Nació en 1939, año en que Francisco Franco consolidó su golpe de Estado a la segunda república española, y murió en 2003, el mismo año en que George W. Bush concretó su invasión a Irak como derivación del ataque a las Torres Gemelas de Manhattan perpetrado en septiembre de 2001.
Es el intelectual catalán Manuel Vázquez Montalbán, que en los finales del siglo XX viajó a la Selva Lacandona para entrevistarse con el vocero del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el entonces autoidentificado Subcomandante Marcos, de cuya conversación derivó un libro: Marcos: El señor de los espejos, publicado en 2001.
Polígrafo que escribió de Cuba y México, detenido en 1954 como militante comunista durante la dictadura de Franco, además de desarrollar la novela policiaca y el periodismo, en aquel recorrido por Chiapas y la revuelta neozapatista el barcelonés compuso su libro no sólo con el escritor del pasamontañas, sino también con el periodista indigenista Hermann Bellinghausen, con quien conversó acerca del cacicazgo cultural que, de la mano del Partido Revolucionario Internacional (PRI), ejerció Octavio Paz en el México de fin de siglo, ya consagrado como el intelectual público del régimen político, al que alguna vez se opuso, por ejemplo, renunciando a la embajada de la India tras la matanza de Tlatelolco, ordenada por Gustavo Díaz Ordaz en 1968.
Tras considerarla una fotografía elocuente de la violencia cultural con que se ha movido la élite literaria mexicana durante años, Altura desprendida recupera un pasaje de aquel libro sobre Marcos donde se comenta la primacía diseñada de los discípulos de Paz, el cabildeo salinista a favor del premio Nobel, entre otros episodios significativos de la historia moderna de México.

Imagen tomada de La Flor, periódico independiente.
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Vázquez Montalbán: ¿Los discípulos de Paz están a la altura de sus jefes?
Bellinghausen: Octavio Paz es un poco el producto de un México que se acaba, era un hegemonista y un corporativista con los que pensaban como él y bajo él. Curiosamente su padre había sido zapatista, pero hablaba raramente de su padre. Su abuelo era novelista y general del ejército porfirista. Ése es el abuelo que él reivindica, pero no a su padre. Del padre no hablaba nunca.
Retorno una vez más a la que fue deslumbradora lectura de El laberinto de la soledad, donde Paz ejerce con toda su seducción metodológica basada en la amplitud de sus referencias culturales para llegar a conclusiones más pertenecientes a las ciencias sociales. Construye la teoría del mestizaje sobre la síntesis entre la filosofía del indígena precolombino y el catolicismo, basada en la idea de la muerte que es una nueva vida. Añade más tarde: “En resumen, se contemple la Conquista desde la perspectiva indígena o desde la española, este acontecimiento es expresión de una voluntad unitaria. A pesar de las contradicciones que la constituyen, la conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si México nace del siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles”. La violencia cultural de bautizar al indio la contempla Paz desde el lado positivo de que ese bautismo le ayudaba a formar parte de un orden, de una Iglesia, mal menor puesto que el indio estaba en orfandad, huidos sus dioses, muertos sus caudillos. Paz no justifica la sociedad colonial, pero admite que la historia tiene la realidad atroz de una pesadilla y “…la grandeza del hombre consiste en hacer obras durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberarnos, así sea por un instante, de la verdad disforme por medio de la creación”. No estaría muy lejos esa “creación” frente a la fealdad de la Historia como pesadilla, de la construcción del imaginario mexicano al que se refería Bonfil que nunca integró realmente, salvo en el fabuloso laboratorio de las palabras de Paz, el indigenismo. En El laberinto de la soledad, Paz entiende que el democratismo aplicado por la independencia no se correspondía con las estructuras sociales reales, por ejemplo, no existía una burguesía con posibilidad o voluntad de hegemonía y en Hispanoamérica sólo servía para vestir a la moderna la supervivencia del sistema colonial. “La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente”. En cambio, prosigue Paz, la Revolución se presenta como una exigencia de verdad y limpieza de los métodos democráticos, según puede verse en el Plan de San Luis del 5 de octubre de 1910, “…lentamente, en plena lucha o ya en el poder, el movimiento se encuentra y define. Y esa ausencia de programa previo le otorga originalidad y autenticidad populares. De ahí provienen su grandeza y sus debilidades”. Dentro de las posiciones revolucionarias, el zapatismo histórico, el de Zapata, para Paz es una vuelta a la más antigua y permanente de las tradiciones mexicanas, frente a la actitud de los intelectuales de la época, que fueron incapaces de adivinar el sentido del movimiento revolucionario, “…seguían especulando con ideas que no tenían más función que la de máscaras”.

