Bodas de madera

por Ulises Granados

Cierta ocasión, en una tapicería, conocí a un hombre de lo más extraño. Ya no recuerdo su rostro, pero recuerdo que en cuanto me escuchó entrar por la puerta del negocio, dejó de acariciar el forro de una silla y me miró fijamente por un instante antes de decirme:

—Estoy enamorado.

Debo haberme puesto a la defensiva ante la sorpresa, porque lo primero que entendí fue:

—Claramente, usted no está enamorado como yo.

Y de repente me sentí pleno, realmente cómodo conmigo y hasta complacido de que se notaran a simple vista mi templanza y sobriedad. Sin embargo, después de repensar toda esta circunstancia, me percaté de la condición de aquel desconocido y fruncí el ceño, un tanto desconcertado.

—¿Disculpe?

—Que estoy enamorado.

Sé que el tipo estaba feliz, se distinguía una alegría peculiar en la entonación de sus palabras y en sus movimientos; brincoteaba por el lugar como un pequeño labrador esperando que alguien le lanzara una pelota. Su apariencia y su comportamiento me indicaban que se trataba de un hombre solitario, desconectado del mundo, y que no sabía qué hacer con ese amor del que alardeaba. Otro como él en su lugar me hubiera dicho esto con un aire un tanto cabizbajo, pidiendo mi ayuda, mi consejo. Este hombre, en cambio, llevaba una gran sonrisa entre las mejillas.

—Pero, amigo, ¿cuánto tiempo lleva así? ¿Se encuentra usted bien?

Mi preocupación pareció no afectarle de inmediato. Sin embargo, al cabo de un momento, recordando al mismo cachorro, ladeó la cabeza, como si le hubiera confundido mi reacción. Me observó en silencio, todavía sorprendido, pero logró dar con una manera de responderme sin deshacerse de esa mueca que le desfiguraba el rostro:

—¿De qué habla? Si estoy perfectamente. Seis increíbles meses de sentirme… cómodo… feliz. No tiene una idea de lo contento que estoy.

Nigel Van Wieck, Dog days.

En verdad creo que fue en ese momento cuando empecé a sentir algo de lástima por ese pobre hombre incapaz de comprender su situación. Ya antes había visto esa especie de felicidad con que los enfermos suelen negar su estado. Yo mismo había sido ese enfermo alguna vez.

—¿Sabe usted qué día es hoy, señor? —pregunté, esperando descubrir si había algo irremediablemente alterado en su cabeza.

—No exagere, no exagere —me respondió entre risas—. No tiene por qué creerme, pero la verdad es que nunca me he sentido mejor. Es más, le recomiendo que se dé la oportunidad de enamorarse un día de estos.

¡Pobre! No tenía idea de su propio estado y cada palabra que decía me preocupaba más. Lo tomé de los hombros y lo sacudí con violencia, esperando que volviera en sí, pero mis esfuerzos no dieron ningún resultado, ni siquiera fui capaz de borrarle ese gesto.

—¡Responda, por el amor de Dios! Deje de hablar así, suena usted como un loco.

Todavía sonriendo, el convaleciente me tomó las manos para detenerme y dijo con una voz amistosa y serena:

—Tiene suerte de haberme encontrado de muy buen humor el día de hoy. Permítame invitarle un trago para contarle todo. Si tiene tiempo, me gustaría explicarle por qué me siento así.

La invitación me pareció tan franca que terminé por aceptar, a pesar de que un pensamiento persistente me incomodó durante el tiempo que pasamos juntos: ¿estaré abusando de este pobre enfermo? Con esa duda en mente, encargué nuestros muebles al dueño de aquel local y me dirigí con este hombre a un bar cercano. Para ser honesto, llegué a dudar de mi seguridad al estar a solas con alguien tan inestable —se dice que un enamorado es capaz de cualquier cosa—, así que procuré mantenernos en lugares concurridos la mayor parte del tiempo.

Nigel Van Wieck, Caught in a dream.

En cuanto llegamos al bar, nos dirigimos al fondo del establecimiento en busca de un gabinete lo más apartado posible de la entrada y nos acomodamos en él. El enamorado quiso pedir un par de cervezas, pero lo detuve enseguida y, en cambio, ordené una botella de tequila y un par de caballitos, con la esperanza de que a los pocos tragos se le quitara ese gesto que me sacaba más de quicio cada segundo que transcurría.

Después del primer trago, la plática surgió naturalmente:

—Mire, va a pensar usted que todo esto es una broma, pero estoy enamorado de una silla… de la silla con la que me encontró hace rato.

Lo miré fijamente, con un gesto de duda en el rostro y con la esperanza en el corazón de que, en efecto, se tratara de una broma. Después de un breve silencio incómodo, continuó:

—Bueno, no quiero convencerlo de nada, así que procuraré ser lo más breve que pueda. La conocí en un restaurante al sur de la ciudad en el peor momento posible para los dos; yo buscaba reconciliarme con mi ex esposa y ella vivía sus últimos días en aquel negocio. Tal vez nunca me le hubiera acercado a ella siquiera, pero llegué muy temprano, ya sabe, para pensar las cosas. Tenía meses sin ver a Mónica y no estaba del todo seguro de querer estar ahí, de buscar lo mismo que ella y, por supuesto, no cabía en mí de los nervios. Total que llegué a la entrada del restaurante, tembloroso y con la espalda empapada de sudor, frotándome las manos. Nunca en mi vida me había sentido tan inquieto. Entonces, la recepcionista me pidió mi nombre, confirmó las reservaciones y voilá: quince pasos después, mesa para dos junto a la ventana —dudó por un segundo antes de continuar—. ¿Sabe?, ahora que recuerdo, me pude haber sentado en la otra silla, pero pasan cosas así todo el tiempo y ya no tiene importancia, me senté en Paloma —dijo antes de tomar un sorbo del tequila, todavía sonriendo.

