Que nunca te quiten el alma

Los aprendizajes también suceden en una ventanilla de oxxo, más o menos.

por Rodolfo Ruiz Vázquez

Aquel domingo sesteé al mediodía. Por la tarde comí y leí. Habiendo cenado me preparé un café y me senté a escuchar música, no recuerdo qué: ¿Scarlatti?, ¿Brahmsi?, ¿Vivirivaldi? Estaba ansioso: como lo había previsto horas antes, mi higiene circadiana me estaba cobrando la siesta. La noche iba para largo, y sólo quedaban seis o siete cartuchos en la cajetilla. Acostumbro salir por mi provisión semanal de cigarros en una sola ida al siempreabierto, cuanto más temprano mejor, porque hay menos gente. (El que vaya al siempreabierto de la esquina cuando hay menos gente no quiere decir que use la palabra siempreabierto en el día a día para señalarme de los demás, para darme caché; es horrenda y afectada, y la empleo en mis escritos sólo porque tiendita significa otra cosa y porque esto no es un promocional en aras de una franquicia que se promueve sin ayuda de nadie, a fuerza de ubicuidad). Pasadas las once y media, los ojos muy abiertos y alarmados ante la disminución de parque, me zafé del silloncito, le prometí a la taza que no se entibiaría y, luego de un tramo de banqueta destartalada, llegué al siempreabierto después del primer noctámbulo que, a esa hora burocrática en que los empleados sólo atienden “por ventanilla”, esperaba frente a la puerta de cristal, cerrada con llave.

Al costado del siempreabierto, en una entrada exclusiva para vehículos de descarga, un tráiler con el motor encendido se había estacionado en reversa; el tren posterior no era visible, pero, a decir del noctámbulo precoz (acaso veterano de las artes noctívagas o, simplemente, avezado en la inextricable ciencia del sentido común), los empleados estaban ocupados abasteciendo el local. En sincronía, como muñecos mecanizados, los dos checamos la hora, giramos el cuello hacia el tráiler y, finalmente, hundimos la mirada en la oferta de productos al otro lado de la puerta de cristal. Él no volvió a checar la hora: se dio por vencido y se fue, y yo pasé al primer sitio de la cola como galardón a mi paciencia.

El sueño expansivo de la gula comercial produce monstruos inadvertidos.

Volví a contemplar el interior. Los siempreabiertos son el fruto —permitido y promovido— del superávit de mercancías. Ahí no se venden productos de primera necesidad; lo que el consumidor busca es lo superfluo y apremiante: comida chatarra, vicios y antojos que el hábito y el placer de la compra, que se disipa en el consumo reincidente, nos presentan como indispensables. Recordé los planteamientos de La sociedad del espectáculo, que había leído laboriosamente por la mañana antes de ceder al mal del puerco. Los recordé mal digeridos, pescando de mi memoria, a la entrada del siempreabierto provisionalmente cerrado, mendrugos que pasaran por una paráfrasis decorosa. La superabundancia de mercancías, dice Debord, ha nulificado la lucha por la supervivencia y la función prístina del comercio en cuanto transacción de materias y materiales con una utilidad primaria. Casi todo lo que se compra es un excedente, y de la adquisición, más que del uso de lo que se compra, se obtiene un éxtasis rayano en lo fetichista. La adquisición de productos dispensables, incentivada por el aura cuasimística con que la publicidad los rodea…

Mi disquisición fue cortada por el golpe de una bici contra el bordillo. El ciclista que la había botado ahí y que ahora se acercaba a la ventanilla llevaba licras deportivas, una chamarra gruesa y una gorra azul con navy en letras doradas. Detentando mi lugar en la cola, se asomó por el cristal y, farfullando, golpeó la ventanilla con el puño, cinco veces. (En estos casos, la cifra casi siempre es cinco). Las canillas entubadas y el chamarrón le daban un aire desproporcionado, como de cono invertido, como de copa de martini bebiéndose a sí misma. Le expliqué que los empleados estaban descargando. Pues sí, dijo, pero él quería su mezcal y después de las doce dejaban de venderlo.

—¿Qué hora es? —me preguntó.
Giré la muñeca:
—Cuarto para las doce. ¿No pierde el equilibrio? —Le hablé de usted y señalé la bici.

O no me oyó o se hizo pendejo. Nueva salva de puñetazos al cristal, ahora con un grito de pilón dirigido a los empleados negligentes. Una chaviza en motos llegó y se formó detrás de Navy y de mí, y no “de mí y de Navy”, pues viéndolo tan apremiado y tan violento le cedí con mucho gusto el primer lugar en la cola. No se hizo del rogar, ni mi proposición fue agradecida; tal vez fuera duro de oído.

