por Svetlana Garza
Si los géneros literarios todavía importaran habría que considerar que La Traducción es uno de ellos. Supeditada siempre al contenido, al ritmo, a la métrica, al estilo, e incluso a la extensión de un texto primero, la obra segunda, es decir, la traducción, no suele ser considerada autónoma. Es una obra de segunda, una copia mala e infiel de una verdadera, cuyo traslado a otra lengua implica siempre una pérdida. Pero si contemplamos la traducción como una forma de escritura cuya característica fundamental es que depende de una obra primera sin que esa codependencia se entienda como una limitante, a partir de la cual crea una obra segunda (como lo hacen la mayoría de las obras, de todas maneras), el cambio no tendría por qué ser una pérdida; y valores como la fluidez o la fidelidad no serían los mayores atributos otorgables a la traducción. Así, la creatividad y la originalidad serían tan importantes en la segunda obra (texto meta) como lo fueron en principio para el texto fuente. Y todos los que queremos escribir deberíamos estar traduciendo.
José Ortega y Gasset escribe en “Miseria y esplendor de la traducción” que, en efecto, la traducción es una labor imposible, y que todas las metas importantes que la humanidad se propone son, de hecho, inalcanzables. Pero, al decir esto, no está apuntando a la incompetencia de la naturaleza humana, sino a su insaciabilidad. Nada es perfecto porque hasta lo más bello o lo más completo es perfectible. El filósofo distingue entre utopías buenas y malas: las malas serían las que creemos asequibles sólo porque somos capaces de desearlas, y las buenas serían aquellas que perseguimos aun a sabiendas de que son inalcanzables. Para él, la traducción es un género literario en sí mismo, con sus propias regulaciones y características, que corresponden a una especie de género de la utopía. Pero que la traducción perfecta no exista, no significa que sea imposible, así como la incapacidad de alcanzar la perfección tampoco quiere decir que no exista la excelencia (lo que no existe es lo definitivo). ¿Por qué le exigimos a la obra traducida algo que no le exigimos a la obra original: satisfacer a todos? ¿Por qué no crear una conciencia de la traducción que permita al traductor y al lector “ejecutar un texto como se ejecuta una pieza” en la que traductor y lector introduzcan sus respectivos conocimientos del mundo? Esta no imposibilidad, sino inagotabilidad del texto fuente y de sus traducciones sería una característica inherente a la traducción como género: un mismo texto fuente puede dar lugar a una infinitud de nuevas obras sólo con ser traducido y cada una de estas nuevas obras se ganaría su relevancia en el campo literario existente. Como dice Virgilio Moya: “Si no nos dan a los traductores la oportunidad de explotar al máximo las posibilidades de nuestra lengua, nunca llegaremos a conocer verdaderamente los límites de ésta”. Si aceptamos que la traducción implica cambio, debemos entender también que éste no necesariamente conlleva una pérdida, sino al contrario: la imposibilidad de la traducción perfecta invita a la infinitud de traducciones posibles.

La lengua está en constante cambio, desintegrándose y reintegrándose con su uso, hecho intrínseco al lenguaje y a la literatura. Esto, más que un problema, es un aspecto positivo para la traducción. Las teorías deconstructivistas de la traducción olvidan nociones tales como equivalencia y plantean la posibilidad de que la obra a traducir no sea más que el resultado de otra u otras obras previas en la tradición literaria. Esto contribuye a desmitificar el original, a negar su existencia, a bajar del pedestal el texto unívoco descendido sobre nosotros como por decreto místico, inalterable. Cada texto, lugar y circunstancia histórica demandarán las traducciones que se les adecúen y el autor o la autora (de la traducción) podrán apegarse a los cánones de la época o desafiarlos, o plantear una nueva propuesta, o varias, o encontrar puntos de inflexión, haciendo al lector partícipe de la lectura y consciente del proceso de traducción.
La lengua cambia, el contexto histórico cambia, ambos avanzan y vuelven a sí mismos una y otra vez. El habla y el lenguaje literario están insertos en esta espiral de la que la traducción también forma parte y cuya práctica es esencial para que continúe. Imposible de rastrear, en términos prácticos, el original no existe y esto, más que un obstáculo, es una insinuación: una invitación a encontrar muchas formas de traducir, críticas, osadas, lúdicas… Es una invitación a que los aspirantes a escritores que tienen acceso a una segunda lengua se ejerciten traduciendo, inauguren el género antiguo de la traducción, de la escritura sin página en blanco, y en una de esas se inventen, en la copia, un nuevo original.

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Svetlana Garza
Estudió lengua y literatura inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde ahora cursa la maestría en literatura comparada. Es poeta, traductóloga y traductora de libros como Trozos de mí, del poeta beatnik Bob Kaufman; de la novela Entre actos, de Virginia Woolf; de La venganza del Saguaro, de Tom Miller, entre otros. También es autora del poemario de literatura erótica La Rinoceronta en el cuarto (Editorial Letras Líquidas). Su obra, además de revistas independientes, ha sido publicada en el libro colectivo Fantasías desanimadas, de Editorial Literal, y en la antología Silueta: narrativa y poesía, de Colectivo Entrópico. Sus próximos dos libros de poesía están varados por la pandemia y nunca se ha ganado un premio. #jamásbecada
Facebook: @larinoceronta
La imagen de portada es vitamina C proyectada con luz polarizada, elaborada por Kevin Mackenzie para la Universidad de Aberdeen. Tomada de la Wellcome Collection.
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