por Israel Sánchez
Horario de tu cita: 13:00 horas, arrojó el sistema un sábado. A la semana siguiente dan las 12:26 y ya estoy formado bajo las carpas levantadas afuera de la Biblioteca Vasconcelos.
El referencial espacio de Buenavista, del cual alguna vez escribí que se convertía los fines de semana en una “romería de libros”, alberga desde hace un par de meses una fiesta distinta. Una que los entonces protagonistas en turno titularon en redes como el “Vacuna Pop Tour”, el “Treintañeros fest” o —los más tropicalones, acaso— el “Tinder presencial”.
Al llegar, no obstante, el ánimo es un tanto de regaño hacia los que no llevan el Expediente de Vacunación completa y correctamente lleno. El estentóreo voceo del personal uniformado en color verde les repite la marca y el lote de la vacuna que están por recibir; entre paso y paso, apresuran sus bolígrafos sobre el papel, avanzando nerviosamente, como a punto de encarar un examen para el que no han estudiado.
Pero adentro el ambiente es otro. Menos alborozado de lo que habían registrado algunos, pero de indiscutible y optimista entusiasmo.
“De este lado. Si le duele no paga. Adelante, adelante”, nos dirige una voluntaria. “¿Y el panda?”, pregunto, desconcertado por la ausencia del viral personaje que animó el proceso para mis predecesores. “Uy, no. Hoy le tocó en Prepa 9”.

Inoculación del biológico en el autor.
“Quiero que se sientan bien contentos, porque para eso vinieron”, dice el auxiliar médico, uno de tantos ahí, encargado de inocularnos. Consciente de lo que el momento representa, no tiene reparo alguno con quienes sacan su teléfono y estiran el brazo contrario a donde van a recibir el piquete para inmortalizarlo con una casi obligada selfie.
“Es mi trabajo, pero a mí me da mucha felicidad saber que estoy ayudando a la gente, contribuyendo a que finalmente se acabe esta pandemia. Ojo, que no el virus. El coronavirus es como el rocanrol: llegó para quedarse”, enuncia, y nos reímos juntos.
Para las 12:48, ya espero sentado en el área de observación, enfrente de un grupo que flexiona los brazos al ritmo del bubblegum pop de los daneses Aqua. ”Come on, Barbie, let’s go party”. En dos semanas, hasta que sea efectiva la inmunidad, y, de preferencia, hasta tener la segunda dosis, habría que responderle a Ken.
Así es como, en menos de 30 minutos e incluso antes de lo que marcaba la cita, me fue administrada una vacuna contra el covid-19. Solamente un año y tres meses después de la primera vez que, como reportero de la sección de Ciencia de Reforma, tuve la oportunidad de escribir sobre el tema.
No se trató en ese entonces de la de AstraZeneca y la Universidad de Oxford, que ahora circula en el torrente sanguíneo buscando instruir a mis células para producir la proteína Spike del SARS-CoV-2, con el fin de que el sistema inmune pueda reconocerlo y defenderse de él. Sino de la desarrollada por el grupo que encabeza la investigadora del Instituto de Biotecnología de la UNAM Laura Palomares, hoy directora del mismo.
Eran las 20:30 de un miércoles a finales de marzo cuando la biotecnóloga atendió mi llamada y me explicó cómo funciona su vacuna de tecnología recombinante, en fase preclínica, elaborada a partir de la propia plataforma que por años han venido trabajando contra zika y dengue.
Lo hizo con tanto detalle y accesibilidad en el lenguaje como es propio de los científicos al hablar con los medios, ofreciendo incluso echar un vistazo a la nota antes de su publicación. Propuesta frecuente en la fuente de ciencia quizás como en ninguna otra y no sin razón, pues no pocas veces una combinación de comunicación inefectiva y mala interpretación de reporteros y editores ha llevado a encabezados y contenidos del tipo “Encuentran la cura del Sida”.
Aun con el chapuzón informativo de rigor que debe preceder a cada entrevista, no hay forma de que a uno no lo tomen por sorpresa cosas nuevas (¡qué dicha y absoluto tesoro de este oficio!). En este caso, fue con la doctora Palomares la primera vez que, en el brevísimo par de años que llevo reporteando para la sección de Ciencia, me encontré de frente con nociones como ARN mensajero o los nombres de Moderna y CanSino Biologics.

