por Aemilia Sámano Queitsch
Cinco hermanas en un salón, cada una lleva un vestido largo de colores cremosos, con cuello de encaje y diferentes patrones que se asemejan a la envoltura de los bombones de chocolate. Una de ellas pinta flores color pastel con pequeños murmullos amarillos sobre un lienzo, la otra entona una cantata, la otra lee una novela, la otra escribe cartas a sus amistades lejanas y la más pequeña acompaña a la cantante en el pianoforte. Por la ventana se ven caer copos de nieve y el cielo es azul casi noche y destella frío, contrasta con las velas de luz anaranjada que se empiezan a encender y abonan al calor del hogar. Tocan a la puerta y el cuadro decimonónico se ve interrumpido por la hora del té. Han traído un samovar de un morado pálido con reminiscencias de primavera impresas en los bordes y curvaturas, las manijas y el asa doradas. De la boca emana un té blanco con toques de durazno y orquídea. Esta es una escena común en la vida doméstica de la familia Stern, pero la hora del té de hoy tiene algo de especial: una nueva bruma aromática sobreviene a los muebles y los libros, las hojas, las partituras y los lienzos se impregnan y se bañan en una fragancia ignota, pero dulce y embriagadora. La promesa de la cocina es que enviarían un nuevo postre, una crema de vainilla. Bajando la escalera secreta de caracol se llega a la parte subterránea de la casa, donde está la cocina. Sobre la mesa central pende un trozo de papel que tiene en tinta la receta que apuntó el boticario para la cocinera, aún la estudia con detenimiento y no termina de entender los misterios que guarda la botellita negra, la responsable por el olor circundante en toda la parte baja de la casa, en la escalera de caracol, en la biblioteca y en el salón:
Vanillecreme
¾ de taza de crema ligera
¾ de taza de azúcar
4 yemas de huevo
De 1 a 3 cucharaditas de harina de maíz
2 pulgadas de fruto de vainilla
1 barra y media (6 oz) de mantequilla suavizada
Se combina la crema, el azúcar, las yemas de huevo y una cucharadita de harina de maíz en una cacerola. Se le hace una incisión al fruto de vainilla… Pero la cocinera no tiene fruto.
Compró la botella en la botica, etiquetada: Vanille. El frasco negro estaba entre la belladona y la tintura de beleño negro, un uso nuevo, desconocido, que trajeron desde el puerto, dijo el boticario y copió la receta de un trozo que le dio el proveedor de mercancías. No necesitas la fruta, este frasco es vainilla líquida, los cristales vainíllicos están ahí y le dan un sabor que todos van a adorar en la gran casa, tú sólo le echas unas gotitas a la crema, ahora te lo escribo en papel. Tiene efectos tónicos, calmantes y… (se apoya con los codos sobre el mostrador, forma una conchita con su mano y susurra) también tiene efectos afrodisiacos.

Las niñas quedaron hechizadas por el aroma que embistió a la salita de muñecas, que fueron encontrando adentro de todos los pasteles de la hora del té y a veces así, en su forma pura de crema de vainilla. La única vaina que reposaba en el frasco de la botica ha hecho una larga travesía para arribar a las tacitas de porcelana de la gran casa. Llegó desde Rumania en una carreta conducida por gitanos, que en las breves noches de la jornada llenaban los campos con sus alegrías y colores musicales, mientras le hacían incisiones a la fruta vainíllica y dejaban que los cristalitos de la semilla cayeran macerándose en el alcohol para ofrecer la tintura mágica cuando llegaran a su destino. La carreta estaba llena de otros bienes que cargaron en Constanza para emprender su nueva vida en Alemania. A Constanza había llegado una embarcación de Turquía. Una señora llegó cruzando el mar Mediterráneo desde Egipto, por el canal de Suez, proveniente de la isla de Bourbon.
El barco zarpó del territorio de ultramar británico, de la isla de Bourbon, en las Malvinas, donde no hay vainilla, tocando tierra cinco meses después en la isla de Bourbon Mascareña, donde sí la hay. Ahí nuestra vaina, todavía sin incisión, subió a bordo envuelta en seda y resguardada en una caja de caoba junto a varias hermanas y primas suyas, en manos de la señora esposa de un embajador británico que regresaba a su hogar y quería llevar diferentes regalos. Un presunto capitán de barco que sumaba siete años dedicándose a la bribonería le había dicho que la vaina sería tan cara como el oro y que podría venderla a altos precios en el mercado. Cuando atracaron en el puerto de Kilmia un grupo de bandidos disfrazados de guardia naval subió a bordo. La señora, suspicaz, hizo lo posible por salvar lo más preciado en caso de que decidieran ingresar al camarote a hurtarle los bienes. Ocultó el dinero y unas cuantas joyas entre su ropa. Para los frutos de la vainilla tuvo la más ingeniosa idea de esconderlos entre las ondas de su cabellera, que de cualquier manera era de un color caoba casi negro, que ocultaba las vainas a la perfección.
Entre tormentas y piratas perdió la mitad de su carga; vestidos de seda y abanicos, cañas de azúcar, granos de café; pero las vainas en su gran mayoría sobrevivieron en los cabellos de la señora. Al llegar a Estambul estaban sin nada, salvo por uno de los vestidos de seda que logró rescatar y la vainilla que se quedó de perendengue eterno en su cabellera. El marido la convenció de vender sus joyas, las vainas, entre las que estaba la nuestra. Su esfuerzo por llegar a casa con regalos esplendorosos de los otros mundos fue en vano, pero gracias a sus tesoros le fue posible arribar con bien a su hogar y con muchas historias en la cabeza.

