por Nadine Lifschitz
Era martes, en la calle hacía frío y lloviznaba. Como se jugaba la semifinal del mundial entre Argentina y Holanda casi no había gente afuera, así que yo estaba llegando más rápido que nunca a lo de Tati.
De mi casa a Barracas había un largo recorrido que yo resolvía con el subte B hasta Callao y el 12 hasta Montes de Oca, o subte B hasta Uruguay y el 17 hasta Rocha. Era un viaje tedioso que ya casi nunca hacía, pero Blanca se murió ese día y no otro.
Blanca era la mamá más linda de todas las mamás del grupo. Contaba orgullosa que había engordado treinta y tres kilos en cada embarazo para que cuando uno la viera se preguntara dónde había quedado ese pasado obeso. Tenía la piel clara y suave, y los ojos oscuros, con la distancia perfecta entre uno y otro, y una melena colorada que cuidaba de manera obsesiva.
Escuché a los vecinos gritar gol y muchos bocinazos. Después la gente salió a los balcones, cantaba a los gritos “Vamos Argentina, carajo”. Toqué timbre y me abrió Laura, la hermana mayor de Tati; la había visto por última vez en la clínica, donde nos abrazamos y lloramos juntas. Esa mañana casi no me miró a los ojos, sólo abrió la puerta y vi cómo le caían unas lágrimas que no se molestaba en secar. Parecía no haber dejado de llorar desde que Blanca había entrado al Fleming por última vez.

Fotografía tomada a la FIFA.
Subir la escalera larga de mármol que parecía recibirte desde Montes de oca había sido una costumbre de todas las semanas desde que teníamos 14 años. Pegada a la puerta de la casa estaba, todavía, la verdulería de Victoria, una señora boliviana que tenía varios dientes dorados y siempre estaba sentada en su silla de plástico gastada. Sobre Victoria se decían muchas cosas: que era jefa de una red de trata de personas, que las chicas que le atendían la verdulería vendían droga y que explotaba a sus hijos. Pero como Victoria también vendía la mejor verdura del barrio, Blanca se olvidaba de todos los chismes y nos mandaba a comprar lo necesario para las cenas en la cocina de Barracas.
Abrir la heladera de la casa de Tati era como ir al supermercado mayorista: el pan de manteca de un kilo, el pote de dulce de leche más grande y gaseosa tamaño comedor infantil. Para mí ser muchos en la casa era una novedad. La formación habitual en la mía era, en el mejor de los casos, tres personas sentadas alrededor de una mesa. En cambio, en lo de Tati, pasaba el tiempo y, pese a los divorcios o las muertes, la gente en vez de disiparse se amontonaba.
Cuando faltaban sillas comíamos en dos turnos. La cena se completaba como fuera y para todos. Mientras la mayoría de los adultos terminaban de cenar, nosotras nos íbamos a bucear en los neceseres de Blanca. Usábamos todos los maquillajes que podíamos y salíamos, aunque más no fuera, a tomar un helado a Diamante. Ellos, los grandes, se quedaban en la mesa redonda jugando al burako, tomando tragos y fumando cigarrillos.

Antes de 2022, la Copa del Mundo de 2014 la perdió la Argentina frente a Alemania.
Ese día, el piso de mármol se sentía más helado que de costumbre. Era pleno julio y la casona de Montes de Oca, con sus ambientes gigantes y sus techos altos, era muy difícil de calefaccionar. Lo primero que vi fue a un par de personas en la sala de pool. Vi también una barra y a una de las tías de Tati armando un Campari. Saludé a algunos conocidos. Si algo caracterizó siempre a esa casa eran los muebles robados del canal de televisión donde trabajaba Blanca. La barra, la coctelera, las banquetas altas de caño y cuerina blanca, y hasta unas lámparas que colgaban del centro de la habitación. Todo había sido escenografía o decorado en programas que fueron quedando en el tiempo.
Antes de entrar a la sala, con la intención de encontrar a Tati, pasé por la habitación de Blanca. Espié por la puerta entreabierta y ahí estaba el placard de madera. Había sido, para Tati y para mí, nuestro lugar en el mundo por algunos años.
En la casa de Barracas nos preparábamos casi siempre para ir a bailar a La Reina. Nos vestíamos exageradamente sensuales, nos poníamos una minifalda y alguna remerita que mostrara lo mejor de nuestros cuerpos adolescentes. Nos sentíamos livianas, no conocíamos el pudor o el miedo. No había frío que nos helara en la calle, ni calor que nos aplastara en el boliche.
Por más que buscaba a Tati no podía encontrarla. Decidí acercarme a la barra porque creí ver a Marga, pero ninguna de mis amigas había llegado. Eran todas personas que yo conocía de los mediodías de sábado de antes. Varios estaban reunidos alrededor del televisor esperando el segundo tiempo del partido y comiendo pizza recién llegada. Todos trataban, con mayor o menor esfuerzo, de disimular el interés por el evento futbolero. Lagrimeaban o ponían cara de compasión cuando tenían que dar el pésame a alguien cercano a Blanca, trataban de suavizar la felicidad que les producía el partido e intentaban que no se notara cuando algo indicaba la bonanza argentina.