Y es que así como la rápida dispersión del pandémico mal obligó a investigadores y autoridades mundiales a voltear la mirada e intentar descifrar qué es lo que ocurría y cómo había que actuar, también la agenda de los medios se vio súbitamente redefinida por un tema cuyas implicaciones y ramificaciones atañían a prácticamente todas las áreas de información, teniendo que aprender tanto como fuera posible al presuroso compás de la tesitura.
De pronto y como nunca antes me encontré leyendo papers, atendiendo conferencias a distancia y hablando con expertos nacionales y extranjeros acerca de que no se trataba de una enfermedad meramente respiratoria, sino de carácter sistémico; de propuestas de fármacos y protocolos de tratamiento que resultaban en altos índices de sobrevida, contra otros más bien polémicos y no recomendables, y hasta de los mejores materiales para hacer cubrebocas que bloquearan la inhalación de los aerosoles emitidos desde el tracto respiratorio, que entonces también parecía algo nuevo y difícil de aceptar como la principal vía de contagio.
Enlazándome con especialistas que contaran cómo funciona la inmunidad y el papel de los anticuerpos y los linfocitos T; el impacto de los altos niveles de vitamina D; las fases de investigación clínica que preceden la autorización de las vacunas; las más de cincuenta secuelas persistentes en quienes se recuperan de la enfermedad, y hasta por qué razón muta este virus escurridizo que se resiste a ser vencido. Científicos, divulgadores y comunicadores, todos ellos nunca antes tan concurridos por la prensa, convertidos además en una suerte de influencers que disipan dudas desde la cotidianidad de sus cuentas de Twitter, que han pasado de tener algunos cientos de seguidores a varios miles.
Lo más difícil, recuerdo y reconozco, fue la ocasión en que el encargo era informar sobre los modelos de epidemiología matemática, abundantes en determinado momento de la pandemia, pero hoy un tanto en desuso, acaso por no haber conseguido atinar el tan ansiado momento en que la contingencia terminaría (no diría que por un mal cálculo suyo, sino por la falta de más datos procedentes, en parte, de un tamizaje amplio que autoridades rechazaron reacia y repetidamente hacer). Cada entrevista realizada fue una clase particular sobre las ecuaciones diferenciales, variables y supuestos a la base de estos modelos compartimentales y mecanísticos. Varios días de trabajo para una nota que terminé por enviar de madrugada, a las 4:09 de un viernes.
Pero entre todo esto que acaparó las órdenes del día en la agenda que recibo a diario, las vacunas sin duda han ocupado un lugar privilegiado: el propio que los científicos y la sociedad les asignaron como el armamento más prometedor para vencer al virus.
De forma que también he podido conocer de primera mano los esfuerzos que hacen investigadores en universidades mexicanas, como las autónomas de San Luis Potosí o de Querétaro, para desarrollar las suyas; al igual que instancias privadas, como la empresa de biotecnología Novavax, que espera únicamente el permiso de las autoridades regulatorias alrededor del mundo para empezar a distribuir los millones de dosis de una vacuna con la que estiman poder combatir esa amenaza que representan ahora las variantes de preocupación del SARS-CoV-2.
El pasado 23 de junio, el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2021 recayó en la labor científica de quienes allanaron el camino para tener tres de las primeras vacunas anticovid. Pretexto perfecto para hablar de nuevo con algunos especialistas nacionales en el tema, como la doctora Palomares, quienes celebraron el indiscutible bien merecido reconocimiento.
Ese día, la viróloga María Isabel Salazar, del Politécnico, me escribió algo que estaría por demostrarse del otro lado del mundo: “El reconocimiento a la labor científica siempre tendrá una repercusión positiva en el corto o mediano plazo, ya que en ocasiones los científicos no son particularmente destacados en la escala social o cultural”.

Días después, en la cancha central del mítico Wimbledon, la multitud reunida brinda una espontánea ovación a Sarah Gilbert, líder del grupo que impulsó la vacuna de AstraZeneca y una de las galardonadas con el Asturias. La genuina sorpresa en el rostro de la vacunóloga británica mientras el público que le aplaude comienza a ponerse de pie no deja de emocionarme, especialmente hoy, cuando mi esposa, mis padres y mis amigos hemos sido inoculados con el fruto de su trabajo.
Viendo esto, más los incontables mensajes de “viva la ciencia” que las personas vacunadas comparten en redes, y sin el más mínimo afán de querer colgarme una medalla que no me corresponde, me resulta imposible no pensar en lo fundamental que ha sido para ese reconocimiento público el trabajo enorme de comunicar la ciencia.
Por un lado, el de los científicos que se toman el tiempo de hablar detallada y pacientemente de su trabajo ante micrófonos, cámaras y grabadoras; por el otro, el de divulgadores y periodistas de ciencia que los escuchan, cuestionan, entienden y “traducen” para que el público no especializado pueda, por ejemplo, enterarse de qué contiene esa vacuna, cómo es que estuvo lista en tiempo récord y en qué forma los puede salvar.
Noble quehacer desde la radio, televisión, internet, libros, revistas o el superviviente diario impreso de la mañana; ya sea en un pequeño recuadro de la primera plana, en un amplio despliegue en la página 10 o en el hub principal de los portales en línea. Espacios ganados a pulso correspondiendo a la necesidad de información de lectores asediados por el alarmismo y las teorías de conspiración, como revelaron este año y medio las métricas de visitantes y clics, sustentando una verdad irrebatible: la ciencia también es nota.
Y así como en el gremio científico ha anidado la esperanza de que la actual crisis deje tras de sí la imperiosa lección de nunca más dejarlos sin financiamiento ni fuera de las decisiones importantes, entre quienes vivimos de comunicar su trabajo acaso nos quede esperar que no se olvide no sólo que la gente está interesada en tales temas, sino que informarlos puede influir en que una convocatoria a vacunarse se convierta en un festejo masivo, o que una vida consagrada a la investigación sea homenajeada en uno de los escenarios deportivos más importantes del planeta.

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Israel Sánchez (CDMX, 1990).
Reportero. Hacía ensayos y videos sobre filosofía y cultura pop en Reflexiones Alternas hasta que se le atravesó el periodismo. Cubriendo cultura, ciencia e historias de salud y curiosidad desde 2019. “¿Usted es físico?” Party gamer con aprecio no irónico por los memes. Escucha cumbias y psychobilly mientras anda en bicicleta.
Twitter: @israelgRim
Instagram: @isra_sanchez21
Imagen de portada: tomada del Facebook de Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la Ciudad de México.
El retrato del inoculado y los recortes de periódico son cortesía del autor.