autor im-pre-scin-di-ble; fumaba mientras cambiaba el disco y trataba de comprender los “lo que había que saber” para ser un buen investigador… Y tantas veces detuve la lectura escuchando un fragmento que me hacía sonreír, y difícilmente podría pensar en lo que hago sin esa compañía incondicional, esa música que al final también considero parte de mí y de mi historia. Y tengo abundantes recuerdos con los amigos que hice a través de la música, y sí, también me duele y me alegra escuchar todo lo que conocí gracias a quienes se fueron antes de tiempo.

Desentrañando las calles de una ciudad más imaginada que explorada, atravesándola con los ritmos conocidos, escuchando. Pero también encontrando nuevos sonidos a la vuelta de una esquina. Siguiendo las calles sinuosas en busca de aquel aliento que sigue resonando en mi memoria. O también a bordo de un tren que atraviesa horizontes lejanos: ahí ha estado mi música, que sólo es parte de la música toda.

Al llegar a la fiesta y sin decir una palabra tenemos ya todo preparado. Cuando me acercaba a la consola (un triste cable al que conectaba mi ipod) nos habíamos asegurado de tener cómplices en esta conjura. Y comenzaba a sonar la salsa que nos acompañaba en los excesos hasta horas innobles. Y así nos reíamos de su solemnidad y de sus horas laborales, bailando nos reíamos de este mundo que proclamábamos nuestro antes del amanecer…

No sé cuándo perdí el pudor y comencé a cantar sin reparos, a tararear mientras camino, sólo que se me ha visto absorto mientras escucho en muchas calles, en algunas ciudades y en muchos escenarios ficticios.

Y si me preguntan qué escucho, sólo diré que no tengo ningún tipo de moral en mis elecciones, pero que respeto el sagrado ritual de la música y quienes llegan a sentirla.

Lo que reposa está por agitarse. Una Naturaleza muerta con música, de Ceri Richards.

Recuerdo, por ejemplo, el pacto sagrado de aquella cantante que en medio del muladar proclamaba cada canción mirándose al espejo: sonriendo, sí, aunque también llorando al calor de los peores tragos, cantándole al dolor que la consumía. Es común referirse al color del sonido; sin embargo, en ocasiones la música se nos presenta a través de una amplia paleta de sabores: el de esos besos en las tardes de un otoño lejano, la acidez del desencuentro o la sosegada amargura de la ausencia. A cada sabor le corresponden una o varias melodías, y basta un fragmento, las primeras o las últimas notas de esa reluciente guitarra —roja— para sentir de nuevo, añorar o sonreír por lo que alguna vez causó dolor. O placer.

¡Uf, qué buena rola!, dijo antes de subir a bailar sobre la barra. Y yo no creía en mi suerte cuando me lanzó una mirada en medio de la multitud, sin dejar de moverse con esa cadencia hipnótica, sin dejar de cantar, sin dejar de desearme. Una noche me enamoré al cerrar los ojos frente a una orquesta estruendosa. Compartí mis oraciones más sagradas, conocí nuevas plegarias y lloré, al final, sin comprender. Y ahí estuvo la música, exaltando el dolor a ratos, o colmando de alegría la ausencia, que ya no sonaba a incertidumbre. Ahí estuvo la música, acariciando mi alma adolorida desde ese eco en los audífonos, desde esa tornamesa que anda de milagro, desde esa vida que podría ser la mía.

Hay música que vivimos como parte de un ritual, renovando la alianza entre los viejos amigos que al calor de las copas intentan bailar y cantar juntos, como si no hubieran pasado veintitantos años… A veces me descubro recorriendo alguna obra sólo en mi mente, deformando los pasajes, creando una interpretación que no existe ni existirá nunca. A veces sonrío por el recuerdo de aquella intimidad que se transforma cada noche. A veces lamento no haber escuchado más.

Hace muchos años alguien me dijo que yo vivo en esa canción…

Armonía por desorden. El salón de música, de Ceri Richards.

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Gustavo Toris
es historiador de la arquitectura y el pasado urbano. Fotógrafo ocasional, melómano permanente.
Twitter: @gtoris

Todas las obras plásticas que acompañan esta entrada fueron tomadas del sitio web de las galerías Tate. La que trabaja como portada se titula Hablando de música, de Paul Dash.

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  1. TEÓFILO

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