La última voluntad de Helmut

por Juan Schulz

Mi abuelo quiso que lo enterráramos en el jardín, junto a su perro Xicoténcatl. Nos lo dijo tantas veces a mi primo Paco y a mí, que cuando nos lo repetía le dábamos el avión. Sin embargo, cuando murió, lo primero que hicimos fue tomar la pala y ponernos a cavar. 

Los problemas llegaron por varios flancos: mi tía Virginia, que no le hablaba a mi abuelo desde hace mucho, dijo que de ninguna manera iba a permitir que lo sepultáramos al lado de un perro, que su papito iba a ser sepultado como gente decente. Mi abuela, que no lo veía desde su divorcio hace décadas, tenía una exigencia muy clara: su exmarido se iría al Panteón Dolores y se le haría una misa de cuerpo presente en la iglesia en que se casaron. Los intereses eran variados: desde Cancún, mi tío Javier explotó en el teléfono cuando le dimos la noticia. Dijo que la casa iba a ser más difícil de vender si lo enterrábamos en el jardín. Ninguno de los cinco hijos de mi abuelo, mi padre incluido, estuvieron dispuestos a complacer la última voluntad. 

Mi abuelo Helmut llegó a México en 1942, con apenas 11 años. Nunca le interesó volver a su Linz natal y le fastidiaba que le preguntaran al respecto. Sólo una vez lo escuché hablar con emoción del río Danubio. Fue en una sobremesa dominguera, quizá ablandado por los vinos, se soltó a contar de un hermano suyo con el que iba a nadar, por unos instantes su mirada se suspendió como si estuviera navegando en el recuerdo, pero cuando parecía que nos iba a revelar algo, interrumpió sacudiendo la cabeza, y cambió el tema sin nunca volver atrás. Nunca supimos más de aquel hermano de su infancia.

Al final de su vida vivíamos con él mi primo Francisco y yo. La mayor parte de los recuerdos que tengo de mi abuelo son en su jardín. Le fascinaban las plantas y solía pedirnos que lo lleváramos al vivero de Cuemanco. Allí saludaba a las marchantas con mucha más jovialidad que la que tenía cuando sus hijos lo visitaban. El día que murió Xicoténcatl, un labrador color miel que lo acompañaba a todos lados menos al doctor, lo vi llorar por única vez. Durante toda esa tarde estuvo sentado en el jardín, desconsolado, contándonos del día que en medio de una tormenta decidió adoptarlo. Lo ayudamos a sepultarlo a unos metros del limonero. Ahí fue la primera vez que lo escuché decir que quería que lo enterráramos en el jardín.

Después de que la enfermera me confirmó la muerte, a la primera que llamé fue a mi prima Regina, quien visitaba al abuelo al menos una vez por semana, jugaban a la baraja y tenían conversaciones eternas. Regina, hecha un mar de lágrimas, decoró el jardín con pétalos de flores, veladoras, y nos ayudó a Paco y a mí a cavar el hoyo, que no fue cuestión de minutos, pues sólo teníamos una pala y la tierra estaba dura. Pero lo más difícil fue mover a mi abuelo, que medía más de un metro ochenta y pesaba alrededor de 90 kilos. Como no podíamos cargarlo, entre los tres lo bajamos de la cama con todo y colchón al piso y lo fuimos arrastrando hasta el jardín. Ahí de un empujoncito (Paco sosteniendo con una mano la cabeza) lo pasamos del colchón a una sábana y lo jalamos de las patas hasta recargarlo sobre el montículo de tierra que habíamos excavado. El atardecer despejado, la tarde fresca, y mi abuelo envuelto en una sábana blanca rodeado de veladoras y pétalos de buganvilia, provocaban una enorme sensación de paz. 

Algunos animales del embarcadero Cuemanco.
Foto: Altura desprendida.

Pero cuando llegaron mis tías y vieron a su padre recostado sobre la tierra, echaron el grito al cielo. Lo que para nosotros era un escenario de consuelo, para ellas era otra mácula al honor de la familia. Traté de explicarles con paciencia cómo él me había dicho tantas veces que esa era su última voluntad pero, sordas, no escuchaban ninguna explicación. Mi tía Remedios me gritó: “loco mariguano irrespetuoso”, entre otras mentiras. Aunque la cosa realmente estalló al momento en que mi tía Virginia empezó a apagar las veladoras. Ahí, mi prima Regina se puso brava como nunca la había visto. Tomó la pala y empezó a amedrentar a mis tías, que se alejaran o que no estorbaran. Quedamos de un lado del hoyo mis primos y yo, y del otro mis tías amenazando con llamar a la policía. Era un ambiente de confusión en el que el único tranquilo era mi abuelo. Parecía dormir una de sus legendarias siestas que tomaba ahí mismo en el jardín, cuando agotado de podar el pasto se fumaba un puro y se quedaba tendido rascándole el lomo a Xicoténcatl. Me acostumbré a llegar de la facultad y verlo dilatarse en la placidez, como si no hubiera mayor placer que tenderse en el césped.

Después de lágrimas y gritos llegamos a un acuerdo. O mejor dicho: nos hicieron entrar en razón con amenazas legales. No teníamos ni la más remota idea de todos los embrollos que hay alrededor de un muerto. No nos quedó más remedio que aceptar incinerar a mi abuelo en una funeraria privada. Al menos logramos que no le cortaran sus barbas, ni lo emperifollaran como a un catrín, como querían mis tías. 

Al día siguiente llegaron al velorio muchas personas a las que nunca había visto. La mayoría eran amigos de mi tío Javier. Yo me preguntaba: ¿cuántos de esos tipos no vienen sólo por quedar bien con él? Me los imaginaba cancelando un compromiso sólo para ir al funeral de alguien que no conocían. En cambio, mi abuela se la pasó lejos del féretro. Y cuando alguien de la familia pasaba cerca de ella refunfuñaba: “hubiera preferido un cementerio”. Luego seguía hablando pestes del café y se refería con sorna al hecho de que mi abuelo nunca aprendió a bailar.  Paco estaba en un rincón cerca del féretro, tenía la cara desolada, pero no le salían las lágrimas, como si estuviera congelado en un solo pensamiento.

Regina estaba en el hombro de uno de sus pretendientes. Lloraba y recibía los abrazos de las amigas que llegaban cargando arreglos florales; mandaba miles de mensajes en el celular y luego volvía a llorar en algún hombro. Hubo un momento en el que salí a una terraza a fumar con ella. Recuerdo que el cielo estaba totalmente nublado. Me tomó del brazo y con los ojos húmedos me dijo:
 —De verdad que no entiendo cómo sus propios hijos no pudieron respetar la palabra de su padre. ¡Qué les costaba cumplir su última voluntad!

Y siguió maldiciendo a los tíos por un rato. Yo me encontraba en un estado nebuloso, desde que Helmut enfermó había dormido poco. Asentía a todo lo que decía Regina.

Después de varios meses vendieron la casa. Por muchas razones que no vienen al caso me fui a vivir a Londres y me olvidé de los líos familiares. Conseguí un trabajo en una cafetería cerca de Shepherd’s Bush, aprendí a hacer pan y a preparar distintos tipos de cafés.  En los meses que el clima lo permitía, regresaba del trabajo caminando, así iba conociendo un poco la ciudad y despejaba mi cabeza después de ocho horas de estar en un mismo lugar. Lo que más me gustaba de mis recorridos era el atajo que me hacía pasar por un cementerio, que allá suelen ser lugares con mucha vitalidad. La gente acude a ellos para ir a correr o los usa como un parque para sentarse a pasar el rato. Invariablemente al ver las tumbas me quedaba cierta insatisfacción de saber que no había un lugar donde estuviera asentada la muerte de mi abuelo. Sus cenizas, Regina, Paco y yo, las esparcimos en el jardín, a un lado de Xicoténcatl, pero al poco tiempo tiraron la casa e hicieron un edificio con roof garden. 

Suburbios londinenses en un grabado de Gustave Dore, tomado de la Wellcome Collection.

Después de unos meses, en el cementerio por el que pasaba casi a diario, el departamento de antropología y el de cibernética de la Universidad de Londres implementaron un programa para convivir de manera peculiar con los muertos. Cuando uno vive, lo desea y lo puede pagar, acude a un centro especializado donde le colocan electrodos en el cuerpo y lo graban en videos que se quedan para la posteridad. Con ese procedimiento, el visitante se coloca el casco de realidad virtual y, mientras camina por los andadores del cementerio, va viendo cómo emergen en tercera dimensión los muertos y se escuchan las palabras que hayan grabado para los vivos. Cuando le conté a mi madre, me dijo que le sonaba tétrica la idea de andar escuchando ancestros ajenos. La verdad es que era agradable. Había de todo. Unos habían grabado saludos muy simples. Otros decían una frase motivacional o una anécdota. Había muertos que bailaban y muertos que recitaban poemas.

Se me hizo costumbre frecuentar a los muertos virtuales. Aprendía mucho de escuchar a la gente. Recuerdo mucho a un profesor que se grabó dando clases sobre la Operación Dinamo, tema que lo había apasionado toda su vida y al que le había dedicado cuatro libros y decenas de artículos. En unos minutos deshacía hipótesis de otros colegas con argumentos convincentes. La pasión y una buena pedagogía hacen milagros, a mí que nunca me había interesado mucho la historia, cada vez que salía de escucharlo me iba directo al internet a buscar más información.

También iba para escuchar a Cindy, una viejita pelirroja que tenía el gusto de contar detalles de sus nueve hijos y sus 14 nietos. Me recargaba en un álamo y oía la vida de su familia. Con los ojos brillantes de la emoción, uno por uno los iba desmenuzando: “Michel, hijo de Caty, la penúltima, ahora tiene 14 años. Es un joven muy introvertido pero muy cariñoso. Dice que quiere ser médico. Una vez, cuando era niño, se quedó a dormir en mi casa. En la noche, de pronto empecé a escuchar ruidos en la cocina, pensé que se había metido un gato. Pero era el condenado de Michel que se estaba robando mermelada de la alacena. ¡Tremendo susto que nos llevamos!”.

Por otro lado, después de cruzar un sendero de robles casi al fondo del cementerio, surgía virtualmente un señor que sólo había grabado apenas un par de minutos. Lo importante no era su mensaje: era su nariz y sus ojos idénticos a los de Helmut. La diferencia era que este hombre era un poco más chaparro y barrigón. En sus breves minutos de grabación, el señor vestido en uniforme militar, tomaba su medalla y la besaba. Luego entonaba un coro satírico que lo llenaba de júbilo. Después de la canción comenzaba a contar una anécdota de una batalla, hasta que la grabación se interrumpía. Parecía un error de la máquina, pero nunca lo repararon, nunca pude concluir la historia. Algunas de esas grabaciones estaban restringidas por los familiares, quienes les ponían un candado virtual a algunas de las partes grabadas, pero con este señor no aparecía el simbolito del candado. Simplemente se difuminaba la imagen. Por email le platicaba con emoción a Regina y a Paco de lo que veía en el cementerio virtual; ellos respondían con escépticos: “Hombres güeros con ojos azules en Europa debe haber millones, seguro tratas de poner tu añoranza de Helmut en alguien parecido”.

Cuando después de algunos años regresé a vivir a la Ciudad de México y pasaba cerca del edificio donde estaba la casa de Helmut, inevitablemente sentía tristeza de saber que no tenía una tumba a donde acudir. Pero tal vez, más que una tumba, me hubiera gustado un lugar dónde emergiera en tercera dimensión y dijera algunas palabras con su tono grave. Como cuando lo llevábamos en la silla de ruedas (él decía que era su barco) al mercado y gritaba: “Capitán, favor de llevarme por mangos”. “Capitán, no podemos irnos sin degustar un taco de cecina”.

Inacabables trajineras de Xochimilco. Fotografía de la alcaldía.

***
Juan Schulz (1989). Escritor nacido en la Ciudad de México. Ha publicado crítica literaria en revistas como Memoria, Mula Blanca, Revista de la Universidad y La Jornada Semanal, entre otras.
Twitter: @JuanXulz

La imagen de portada es una fotografía de brigadistas contra la malaria en el delta del Danubio en 1929, tomada de la Wellcome Collection.

1 comentario

  1. Vicente Guzmán Ríos dice:

    Una sensible desteeza y manejo del interés de la mirda lectora, que tiene el pecado de ediciones muy poco fecuentes. Pecado de el autor o de quien publique. De cualquier modo, felicidades, por este relato muy ameno que atrapó mi interes poco afecto al tema de la muerte. Gracias por compartirlo.

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