Entre los presentes pude ver al padre de Tati. Hacía tiempo que no era el marido de Blanca y sin embargo se lo notaba muy triste. Llegué a pensar, antes de aquel día, que ese tipo de amor no existía. Con ellos aprendí que no importaba el divorcio, las diferencias postseparación, ni las peleas por plata que podían invadirlo todo, Mario y Blanca se querían. En los últimos momentos él la acompañó a cada especialista y escuchó atento cada parte médico. En todas las internaciones Tati nos contaba que era él, y no el novio de Blanca de ese momento, el que se encargaba de contenerla.
De repente, algo pasó en el partido que provocó un silencio total en la casa. Debió haber sido unos minutos antes de que se pateara el primero de los cinco penales que definirían nuestro lugar en el mundial. Fue, en ese momento que empecé a escuchar un sonido agudo, molesto. No pude distinguir de dónde venía, pero sentí que me llamaba. Recorrí varios lugares de la casa buscando ese sonido y tratando de encontrar a Tati cuando llegué a la cocina y, aunque no había nadie, me quedé parada ahí.
Fue en la cocina de Barracas donde, una vez, mientras Tati se maquillaba, Blanca me descubrió mirando atenta cómo encendía uno de sus Jockey Suave. Primero sonrió y después me dijo que si no le contaba a mi mamá que había sido ella, podía agarrarme uno.
También fue Blanca la que nos habló de sexo por primera vez sin que a mí me diera vergüenza. Para la época de La Reina yo usaba una cartera rectangular de plástico transparente con correa fucsia que le había robado a mi mamá y que a su vez ella le había robado a la suya. Como todo lo que había en el interior se podía ver, Blanca no tardó en descubrir unos preservativos que yo llevaba “por si acaso”. Después nos dijo a Tati y a mí que no teníamos que facilitar tanto el camino. Nos sentó y nos dio un ejemplo para que nos asustáramos lo suficiente. Dijo que ella había tenido su primer embarazo a los 16 años, que su mamá la hacía correr alrededor de la casa de La Plata para que no le creciera la panza y que tuvo que abortar a escondidas de su padre. Que por suerte su mamá fue su cómplice, que pobre vieja, que se murió tan joven, que el cáncer es tremendo y cómo te arruina tanto en tan poco tiempo.
En esa misma cocina yo había llorado mi primer corazón roto. Ahí fue que Blanca me consoló y cocinó milanesas para nosotras. Esa cocina albergó miles de nuestras tardes de pintarnos las uñas, tomar mates y hablar de casi todo con tele de fondo. Me quedé parada en la puerta. Apoyé la cabeza en el marco de hierro helado y volvió, como una fotografía a mi mente, la última vez que vi a Blanca en la casa. Era sábado, hacía un par de semanas que le habían diagnosticado el cáncer y yo iba a acompañar a Tati a despejarse y caminar por Barracas. Llegué a la cocina y lo primero que vi fue a Blanca totalmente roja. Jugaba al burako con su novio, su hermana y el marido de ella. Blanca había empezado quimioterapia y le había dado una reacción alérgica que la dejó llena de ronchas enormes que le cubrían todo el cuerpo. La cocina estaba viciada por una gran nube de humo, cada uno tenía un cigarrillo encendido. Tati, que estaba al lado mío, tuvo que empujarme un poco para que me animara a entrar. Saludé a todos y por último apoyé una mano en el hombro de Blanca. No pude evitar preguntarle si le dolía, pero ella no sacó la mirada de su atril. Noté que tenía una escalera pura y una pierna de tres. No me contestó y me pidió por favor que vaciara el cenicero.
Sentí que algo me pellizcó el brazo y reaccioné. Tati me había encontrado. Tenía la piel de un color amarillento y la mirada como perdida, llena de agua. Nos abrazamos.
Ella siempre habló a un volumen de voz inaudible, pero ese día cada vez que intentaba decirme algo, parecía haberse olvidado el idioma. Nada de lo que salía de su boca se entendía.
El sonido molesto que había empezado a escuchar tomó más fuerza cerca de Tati. Le pregunté si escuchaba algo extraño, pero no dijo nada y se puso a lavar platos y vasos descartables. Le pregunté entonces si le habían avisado a mucha más gente y disparó:
―Mi papá invitó a todo el barrio, ¿podés creer? ¿En qué estaba pensando? Hasta reunió a todo el grupo del club para estar juntos y ver el partido.
Tati deambulaba por la casa y a cada rato la perdía. La busqué en su habitación varias veces y la encontré casi colgada de la ventana “viendo a la gente pasar”, dijo.
Los goles de ese día retumbaron en cada habitación. Afuera, los bocinazos y los festejos por la victoria de Argentina se volvieron la música de fondo de ese sonido, casi imperceptible, como un lamento, que yo no podía parar de buscar.

