Una geografía sin nombre

por Roberto Abad

Hace unos días Ariana Harwicz, escritora argentina radicada en Francia, publicó un tuit en el que transcribía una conversación hipotéticamente verídica: “Tú no eres una autora latinoamericana, me dijo una editora española. ¿Y qué soy?, le dije, ¿sueca? Para nosotros los españoles, la literatura latinoamericana es: o sobre feminicidios, o sobre narcos, o sobre gótico andino, así que no sé qué sos, pero latinoamericana, no”.

La idea de que el lugar de origen defina una literatura no es nueva, pero sí está muy activa, por razones que no importan ahora. Es fácil caer en la trampa de pensar que un autor o autora, por ser de cierta geografía, debe escribir o rescatar ciertos tópicos locales. Sin embargo, quién puede negarle una historia sobre México a un Julio Verne que nunca pisó estas tierras. Lo que le importa a Verne en Un drama en México es el viaje, la ficción, la invención de un imaginario.

Jorge Arturo Hernández García (Cuernavaca, 1983) lo tiene claro; su escritura no pretende ser marca de su nacionalidad; más bien saluda tradiciones lejanas territorialmente, es decir, se camufla, con la habilidad de un pulpo, entre literaturas de países fríos, cuyo pasado ha sido definido por los conflictos bélicos, por los cambios de regímenes, por sociedades en crisis permanentes y, finalmente, por el sinsentido.

El hombre que esperaba el tren (Universidad Autónoma de Campeche, 2020, ganador de los XXXVII Juegos Florales Universitarios) es un libro que reúne cuatro relatos que se podrían inscribir en la cuentística rumana, polaca, húngara y hasta alemana. Esto quizá no diga mucho; sin embargo, es evidente que los personajes de Hernández se alimentan de la narrativa de la posguerra del siglo XX que retrata, con una fidelidad tajante, la degradación, la muerte, el hambre, pero también la compasión y el consuelo.

Este compendio escapa del espectro temático con que se suele encasillar la literatura latinoamericana actual y se inclina por la crudeza de la narrativa de posguerra del siglo XX.

Al menos tres cuentos de este cuarteto se mueven por un mundo que parece haber sido delineado con el mismo bisturí. Los protagonistas comparten un vacío que los hace mirar constantemente hacia la ventana con la posibilidad de arrojarse. “Los edificios sirven para despedirse de la vida”, dice el narrador de la primera historia. Ese vacío a veces halla maneras de resarcirse, de curarse un poco. Y entonces se generan momentos luminosos entre las ruinas. Dos ejemplos: el personaje principal de “Vuelo de ángeles”, que vive en un bloque habitacional, se ve involucrado en el cuidado de las hijas de su vecina, quien se escapa cada noche con diferentes hombres. El sujeto tampoco tiene dónde caerse muerto; pero parece no importarle. Una de las niñas es apenas una bebé y llora de hambre. La engaña metiendo un dedo en su boca. Sólo así logra hacer que duerma. El segundo ejemplo es más revelador: en el relato que da título al libro, un hombre recibe un nombramiento “especial”: vigilar una estación de trenes vieja y en el olvido. Ante sus ojos representa una gran enmienda, pero a los de su esposa es un despropósito casi humillante; ahí no hay nada que hacer, “¡Ja!, la estación está más abandonada que mis carnes, pedazo de borracho”. Sin importar lo que digan la esposa y un amigo, el hombre lleva a cabo su tarea puntualmente, orgulloso, ansioso por escuchar la respiración mecánica de la locomotora. El tren, que es un símbolo de ausencia y encuentro a la vez, que lo mismo ha servido como escenografía de salvación y tragedia en la Historia europea, es aquí un fantasma que despierta los anhelos de ese hombre. Y como no podría ser de otra manera, el tren no llega, nunca llegará para él. Un día recibe una carta del gobierno; demolerán la estación. Ya no requieren de sus servicios. El hombre decide ir de todas formas. En la escena final escucha un silbido. Ilusionado sale a recibir la máquina, que no es sino su esposa y su amigo arriba de lo que creo es una vagoneta de tracción manual. Ése es el tren ganado.

La apuesta estética del narrador morelense Jorge Arturo Hernández García se desliza en una suerte de niebla cargada de anhelos y desesperanza.

Hay algo que me llama la atención y que podría entender como una manifestación de principios. Esa geografía sin nombre pero con rasgos identificables en la que el autor sitúa a sus personajes está varada en penumbras, en medio de los vestigios de algo que ocurrió y que no termina de pasar del todo, y que además salió mal. En esa coordenada cruel, sugiere, el mundo conserva su pulso, su tibieza. Entonces vale la pena ser pacientes. Esperar un tren que con suerte puede convertirse en amistad o en amor, ser testigos de la nieve que cae y las ventanas que se abren a un abismo de incertidumbre. Resistir a la helada hasta el último momento. Aceptar que la estepa cambia.

Finalmente, si siguiera el juego de la editora española, tendría que decir que Jorge A. Hernández es el escritor más polaco de los mexicanos. Por suerte nació en Morelos.

***
Roberto Abad (Cuernavaca, 1988)
Escritor y músico. Orquesta primitiva (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) es su primer libro de cuentos brevísimos. Premio Nacional de Narrativa de los XI Juegos Florales Ramón López Velarde. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2018-2019). Su más reciente colección de relatos es Cuando las luces aparezcan (Paraíso Perdido, 2020).
Twitter: @ROA07

La foto de portada es una cortesía de Alejandro Téllez (@demente_q).

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