Navy se me acercó y me dijo que estos güeyes se la mamaban, que si no regresaba a tiempo a mi casa (“tu humilde casa”, usó la fórmula), su hermana se iba a enojar. El aliento le apestaba a tíner de muralista monocromático, a aguarrás de pintor bohemio, a mingitorio de cantina. ¡Caguamas al 2X1! ¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo!, rezaba un anuncio pegado a la ventanilla. Prospero, el nigromante de La tempestad, y Caliban, el monstruo que le sirve hasta que es manumitido por otra servidumbre, la del alcohol. Una asociación de ideas me presentó a un Caliban moderno, un Alcaháliban del Defectuoso. ¿Y yo? ¿Tabacáliban? ¿Quién era yo para juzgarlo? Quienes no tenían empacho en juzgarlo abiertamente eran los jóvenes, que se reían a carrillo doble de la misa de gallo.

—Yo he estado en la cárcel, he pasado por lo peor. ¿Has leído la Biblia?
—Muy profunda —le di por su lado.

Se me acercó y me puso la mano en el hombro.

He rodeado de acá para allá.

—Mira, yo porque ya dejé la mala vida, pero si quisiera, aquí mismo te clavo un picahielos. Así —actuó el gesto, encorvándose y remedando un gancho al hígado—, como si nada, te dejo desangrando en el suelo. Pero ¿sabes qué? —elevó, magisterial, el índice—, todos nos vamos a morir. —Esa no me la sabía—. Da igual si nos toca hoy o mañana. Que lo maten a uno, eso es lo de menos. Pero que nunca te quiten el alma. —Colgó la máxima en el aire, expuesta a los oídos de su auditorio. Luego de un instante solemne, saboteado un poco por las risas de la chaviza, se volvió hacia el tráiler y espetó esta lindeza—: ¡¿Cuándo van a abrir, chingada madre?! ¿Qué hora es? —Me urgió con un movimiento de cabeza, olvidándose de moralinas.
—Cinco para las doce.

Confirió cinco puñetazos a la ventanilla. El empleado apareció pachorriento. Navy le pidió una botella de mezcal y otra, de a litro, de refresco de manzana. El empleado le dijo que ya no podía venderle alcohol. Navy me pidió la hora, se valió de mi testimonio y, aunque el empleado se negó, pasó de arrogante a rogoso y tanto le imploró que le hiciera el paro, que el otro cedió a regañadientes. Navy pagó, se montó a la bici y se fue sin perder el equilibrio. Compré las cajetillas y volví a casa.

El lobo de mar, el lobo de los mares etílicos. Nada nuevo aquí, pensé. La vieja historia del borracho que repite las mismas viejas historias. Navy se me presentó como el trasunto defeño del viejo marinero de Coleridge: oye el relato de mi vida y escarmienta, escucha cómo fui para que no termines como yo. La discrepancia entre su discurso moralizante y su proceder bestial me resultaba antipática. ¿Sabiduría callejera?, ¿habladuría beoda? Como los genios rebeldes de Las mil y una noches, confinados en ollas de azófar, el alma de Navy estaba cautiva en una botella. Pero la frasesota —ignoro la razón— había calado en mí. Y, sentado en el silloncito, reflexioné que cuando algo cala en nosotros da igual de quién venga. Tampoco nada nuevo. Importa lo dicho, no si lo dijo fulano el sabiondo o Alfonso X el Sabio. Así le estuve dando vueltas el resto de la noche, hasta que imaginé a la tal hermana preparándole caldo de pollo y chilaquiles y al resto de la parentela soplándose sermones por el estilo a todas horas, y en ese momento la frasesota perdió su mística y me sonó barata, a título para manual de autoayuda.  

Como sea, le estoy agradecido a Navy por no haberme acuchillado. En cuanto a la máxima, desde esa noche vacilo entre la perplejidad y el escepticismo cada vez que recurre a mi memoria; por lo general, al recordarla, no sé qué significa ni si tiene sentido alguno. Acaso ya me hayan quitado el alma sin que me haya dado cuenta, acaso sea demasiado tarde para escarmentar. Tampoco sé si Navy me jugó una broma. Por mi parte, donde sea que esté, le debo una disculpa por haberle mentido. El lunes me desperté a las seis y media creyendo que eran las seis: mi reloj pulsera venía perdiendo batería desde sepa Dios cuándo.  

¿Y de la noche son las cosas del amor?

***
Rodolfo Ruiz Vázquez
(Ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos, Codalario, Altura desprendida, Casapaís, Eslavia, Ritmo, El Creacionista, F y L, Irradiación y Odisea cultural. En 2023 publicó un libro de
cuentos, Pintextos, bajo el sello Ediciones Nandela.
Comparte dibujos en: @gallicinio_1987

Todas las imágenes, portada e interiores, fueron tomadas de la estrategia publicitaria de una pinche tienda regiomontana famosa.

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Respuesta a “Que nunca te quiten el alma”

  1. La leí, la anclé al librero – Altura desprendida

    […] un libro asobarcado o la cita literaria exacta en la punta de la lengua, ahora tienen celulares, compran chelas en el oxxo y comparten la educación sentimental de los niños tardíamente noventeros (los Simpsons, Chabelo, […]

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