—¿Paloma?

—Así se llama. La cosa es que… no me va a creer, pero nada más me senté en ella y enseguida vi las cosas de otro modo. Dejé de pensar en Mónica y comencé a imaginar lo que pasaría si no la esperaba y salía de ese lugar a tener otra vida: nada de segundas oportunidades, nada de “perdóname”, de “lo que tú digas”.

—¿Pero eso qué tiene que ver con cualquier cosa, hombre? Estaba usted nervioso.

—Sí, no cabe duda… vaya que estaba nervioso, tanto que fui al baño a mojarme la cara, y justo entonces comencé a pensar de nuevo en Mónica, en la posibilidad de perdonarnos, de juntarnos una vez más y contemplar un futuro con hijos en otra ciudad, incluso en otro país, y noté que era Paloma la que me ofrecía una alternativa que no involucraba a mi ex-esposa ni a ese tipo de vida que, ahora lo sé, nunca quise. Cuando regresé a la mesa y tomé asiento, sentí algo que no se imagina. No podría describírselo. Me levanté enseguida y pregunté por la dueña del lugar para convencerla de que me permitiera llevarme a Paloma conmigo. Insistí en que no quería denigrarla ofreciendo dinero por ella, pero que no podía aceptar una respuesta negativa, que era muy importante para mí, para los dos. Le expliqué, le rogué, y la señora terminó aceptando. Estoy muy agradecido con ella por su amabilidad. En cuanto aceptó, salí de ahí lo más rápido que me fue posible para que Mónica no me viera escapar con alguien más.

Nigel Van Wieck, Dead end.

No podía creer lo que escuchaba. Comprendí entonces que nos habíamos sentado en ese gabinete, tan alejados de la entrada y del resto de clientes porque le daba vergüenza que otras personas lo escucharan. Quería contarme su historia, pero no estaba dispuesto a exhibirse públicamente.

—¿Nunca pensó que todo esto que me cuenta estuviera mal de algún modo? —le pregunté con cierta condescendencia que no pude evitar.

—Puede ser que sí, pero una vez que vivamos juntos, después de la boda, ya veremos qué ocurre. Todo esto lo pone a prueba el tiempo, y ahora no tengo ninguna intención de retractarme.

—¿Pero cómo boda? Mire, le voy a hacer una recomendación de lo más sensata: trate de llevar una vida normal, como el resto de nosotros, olvídese de ella, ¿qué relación puede tener usted con una silla?

—No se preocupe por eso. Estos seis meses han pasado muy rápido. Nos vemos tres veces a la semana, tenemos una vida sexual satisfactoria y el tiempo libre lo dedicamos a la lectura; disfrutamos mucho de la novela policiaca. Y, bueno, ya no me siento en ella, aunque lo extraño en ocasiones, para serle honesto.

No supe qué decirle. Este pobre hombre debió haber pasado por el juicio de muchas personas para obligarse a llegar hasta este punto; además, nunca en mi vida he maltratado a ningún enfermo. Así pues, lo miré como si la noticia de la boda y su relación me generaran algún tipo de alegría y levanté mi caballito de tequila:

—Salud.

Después de brindar, guardó silencio brevemente, con la mirada en sus manos y la mesa, bastante dubitativo, hasta que abruptamente rompió el silencio para invitarme a su boda.

—¿Qué dice? Seguro que pasará un buen rato —insistió—, incluso Mónica va a venir.

—No me lo tome a mal, pero no creo que deba estar ahí.

—Usted no se preocupe. No sé si esto le sorprenda, pero la mayor parte de la familia de Paloma son ceibas sudamericanas, así que todo un lado del salón estará prácticamente vacío. Nos haría muy feliz a mi Paloma y a mí verlo ahí. Piénselo —sacó una invitación del bolsillo interior de su chamarra y me la extendió, sin dejar de sonreír.

—Lo pensaré, se lo juro —respondí, tomando su invitación, sin dejar de preocuparme por esa sonrisa suya que, como pude ver, era el menor de sus problemas. Terminamos la botella y al cabo de unas horas regresamos a la tapicería por mis muebles y su prometida, mientras me platicaba los planes para su luna de miel. Cuando llegamos, me presentó a Paloma, ataviada con un espectacular vestido de bodas recién hecho, blanco con detalles dorados. Jamás había visto una novia tan hermosa.

Nigel Van Wieck, First floor.

***
Ulises Granados (Distrito Federal, 1984).
Escritor, músico y repostero amateur. Ha publicado cuento, ensayo, poesía, minificción y reseña en revistas como Punto en líneaMarabunta, F.I.L.M.E.Deletéreo y Liberoamérica. Administra el blog literario Antología sin poesía (www.antologiasinpoesia.blogspot.com).
Instagram: @gran_uli

Imagen principal: Nigel Van Wieck, Sit out.

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