El escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna era un prosista tenaz, obsesivo, torpe en la obligación artística de la metamorfosis del propio estilo, reiterado.
Capaz de desoír las transformaciones estilísticas, técnicas y psicológicas que sufría la novela a su alrededor, hizo obsesivamente siempre el mismo libro, y sin embargo no se le puede reprochar pasar a ciegas por su tiempo. Por el contrario, es un cronista expresivo, plástico, insustituible, de la primera modernidad del siglo XX.
Nacido en 1888 bajo el signo de cáncer y fallecido en Buenos Aires, su literatura es la del asombro por el trapecio de circo, la belleza silente del primer cine mundial, las andanzas de Charles Chaplin, la fantasmagoría del teatro, la elegancia sensual de las vedettes y los primeros relámpagos de la modernidad que electrificó París a principios de siglo, en la muerte de Friedrich Nietzsche. Así, sus líneas poéticas están desbordadas del asombro por el paraguas y la engrapadora, el bombillo y el subterráneo: testigo de su tiempo con el privilegio del habla de visible dejo aristócrata, Gómez de la Serna hizo la fotografía congelada de un primer mundo interconectado.
En celebración de un estilo obsesivo y desperdigado, en confianza por la belleza que se ignora, que alumbra y luego se olvida, Altura desprendida ofrece esta pequeña colección de greguerías, todas tomadas de la edición Cátedra curada por Rodolfo Cardona, de un ejemplar impreso en 2006 en el Madrid que vio crecer a don Ramón.
Las greguerías son esa colección de hallazgos inmejorables donde en un instante se abre la contundencia del asombro, la claridad de la revelación, la facultad poética de ver esto en aquello, la mirada que subvierte el tedio de la costumbre para encontrar la analogía no por inesperada menos precisa. O tal vez sean otra cosa, que mejor juzgará el lector en un recorrido por este minúsculo gabinete.

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En la campana hablan el cielo y el abismo.
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El pan duro es como un fósil recién nacido.
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La palmera es un árbol acuático que logró llegar a la orilla.
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El humo sube al cielo cuando debía bajar al infierno.
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Las camisetas encogen como si nos volviesen a la infancia.
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El tren parece el buscapiés del paisaje.
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El secreto de Paganini fue que el arco de su violín estaba hecho con pelo de bruja.
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Lo más gracioso de nuestro esqueleto es que tiene caderas de gran mariposa de hueso.
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Alicates: cangrejo incomestible.
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Las columnas salomónicas danzan la danza del vientre.
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Los helechos tienen hojas de ciempiés.
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Aquella mujer me miró como a un taxi ocupado.

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La mayor ingenuidad del novel círculo literario es el nombramiento de tesorero.
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El mono parece proceder del coco peludo como si hubiese salido de su huevo.
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No hablemos mal del viento porque el viento siempre está parado a nuestro lado.
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Al ombligo le falta el botón.
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El único fruto pasional que se entreabre ansioso de ver la vida es la granada.
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Botella: sarcófago del vino.
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La golondrina es una flecha mística en busca de un corazón.
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La jirafa es un caballo alargado por la curiosidad.
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Los ratones hacen contrabando de pulgas.
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La belleza con lunares es una belleza certificada.
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En las máquinas de escribir sonríe la dentadura postiza del alfabeto.
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Menos mal que a los mosquitos no les ha dado por tocar el saxofón.
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Las mariposas las hacen los ángeles en sus horas de oficina.
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El beso es la burla del soplo.
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El arcoíris es la bufanda del cielo.
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La escoba baila el vals de la mañana.
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El que ronca tiene ventriloquía de león.
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Los tramoyistas son los marineros del teatro.
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El animal más cejijunto es el búho.
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Los plátanos envejecen en un solo día.
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Hasta pronunciar la palabra miel es pegajoso.
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Golondrina: bigotes postizos del aire.
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¿Es que saben los que duermen quiénes son?
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Luna: cinematógrafo con películas viejas.
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Berenjena: nombre de reina.
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Las nubes caen como leones sobre la luna, pero no la pueden devorar.
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La O es el bostezo del alfabeto.
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Hay que hacer tumbas con periscopio.
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La nieve se apaga en el agua.

Imagen de portada: La aguadora, de Martín Rico, óleo sobre tabla originario de la década de 1870. Imagen tomada del Museo del Prado.