Gracias a la Revolución, el mexicano se reconciliaría con su historia y con su origen y cuando triunfó provocó la complicidad de una nueva juventud intelectual, complicidad que Paz describe en positivo y que hoy puede leerse en negativo a juzgar por el clientelismo. “El intelectual se convirtió en el consejero, secreto o público, del general analfabeto, del líder campesino o sindical, del caudillo en el poder. La tarea era inmensa y había que improvisarlo todo. Los poetas estudiaron economía, los juristas sociología, los novelistas derecho internacional, pedagogía o astronomía. Con la excepción de los pintores —a los que se protegió de la mejor manera posible: entregándoles los muros públicos— el resto de la «intelligentsia» fue utilizada para fines concretos e inmediatos; proyectos de leyes, planes de gobierno, misiones confidenciales, tareas educativas, fundación de escuelas y bancos de refacción agraria, etcétera”. La Revolución conseguiría crear incluso una burguesía nacional, “…sin la Revolución y sus gobiernos ni siquiera tendríamos capitalistas mexicanos”, pero como el propio Paz supo expresar magníficamente en Reflexiones sobre el presente, treinta años después de El laberinto de la soledad, se rompió el arca de la alianza en 1968 y la reacción realista fue una vez más la “modernización”, según Paz inevitable y utiliza como ejemplos a Deng Xiaoping en China, Gorbachov en la Unión Soviética, Felipe González en España o François Miterrand en Francia. Paz identifica esa modernidad neoliberalizadora con democracia y con la devolución de la iniciativa a la sociedad, es decir, pasa por encima del cadáver del patrimonialismo y el asistencialismo del PRI heredero de la Revolución. Claro que hay un costo social “…y debemos ir a atender a las víctimas inocentes de la necesaria pero cruel política de austeridad”. Tan bien dotado para deslumbrantes interconexiones culturales, tan fresco y asumible antes de convertirse en un monumento irrebatible, Paz y su lectura sincrética de México sigue gravitando como referente, especialmente por la estructura de poder en que llegó a convertirse y que le producía una cierta ceguera sobre su infalibilidad. Recuerdo que en el encuentro de intelectuales de Valencia de 1987, conmemorativo del celebrado en el mismo lugar en 1937 como una alianza de las fuerzas de la cultura contra el fascismo, en plena Guerra Civil española, Paz pontificó diciendo que la Guerra Civil de España finalmente la habían ganado el rey y la democracia. Se me ocurrió contestarle que mi larga experiencia de español treinta y seis años súbdito del franquismo me permitía llegar a la conclusión de que la Guerra Civil la había ganado Franco y Paz se levantó como se levantan los dioses cuando los pajes del Olimpo se atreven a llevarles la contraria y se limitó a decir: “Dije lo que dije porque es verdad”.

[…]
Bellinghausen: La hegemonía de Paz era indiscutible, incluso entre los que él despreciaba o condenaba abiertamente. Todos siempre vivieron con la esperanza de que algún día tuvieran una bendición o una maldición de Paz. Si él te ha citado, existes. Entrarás en el índice de sus obras completas. El poder, sobre todo el poder cultural, tiene la medida que se le otorga. Entonces, en la medida en que todo el mundo le otorgaba, hasta sus principales críticos, aquellos a quienes no les gustaba la obra de Paz, estaban esperando que en algún momento les obsequiara con una mirada. Además, no todo eran miradas. También repartía poder, dinero, becas.
Vázquez Montalbán: Era una autoridad.
Bellinghausen: Era un cacique. Pero de todos modos era un escritor muy completo, un poeta muy amplio, con una cultura muy grande, autor de una obra real, de una obra verdadera.
Vázquez Montalbán: Como poeta murió años antes de morir, pero como ensayista fue extraordinario, porque se basó en un sustrato cultural magnífico y a su servicio puso el talento de un gran escritor.
Bellinghausen: Murió peleando, le gustaba la pelea y actuar como un dictador caprichoso, especialmente con sus seguidores. Podría tratarles fatal, como cualquier rey. Y como cualquier rey, era odiado por su corte.
Texto tomado de: Manuel Vázquez Montalbán. Marcos: El señor de los espejos. México: Santillana. 2001. 427 páginas.
Imagen de portada: Tomada del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL).