Macarena, la de alborotada cabellera

por Guadalupe Fernández Escobedo

Tengo la vista nublada, no sé si de enojo o de lágrimas. Una de mis manos agarra la camisa de Martín, la otra está en forma de puño apuntándole justito a la cara. No sé qué me pasa. Nunca le he pegado a ningún niño, pero estoy realmente molesta. Caro, mi mejor amiga, grita con cara de espanto. Un grupito de compañeras y compañeros se burlan, no sé si de él o de mí. En este momento no me importa. Total. Ya era hora que pasara algo interesante en la escuela. Ya era hora que algo interesante pasara dentro de mí.

***

Me llamo Macarena, tengo 12 años. Amo mi nombre, aunque todas las personas cantan “Hey, Macarena” cuando me conocen y se ríen un poco. Mis papás me lo pusieron porque se conocieron en una boda, precisamente bailando esa canción. “Fuimos los reyes de la pista”, cuenta orgullosa mi mamá.

Tengo dos medios hermanos, uno hijo de ella con un señor que no conocí, y el otro de mi padre, de una mujer que falleció. Mamá y papá se quedaron juntos desde que yo nací. De alguna forma yo fui la que unió esa familia. Y ahora vivimos los cinco como en una comuna —no sé bien qué es eso, pero así dicen ellos. Siempre en paz, siempre sin peleas, siempre en orden, porque así nos enseñaron. “No hay ninguna razón, ninguna, para ejercer la violencia”, nos repitieron hasta el cansancio.

Acuarela de Mary Bishop. Tomada de la Wellcome Collection.

No soy bonita, así lo que se dice bonita. Aunque mi mamá jura que sí. Tampoco me importa mucho, o eso pensaba antes. Tengo un pelo muy chino, largo y alborotado y me da flojera peinarme. Mis papás trabajan mucho y no tienen tiempo de ayudarme a arreglarlo. Para ir a la escuela uso una diadema, porque las maestras me lo pidieron con amabilidad. No falta la tía que hace su comentario de mala onda: “¿Por qué no le pasas un cepillo a esa niña?” O el tío borracho que se atreve a decir: “Mejor rápenla”. No discutimos ni les decimos nada, sólo sonreímos, como con vergüenza. A mi papá le encanta mi pelo, odia que me lo corten o me lo alacien y yo también.

Martín, el muchacho al que estoy a punto de pegarle, es mi vecino. Tiene un año más que yo y creí que era mi amigo de verdad. De vez en cuando me acompañaba cuando yo debía ir por las tortillas o nos poníamos a hacer la tarea juntos. Íbamos en escuelas distintas, así que siempre comparábamos lo que le enseñaban al otro.

¿Por qué prefería estar con él que con mis hermanos? No lo sé bien. No es que me cayeran mal, pero me llevan ocho y diez años y como que no me entienden. Se ríen si escucho k-pop o si bailo en TikTok. Martín sí me entiende. O eso pensaba, y por eso pasaba más tiempo a su lado.

Mi vida cambió cuando llegó un director nuevo a mi escuela. Un viejo grosero, chaparro, de esos que se creen chistosos. Siempre quería pelear. Vino a poner reglas distintas; entre ellas, cómo debíamos llevar el uniforme las niñas —porque de los niños nunca hablaba. Mi mamá es feminista y dice que eso es machismo: cuando un señor sólo nota lo que hacen las mujeres pero ni si quiera puede mirar cómo lleva él la pinta.

Él habló con mis papás. Les dijo que yo no podía ir así a la escuela. Que mi cabello “era demasiado” —nunca dijo “demasiado” qué— y que si no hallaba qué hacer al respecto no me dejaría entrar. Trataron de hablar con él, pero fue inútil. Los insultaba, se reía y les decía chistes groseros, albureros. Mis padres no quisieron responder igual. Él iba en contra de todo lo que pensaban. Mejor decidieron cambiarme de escuela.

Llegué al mismo colegio que Martín, en grupos separados. ¡No podía tener mejor suerte! Yo pensé que todo iba a ser maravilloso. Pero Martín como que no parecía tan feliz con la noticia.

Cuando salíamos de clases e iba para mi casa él me alcanzaba y me daba consejos. Era extraño pero yo sentía que en el patio me evitaba, como que se escondía de mí. Como si no quisiera decirle a los demás que éramos amigos. Pero cuando volvíamos a ser vecinos todo era igual. Me ayudaba con mis tareas. Aunque en realidad yo no necesitaba ayuda, siempre he sido muy lista. Lo dejaba sólo para tener compañía.

En mi nuevo salón conocí a Caro. También tenía el cabello chino, pero no tan raro como el mío. Ella sí podía hacerse trencitas. De inmediato nos hicimos amigas. Decía que no había conocido a alguien con un pelo tan bonito como el mío. Me decía que era amable y que era increíble que nunca me enojara. Yo le decía a Caro que no había motivos para estar de malas o para pelear. Ella era buena escuchando.

El cambio de escuela fue muy pesado. Tuve que hacer muchas tareas y trabajos para no perder el año y estar al corriente. Siempre he sido muy matada. Me desvelo con tal de entregar. No hay algo que deje incompleto. Caro me ayudaba mucho y a veces Martín. Por separado, claro, porque ellos no se llevaban. “Hay algo de él que no me gusta”, me decía Caro. La verdad es que la ignoré. Me caía tan bien Martín que sólo veía lo bueno de él.

Yo dormía muy poco. Dejé de jugar, de pasarla bien con Caro y a veces, cuando iba a ver a Martín, sólo me la pasaba acostada en el pasto del patio de su casa. Le preguntaba constantemente por qué me evitaba en el recreo. Él decía que eran ideas mías, que simplemente pasaba tiempo con sus amigos y, enojado, me reclamaba que además yo siempre estaba como perdida, adormilada o haciendo tarea.

Cortesana atendiendo su cabello. Tomada de la Wellcome Collection.

No entendía qué era lo que realmente le molestaba. Quizá yo de verdad estaba insoportable: la niña ñoña que siempre quería salir bien. Le pregunté a Martín si prefería que no nos habláramos por un rato. Para mi sorpresa me dijo que sí.

No supe por qué, pero me dolió. Sentí un calambre en mis hombros y un mareo. Yo siempre estuve para él. Hasta le guardaba las palomitas de queso en el mix de papas, porque esas eran las que le gustaban. Cada día deseaba siempre que acabara la escuela sólo para verlo. Creo que nunca había estado tan triste. Hasta mis hermanos estaban preocupados. Me daban de sus dulces o me dejaban ponerle a lo que yo quisiera en la televisión. Dejé de comer bien. Si ya dormía poco, ahora tenía una razón más grande: Martín ya no quería ser mi amigo.

Dejé pasar un par de días, pero después no pude más. Tenía que decirle a Martín lo mucho que lo quería, que necesitaba que me ayudara. Caro decía que ella podía preguntarle a sus amigos qué le pasaba. Le dije que sí y pusimos manos a la obra.

Caro habló con Sergio, el amigo de Martín, y le preguntó si le había dicho algo sobre mí. Sergio nos dijo que no sabía que Martín y yo éramos amigos, que ni siquiera sabía que vivíamos cerca. Dijo que alguna vez se burló de mi pelo chino, que parecía micrófono. Sergio nos enseñó unos papelitos que se escribieron entre clases. “Macarena la de la horrible cabellera”, decía uno con la letra de Martín. Caro rayó la hoja y cambió “horrible” por “alborotada”. Pese al gesto tan bonito de mi amiga, no me pude aguantar más y empecé a llorar.

Corrí hasta su salón. Estaba realmente enloquecida. Le reclamé. ¿Cómo pudo negarle a Sergio que éramos amigos? ¿Cómo pudo escribir eso de mí? Martín sólo se quedó ahí, callado. No pudo negar nada. Entonces me volví otra. No supe qué me pasó.

***

Comienzo a zangolotearlo. Lo tomo por la camisa, dispuesta a darle el golpe más fuerte que pueda.  Mientras, Caro no sabe si detenerme, si apoyarme o si preguntarme si soy yo realmente la que está en plena pelea.

Creo que se puede oír mi corazón a distancia. Las risas, los gritos de las otras y otros niños llenan el salón. Estoy a punto de hacer lo que nunca he hecho: pegarle a alguien. Martín cierra los ojos. No pone resistencia. Creo que en el fondo sabe que se merece que yo me ponga así. Me dio donde más me dolía. Sabe lo mucho que me gustaba mi cabello, lo mucho que me gusta él. En cambio, ni siquiera es capaz de nombrarme frente a sus amigos.

Pero cuando estoy a punto de pintarle mi puño en la cara, me arrepiento. Lo suelto. Caro me abraza. Las maestras llegan. Me llevan a la dirección casi desmayada del puro coraje, de la tristeza.

***

No puedo imaginar lo que sintieron mis papás cuando escucharon que me habían suspendido por haber peleado. Mis hermanos estaban emocionados, me preguntaban todo. Yo simplemente no quería hablar.

Una semana después de haber sido suspendida por el escándalo, volví a ver a Martín en el patio de su casa, cerca de la mía. No le grité ni le hice caras. No pude ni saludarlo. Sé que en el fondo él no es malo; simplemente no podía ser él mismo ante los demás. Quería ser popular, divertido, hacer locuras. No estar siempre con una ñoña de cabello rebelde.

Mis papás me llevaron con la tía Consuelo, que es sanadora. Una señora rara y loca, pero bastante agradable, que toma muchos tés que huelen muy fuerte y que usa vestidos de colores brillantes, como las crayolas. Ella dijo que era normal que de repente enloqueciera un poquito y que la paz, ante tanto cambio no siempre es una opción. Con ella me siento más libre y cómoda de hablar de la tristeza, del rechazo y de lo mucho que me presiono por entregar las tareas; también le hablo de Caro y de lo mucho que quería a Martín.

Largo cabello en acuarela. Trabajo de Mary Bishop publicado en 1971.
Tomada de la Wellcome Collection.

Él y yo dejamos de ser amigos. A veces, cuando lo veo de lejos le digo hola. Ya no quiero que le vaya mal en la escuela ni tengo ganas de golpearlo. Me gustaría saber que está bien, que ya no quiere quedar bien con todos. Que pueda encontrar a una amiga que también le guarde las palomitas de queso.

Ahora tengo que preocuparme por pasar bien los exámenes y terminar las tareas que no hice durante la suspensión. Entiendo que no soy una mala persona por querer pegarle a alguien cuando me hiere y que mi cabello no está mal sólo porque los demás lo dicen. A veces Caro me pasa la mano por los chinos y siento que todo está en calma de nuevo. No necesito nada más. Quizá un día encuentre un niño que quiera ser mi amigo, que le caiga bien a Caro y que no le dé pena bailar la Macarena ante todos. O quizá no. A lo mejor sólo con mi familia, con Caro o yo solita puedo sentirme contenta y disfrutar de mi alborotada cabellera.

***
Guadalupe Fernández Escobedo. Comunicóloga. Es miscelánea (en temas de interés) y trajinera (por andariega). Fiel promotora y defensora de los derechos humanos, la equidad, la paz, la comunicación asertiva y las historias urbanas.
Twitter: @lupation_

Imagen de portada: Una mujer atendida para el control de su cabello, pintura de Thomas Rowlandson publicada en 1807. Tomada de la Wellcome Collection.

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