Y los que regresan sin que nadie
los espere viven también; trajeron
una soledad más limpia; un tesoro
de pueblos hallados; de noches descubiertas
Rubén Bonifaz Nuño
por Juan Schulz
Hay quienes hacen de la experiencia de desplazarse el motivo central de su escritura. Van, recorren y luego narran lo que vieron y escucharon. Desde siempre los viajes han nutrido el virus literario —por decirle de alguna manera a algo que muta y crece a través del tiempo de forma más misteriosa que comprensible—. Lo que el viajero trae de otro lado puede llegar a interesar porque permite comparar la situación lejana con la propia o porque su relato viene cargado de ese estímulo tan seductor que es lo novedoso. La pretensión de estos apuntes es hacer una clasificación de dos maneras no tan obvias de viajar —que ya han sido planteadas de manera similar por otros autores—, en las cuales pensar cuando queremos hacer un texto sobre nuestras andanzas. Una brújula de dos sures para quien le pueda servir.
El desplazamiento forzado
José Carlos Mariátegui escribió: “He hecho mi mayor aprendizaje en Europa, creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeos u occidentales”. Sin su exilio, definitivamente, su comprensión del marxismo y de las vanguardias —y hasta del Perú, me atrevo a decir— hubiera sido otra; innecesario determinar si mejor o peor, simplemente no sería la misma. José Martí difícilmente hubiera escrito uno de los ensayos más bellos que se han escrito, “Nuestra América”, de no estar exiliado en Nueva York, en la boca del lobo. El antropólogo Malinowski pudo realizar su “observación participante” gracias a un destierro en las islas Trobriand. Estos tres ejemplos, que pudieran ser Dante Alighieri o muchísimos más, dan cuenta de que muchas de las obras que conocemos no existirían como tales sin la experiencia de un desplazamiento forzado.

Es natural para los que escribimos dedicarnos a buscar tiempo, comodidad y calma para hacerlo. Pero habría que pensar todo lo que nos da el desplazamiento a lugares no deseados en que reinan la interrupción y lo imprevisto. No sería mala maestra que el artista se arrojara a espacios incómodos, a aquellos lugares donde jamás deseamos ir, para encontrar sensaciones que lo descoloquen. Me dirán: la mayoría de los escritores vivimos incómodos, no necesitamos desplazarnos. Fenomenal, no te desplaces, colega, quédate en tu conocida incomodidad.
Doy por hecho que los 37 lectores de este texto entienden o han escuchado lo doloroso y duro que es que un ser humano se vea obligado a desplazarse de su lugar habitual, y entienden también que esto no es una reivindicación de perseguir a nadie (aunque aseguro que a muchos, con tal de recibir el foco victimizante, les encantaría tenerse que exiliar). La reivindicación del desplazamiento forzado no es una invitación a salir a hacer costumbrismo sobre las excentricidades de otros pueblos ni a jugar a ser migrante por un tiempo (mucho menos ir a hacer turismo de guerra, como les encanta a algunos literatos).
Hay casos extremos de forzarse a viajar: desde quien decide recorrer a pie un continente, el que va persiguiendo la migración de gansos o quien, como la artista italiana Pippa Bacca, que, decidida a confiar en el prójimo, se propuso un viaje a dedo desde Italia hasta Jerusalén en vestido de novia: teniendo como principio aceptar subirse a cualquier auto que la llevara. El feminicidio de Pippa cuando cruzaba Turquía nos recuerda, una vez más, lo trágico que es este mundo. Aun así, con todas las historias que sabemos que suceden, yo no dejaría de fomentar el gusto de forzarse a tomar ciertos riesgos. En tiempos en los que se viaja con el celular hasta la esquina, no está demás reivindicar el arte de perderse.

Viajero inmóvil
Un amigo solía repetir el presunto aforismo de Pessoa: “Como individuo de gran movilidad mental, yo no viajo”. A mi forma de ver, el viajero inmóvil, es una de las tradiciones de viaje más afianzada y quizás más menospreciada por esa exigencia de experiencia que a veces se reclama; la inamovilidad también está asociada con la enajenación o la falta de riesgo. Hay que precisar que no cualquier sedentario es un viajero inmóvil: viajero inmóvil es aquel capaz de llevar su mente lejos y traer mundos a sus creaciones. Viajero inmóvil es Luciano de Samosata escribiendo un viaje a la luna el siglo II.
Drummond de Andrade, en un ensayo, defiende los trabajos burocráticos en relación a la literatura. Recuerdo que dice algo así como que es tan aburrido estar lleno de papeles y labores mecánicas que la imaginación tiene la necesidad de escapar; Drummond da una infinidad de ejemplos de autores que fueron al mismo tiempo oficinistas. Que la reivindicación del viajero inmóvil no sirva para resignar al que está tras los muros de su infeliz trabajo a nunca desplazarse, pero sí para animar a quien tras los muros cree que está lejos de la “inspiración” de las “experiencias” y de la vida “real”. Imagino textos mucho más vivos del oficinista que en sus ratos libres hace apuntes y va trabajando la historia en su mente, que los de un viajero que va cómodamente anotando en su libretita lo que mira en el museo. En cierto sentido, un viaje, más que un desplazamiento, es una disposición espiritual: una visita a la banca del parque puede ser una experiencia más potente que ir al otro lado del mundo sin permitirse riesgos.
La escritora Annie Dillard recomienda: “Escribe sobre el invierno en verano. Describe Noruega, como hizo Ibsen, desde un escritorio en Italia; describe Dublín como lo hizo Joyce, desde un escritorio en París”, y agrega que, según los investigadores, Walt Whitman apenas salía de su habitación. A menudo pienso en lo que me contó un amigo: que Guimaraes Rosa escribió su cuento “El burrito pardo” en Dresden, durante la Segunda Guerra Mundial. Quizás Joyce y Guimaraes sean un caso híbrido —o sintético— de las dos clasificaciones que hemos hecho: por un lado viajan, incómodos pero no forzados, y al mismo tiempo su mente se mueve a otro sitio para la escritura. Ni en la obra de Joyce aparece el periodo de entreguerras en París, ni en la de Guimaraes los bombardeos de Dresden.
Lichtenberg escribió un aforismo: “se desplazaba tan rápido como un minutero rodeado de un montón de segunderos”; habría que inventar uno similar para la distancia: “se desplazaba sólo alrededor de su casa, pero le dio la vuelta a varios mundos”. Inmóviles o fuera de nuestro hábitat, los escritores somos inventores de viajes y una estrella polar que nos ubique, a la hora de escribir, no nos garantiza absolutamente nada.

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Juan Schulz nació en la Ciudad de México el 5 de junio de 1989 a las 11:30 de la noche. Escribe ensayos, cuentos, poesía e inicios de novelas. Ha obtenido algunos de esos reconocimientos que le sirven a los literatos para acumular capital cultural y ha participado en distintos proyectos que podría poner en un currículum elegante. La escritora Margaret Atwood dijo sobre él: “No tengo idea de quién es, no lo conozco”. Publica en Altura desprendida algunos apuntes.
Twitter: @JuanXulz
Imagen de portada: una motocicleta reposa en el salar de Uyuni, Bolivia. Esa y las fotografías de interiores son imágenes originales de Altura desprendida.
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