por Juan Schulz
Son menos libres pero llevan periódicos
y deletrean el mundo, sabiendo que lo pierden.
Drummond de Andrade
Una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida fue dejar de consumir noticias. Desde que no lo hago, me siento con la cabeza más fresca, ágil, y con un interés por el mundo mucho más amplio que en los tiempos en que las leía. Cuando, por descuido, me descubro leyendo alguna nota o viendo algún noticiero, me pregunto por qué maltrato mi tiempo de esa manera.
El problema de los que no consumimos noticias es que ellas nos persiguen: así como respiramos el humo de los fumadores, somos salpicados por los sucesos gracias a que la mayoría de los consumidores necesitan exhalarle la noticia al prójimo. Uno llega muy tranquilo al café, se encuentra con el amigo y el amigo nos impregna con con un: “¿escuchaste lo que dijo el ministro tal…?”. Y no nos queda más que preguntar y embarrarnos o tener el ingenio para desviar la conversación a algo menos trivial.
El asiduo a las noticias tarde o temprano termina con la mente agria. Los noticieros envenenan el espíritu: tienden a fomentar gente desencantada, enojada —perverso que no lo lograran—, y aun así hay gente que antes de acostarse a dormir las mira; y luego a la mañana las lee y en el trayecto de regreso del trabajo las escucha. Los adictos a las noticias dicen que es bueno estar enterado, como los cocainómanos creen que es bueno estar parloteando sin dormir hasta las once de la mañana.

Rechazar las noticias no es rechazar el mundo ni una apología a vivir en la torre de marfil, de espaldas a los asuntos mundanos. Es rechazar la forma prosaica en que te muestran el mundo, impugnar que para entender los problemas sociales se tenga que recurrir a esa prisa por la inmediatez, a la fabricación serial de tópicos con manto trágico y, al mismo tiempo, a la solemnidad disfrazada de importante.
Lo que más me llama la atención de la gran mayoría de los consumidores de noticias es la preocupación sin ocupación. Cargan a cuestas un mundo que les indigna, pero hacen poco más que estancarse en la queja amarga. Si uno escuchara el noticiero y luego dijera: “todas estas injusticias me alimentan de valor para salir a luchar por alguna causa”, uno entendería al que quiere estar al tanto. Pero el consumidor va rumiando un mundo caduco, se lo escupe al que se encuentra y sigue su vida de la misma manera.
La contaminación informativa no es responsabilidad exclusiva de los grandes noticieros corporativos, sino un asunto sobre cómo se construye la realidad; un problema de lenguaje. Caso contrario a los medios corporativos —a la “prensa vendida”, o cómo se les quiera llamar—, están los diarios de combate, con los que en lo personal podría llegar a tener más afinidad ideológica. Son algo así como el opuesto complementario a los tradicionales. Con un amigo el otro día hice un ejercicio. Seleccioné tres notas del portal de un diario trotskista. Le dije: mira, sólo leyendo el encabezado te apuesto a que esta nota se enfoca en esto y en esto y dice todas estas palabras. Y dicho y hecho: todas las notas decían tal cual lo que dije; y no porque yo sea un adivino, sino porque, cual secta endogámica, casi siempre piensan lo mismo.
Creo que hay una construcción de cierta masculinidad que considera que saber superficialmente lo que pasa en el mundo y opinar sobre todo es sofisticado e intelectualmente importante. Uno a veces comparte sobremesas con gente muy enterada de temas que caducan en 15 minutos y que hablan de ellos con una seguridad de secretarios de Estado. Quieren resolver el mundo con tuits y baba de perico y, como su conciencia es muy grande, tienen la arrogancia de acusar de indiferentes a quienes no utilizan las redes sociales como un performance permanente de posturas sobre la agenda progresista del momento.

La noticia, como toda droga, provoca algunos placeres. El consumidor, sabiendo lo que pasó —lo que menos importa es cuánto— puede opinar, ingresar a la conversación. Consume en solitario para después convidar el placer; de saberse en sintonía con alguien, que compartimos referencias que nos inquietan —¡como el clima!—, y de que, aunque no nos conozcamos, podemos merodear vaguedades sobre el mismo tema. O caso contrario, si nos conocemos lo suficiente, utilizamos la novedad noticiosa para fingir que no siempre hablamos de lo mismo.
Como exadicto alejado del vicio, tengo muy claros los daños que hace escuchar noticias. Sin embargo, al no haberle jurado nada a la virgen, me permito cada tanto algunos consumos. Cuando viajo, por ejemplo, una de las primeras cosas que hago es comprarme un periódico local. Me siento en un café o en una plaza, olfateo el papel y después lo leo. Me contagio de las palabras que usan, de los topónimos y los nombres propios, porque será una forma de entender las referencias en las conversaciones que tenga con la gente durante esos días. Luego, volveré a casa feliz de no leer las noticias.
La información, mercancía que contamina las cabezas del mundo, como los autos a las ciudades, deja hondas secuelas que nos van apareciendo con el tiempo. Incluso, un día, muchos años después de haber consumido periódicos, uno puede terminar escribiendo columnas de opinión, como esta.
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Juan Schulz nació en la Ciudad de México el 5 de junio de 1989 a las 11:30 de la noche. Escribe ensayos, cuentos, poesía e inicios de novelas. Ha obtenido algunos de esos reconocimientos que le sirven a los literatos para acumular capital cultural y ha participado en distintos proyectos que podría poner en un currículum elegante. La escritora Margaret Atwood dijo sobre él: “No tengo idea de quién es, no lo conozco”.
Publica en Altura desprendida algunos apuntes.
Twitter: @JuanXulz
Imagen de portada: la muerte arremete contra un escritor que elabora su vida. Litografía de Edward Hull proveniente al siglo XIX. Esa imagen y las de interiores fueron tomadas de la Wellcome Collection.
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