por Moisés Castañeda Cuevas
Nacido de una necesidad agobiante, este ensayo de Lázló F. Földényi recorre los túneles más oscuros de la pintura europea con rumbo al corazón humano. Su origen radica en las profundidades de un sueño enigmático: en un mediodía apacible, una criatura gigantesca, muy semejante a una ballena, emerge de un riachuelo y se yergue sobre su cola con la aparente intención de aplastar la ciudad que tiene ante sí; sin embargo, pese a su titánica corpulencia, la cual le confiere plena superioridad, no arremete contra lo diminuto. Parece ser, más bien, un emisario. El emisario de un estado del alma conformado por una compasión sobrecogedora y una melancolía de proporciones cósmicas. Dicha impresión se desprende de la mirada del coloso. Ya en la vigilia, Földényi reconoce esa misma mirada en la obra que le ha robado su paz desde que comenzó a estudiarla y que, para él, es la pintura más horrorosa del canon occidental: se trata de Saturno, de Francisco de Goya y Lucientes.
La propuesta inicial de Földényi, aunque cuestionable, sin lugar a dudas resulta legítima y fascinante. Quiere que nos acerquemos a Saturno desarmados, sin aquellas herramientas con que solemos dirigir nuestras interpretaciones hacia elementos ajenos a la pintura. Olvidémonos, por tanto, del dios romano, de la guadaña y los grilletes, incluso del tiempo que todo devora y corrompe. Asimismo, dejemos de lado las alegorías políticas, la idea del monarca que se atraganta con la carne de sus súbditos. Por si fuera poco, rechacemos cualquier evocación de la melancolía. Quedémonos tan sólo con la desnudez de ese anciano delirante y antropófago, monstruoso, descomunal. Ahora estamos más cerca de él, desnudos ambos de alguna manera; tal vez de este modo sea posible observarlo con mayor franqueza y honestidad. ¿Qué es lo que vemos? ¿El horror en su extremo más desagradable? ¿Los frutos de una mente enferma y desenfrenada? Puede ser que sí, pero antes de estar tan seguros será preciso mostrarnos lo más justos que podamos con aquel gigante desquiciado. ¿Qué lo ha llevado a cometer semejante atrocidad? ¿Cabrá la posibilidad de que él también sufra mientras despedaza y devora a su víctima? ¿No será que su ira y su desesperación nacen de la impotencia, de la ansiedad, de cierta escisión?

La tesis del húngaro baraja afirmaciones tan concisas como inquietantes: el ser que tenemos frente a nosotros puede no ser el Saturno romano, sino Dios Padre devorando a Dios Hijo, o bien el Diablo devorando a Jesús, o bien la desesperanza devorando al hombre, que en este caso podría ser una mujer. De tal suerte, más terrible que temer por la inexistencia de Dios es no poder confiar en su omnipotencia, en sus designios infalibles, en su naturaleza unitaria. La pintura que nos ocupa nace del desencanto, de un pesimismo apocalíptico que cobra relevancia por sus dimensiones y complejidad. En otras palabras, es la manifestación de aquello que Goya descubrió cuando quiso ir más allá de los límites de su alma, es decir cuando procuró reconciliarse consigo mismo por medio de la unidad con el cosmos. En esta ardua travesía, en este descenso a los infiernos, en este periplo que tenía por fin toparse con lo desconocido y desentrañarlo, el español no se encontró con el esplendor de una divinidad totalizadora, como sí sucedió con el Dante, por ejemplo, sino con una deidad fragmentada, escindida, de la cual no se puede descartar que encierre una porción demoniaca. En resumidas cuentas, no fue capaz de explicarse cómo es que el mal se deriva del bien.
Lo anterior se comprende a partir de la represión; en este caso, de la ejercida por el cristianismo durante varios siglos. Esta represión consistió en marginar los aspectos de la existencia que se consideraban negativos (la locura, el caos, la violencia, la destrucción, el desenfreno y un largo etcétera relacionado con aquello que pudiera representar una amenaza para el poder imperante) y encasillarlos dentro de la categoría moral de lo que conocemos como el mal. Desde luego, semejante represión originó un desgarramiento, un sentimiento de culpa, el cual alcanzó por igual a Goya y a Földényi. El dios judeocristiano, al asumirse unívoco y absoluto, extirpó el mal de sí mismo y se lo injertó a algunas de sus criaturas más cercanas: los ángeles caídos y los seres humanos. De ahí el desamparo, la imposibilidad de recuperar el vínculo con la totalidad, hecho expresado artísticamente mediante el canibalismo de Saturno.