La vaina que llegó a la casa alemana era fruto de un bejuco muy largo que en su vida alcanzó los diez metros de longitud, siete años después de que lo plantaran. Fueron las manos de un famoso esclavo borbonés quienes la crecieron con amor y delicadeza en la isla, cuando su señor francés le entregó los fragmentos de otro bejuco, traído de andurriales que estaban mucho más allá de donde se imaginaban el fin de la tierra, atravesando mares y continentes, en barcos, caballos y carretas. Les explicó cómo multiplicarlo y de ese primer bejuco salieron muchos otros bejucos del vainillar. A su vez, el primer bejuco francés nació de algún otro que habitaba silvestre entre las nieblas de la selva veracruzana, donde una princesa totonaca de nombre Xanat consagraba su vida a la diosa Tonacayohua por voluntad de sus padres, que consideraban indigno de la grandiosa belleza de su hija a cualquier hombre. En alguna de sus jornadas sacerdotales captó el ojo de un hombre llamado Xkatan-Ozga, que se perdió en ella y decidió perderla con él en un rapto de amor. Los adeptos de la diosa, enfurecidos por la ofensa, los siguieron por la espesura de los árboles, la neblina y la lluvia y cuando les dieron alcance degollaron a la princesa y a él le sacaron el corazón. El correr de la sangre formó un claro en medio de la selva y en el centro, donde se arremolinó el torrente, creció a las alturas un árbol fuerte y frondoso. De la incisión en el cuello de Xanat corrió la sangre en pequeños arroyos que con el verdor del suelo se transformaron en bejucos vainíllicos. Al encontrarse con el árbol amado el bejuco se estrechó contra su tronco y la dirección de su crecimiento iba guiada por las nuevas ramas de su árbol, del bejuco salió la florescencia que nace por la mañana y muere antes del anochecer, por lo que sólo quienes conocían a Xanat y Xkatan-Ozga sabían de esta flor y de su fruto de aroma embriagante. En náhuatl se dice tilxóchitl: la flor negra o la flor recóndita, porque se daba, silvestre, sólo en las partes más profundas y arcanas de la floresta y sólo quienes habitaban en las tierras de Veracruz la habían visto. La flor negra de la vainilla es una orquídea color crema con murmullos amarillos. Alrededor de ella cantan las aves de colores, sus bejucos trepadores estáticos entre los árboles de la selva escriben la historia de la dulzura, entre mariposas lilazuladas y las voces cantoras del vainillar. Los cristales emanados de la incisión del fruto que se maceró en la botellita negra comprada por la cocinera de la gran casa alemana en la botica son parte del mosaico histórico de la selva totonaca donde estuvo ese primer bejuco de nombre Xanat, que de cada nueva incisión en el cuello surge de sí misma renovada para ser ella misma renovada infinitamente. Todas las vainillas son la misma vainilla, la doméstica, de la casa de las pequeñas mujercitas, y la que canta aromática y silvestre en la profundidad de la selva.

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Aemilia Sámano Queitsch
Nació en 1987 en la Alemania Oriental. Es egresada de letras alemanas de la UNAM y de la maestría en traducción del Colegio de México (Colmex). Traductora literaria y profesora en la UNAM, escribe narrativa y ensayo. Ha publicado en la Revista de la Universidad y Este País.
Twitter: @panquesavanilla
Imagen principal: etiqueta francesa para un licor de vainilla del siglo XIX, grabado a la acuarela. Wellcome Collection.