Intenté reconocer de dónde venía, subí al quincho, en donde algún día habíamos festejado cumpleaños, Navidades y Rosh Hashaná. Cada rincón de la casa estaba empapado de Blanca. Los detalles arreglados con sus manos, las alacenas gigantes y bien ordenadas, llenas de herramientas, cajas etiquetadas prolijamente. En todos los muebles robados, en los reciclados y en los espejos decorados a mano. En las botellas de cerveza vacías que servirían para una próxima vez. En los planes truncos, los viajes que planeaban durante la enfermedad para engañar a la muerte, para sentirse dueñas de un tiempo que ya no les pertenecía.
Volví a la habitación de Blanca. Esta vez entré y cerré la puerta, el sonido era más agudo ahí. Parecía un rechinar de dientes y me asusté un poco. Noté algo de humedad en la pared donde estaba el espejo de pie. Me acerqué y casi de casualidad me encontré con mi reflejo. Por primera vez noté mis pómulos un poco caídos y la piel más opaca. El sonido aumentaba su volumen y se dispersaba por la habitación. Me pregunté si nadie más estaría escuchándolo. Recorrí cada rincón, me acerqué a la cómoda en donde estaban colgados todos los collares que Blanca armaba casi frenéticamente cuando se enteró de la enfermedad. Vi cómo de uno de los cajones abiertos, sobresalía tanza y se asomaba una caja con mostacillas.
Bajo la tapa de la cómoda, entre la madera y el vidrio, vi la foto de Blanca, Tati y Laura. Me quedé unos segundos contemplando esa formación de tres que ya no sería.
Quería entender de dónde venía aquel sonido que se parecía mucho al llanto pero no era. Quería sentir que estaba bien que estuviésemos festejando a Blanca post mortem. Quería que algo explicara la desaparición y el alivio que llegó con su muerte.
En la punta de la cómoda estaba el cenicero de cristal que Blanca usaba sólo en esa habitación. Lo vi lleno de cenizas y una colilla de cigarrillo vieja con labial impregnado. Recorrí con un dedo los bordes del cenicero, el sonido se hizo aún más presente. Lo agarré y decidí vaciarlo.
Escuché el grito emocionado de los relatores que salía de la televisión hablando de Romero convertido en héroe y de la selección que estaba, después de 24 años, nuevamente en una final del mundo.
Ese sería el final, aunque el sonido siguiera invadiéndolo todo.

celebrado en Brasil.
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Nadine Lifschitz (Buenos Aires, 1989) es guionista y escritora de narrativa. Además coordina talleres literarios. Trabaja desarrollando contenido audiovisual y publicó un libro de cuentos, Bebé vampiro, por la editorial Concreto (Argentina, 2020).
Instagram: @nadinesoy
Twitter: @NadineLifschitz
Las imágenes de portada e interiores fueron tomadas de las redes sociales y la página oficial de la FIFA.