Cabe preguntarnos, a más o menos doscientos años de distancia, con cuánto de aquella escisión seguimos cargando. ¿La razón ha sido suficiente para librarnos de los monstruos que ella misma soñó? ¿Hemos dejado atrás los horrores emanados de la imperfección divina y hoy Saturno se nos revela como una obra que no nos incumbe más? De no ser así, ¿en qué radicaría la vigencia del gigante atormentado? ¿Qué espejo se quiebra dentro de nosotros cuando reparamos en los chirridos de nuestra sangre? ¿Cuántas veces hemos sido Saturno y el despedazado a la vez? ¿Cuál es la zona de nuestro interior que jamás hemos sido capaces de mostrarle a los demás? ¿Acaso aquello que con más fuerza nos pertenece es también lo más deleznable que poseemos?
Földényi aventura, en uno de los puntos más apasionantes de su indagación, que Saturno es ante todo un autorretrato de Goya. Autorretrato porque en lugar de reproducir la figura mítica y actualizarla según su estilo pictórico, la adapta a su problemática personal, a ese conflicto que surge, como ya se dijo, en cuanto se atreve a rebasar los contornos de su alma y que no sólo le atañe a él, sino a la totalidad de la cultura europea y acaso occidental. Dentro del contexto del aragonés es válido hablar de un debilitamiento de la fe sin precedentes, uno que sin duda anuncia su desmoronamiento ulterior; pero en términos más amplios no parece desatinado pensar en el horror a lo desconocido que nos habita. Esto queda de manifiesto en la impenetrable oscuridad que rodea al gigante, la cual es trasunto de la oscuridad que recibe pedazo a pedazo el cuerpo de la víctima engullida. Persiste en esta composición un eco sordo que tiene como materias primordiales la soledad y la angustia.

Finalmente, ¿qué pasa si buscamos en Saturno un retrato de nosotros mismos? ¿Cómo es que ese horror hacia lo desconocido, hacia lo que repelemos por no querer aceptarlo como algo nuestro, nos atenaza y nos condena al abismo? ¿Y, en caso de aceptarlo, cómo podríamos abrazarlo? ¿No será que ese abrazo contradictorio culmina en el destrozamiento de la víctima? ¿Cuántas veces nos hemos descubierto devorándonos como consecuencia de la depresión? ¿Pero, sobre todo, qué es lo que más nos inmoviliza y nos entristece: el descuartizamiento, la deglución o el insondable silencio que los condensa y los prolonga? Es muy probable que en casi todos exista una tendencia a las raíces crudas de esta imagen caníbal. Seguir destruyendo lo que ya está muerto. Atragantarse con su carne hasta dar con la médula de la nada. Y quizá, entonces, sólo quizá, encontrar un resquicio que nos conduzca a ámbitos inusitados de la totalidad. Földényi afirma que bajo las capas de pintura de Saturno hay una figura de carnaval que danza con los brazos en alto.
László F. Földényi, Goya y el abismo del alma, traducción de Mária Szijj, España, Galaxia Gutenberg, 2008, 248 pp.
***
Moisés Castañeda Cuevas (Ciudad de México, 1987). Es licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la UNAM. Ha colaborado con Revista Literaria Monolito, Playboy México, Marabunta, Metrópoli Ficción, Pliego 16 y Larvaria.
Imágenes de portada e interiores: Museo Nacional del Prado.