Estar confinado en la tierra de Voltaire

por Bulmaro Martínez Ricaño

Esa noche escuché los aplausos por primera vez. Era 18 de marzo del 2020 y yo llegaba al barrio de Pigalle para presentarme por última ocasión al lugar donde trabajo, antes de su cierre por tiempo indefinido. Desde ese día, como lo hacían sus homólogos milaneses, romanos y madrileños, ciudadanos parisinos salieron a sus ventanas y balcones a las 20:00 horas para homenajear al personal de salud que estaba en primera línea de combate contra la pandemia que comenzaba a cambiar el mundo.

Días antes, el 14 de marzo, Édouard Philippe, entonces primer ministro francés, anunciaba el cierre de todos los establecimientos “no indispensables”, pero no fue sino hasta dos días después cuando en cadena nacional el presidente Emmanuel Macron decretó la prohibición absoluta de salir a las calles, los desplazamientos entre regiones y el cierre de universidades, guarderías, escuelas, gimnasios, centros comerciales y dependencias públicas. Francia comenzaba así su primer confinamiento.

La posibilidad de un confinamiento había estado deslizándose desde hacía un par de semanas en la prensa escrita y redes sociales. Alemania, España y principalmente Italia habían adoptado ya medidas similares desde que registraron aumentos drásticos en las cifras de contagiados y fallecidos por el nuevo coronavirus. ¿Por qué Francia no lo decretaba?, ¿qué esperaba Macron?

En la televisión francesa adoran los páneles de debates. En aquellas mesas se intentaba anticipar la reacción del ciudadano francés a una medida coercitiva como un confinamiento y se preguntaba cómo responderían las masas ilustradas parisinas a un encierro prolongado e indefinido en la tierra de Voltaire, el país en el que Rousseau concibió El contrato social y que ostenta la libertad como emblema nacional. Ya entonces se presagiaban protestas y actos de desobediencia civil en París, Bordeaux y Lyon. A finales de marzo, las imágenes dramáticas de hospitales italianos que inundaron redes sociales y fueron reproducidas por las cadenas de televisión francesas resonaron en la opinión pública y a principios de abril el diario Le Figaro publicó una encuesta en la que 84 por ciento de los franceses decía estar de acuerdo con la imposición del confinamiento, y aun con su prolongación.

Explanada del Louvre el 1 de abril de 2020, dos semanas después
de que comenzó el confinamiento.

Decretado el confimaniento, comenzó la incertidumbre; a finales de marzo, las alcaldías enviaron cubrebocas por correo a sus habitantes y, una vez enmascarados y ahora con miedo a un colapso en la provisión de víveres, salimos todos a comprar pastas y papel higiénico. Desabastecimos el mercado. A las medidas higiénicas típicas de la pandemia le siguieron la compra obligatoria de sólo un kilo de pasta y un paquete de papel por persona. El gobierno impuso además la obligación de portar un certificado de desplazamiento para ir al doctor, hacer compras necesarias y salir a correr o hacer deporte sólo por una hora y en un radio no mayor a 1 kilómetro del domicilio del interesado. No portar el documento implicaba el pago de una multa de unos 3 mil pesos. Esas primeras semanas, entre el desabasto y los controles policiacos, ir al supermercado parecía una experiencia salida de The Handmaid’s Tale.

***

De acuerdo con el último reporte del Consejo de Orientación para el Empleo, en el 2019 existían en Francia 2.5 millones de personas en la economía informal. Si su población se estima en unos 70 millones de habitantes, menos del 4 por ciento de los ciudadanos franceses no tiene un régimen laboral que le permita acceder a las primas de desempleo y desempleo técnico, ni a las garantías universales mínimas con las que cuenta el otro 96 por ciento de la población. Contrario a los augurios que se escuchaban en los páneles de opinión, ello podría explicar la disciplina con la que el país acogió el confinamiento: las imágenes que mostraban los Campos Elíseos, Campo Marte, Montmartre y el Boulevard de Montparnasse, casi fantasmales, no tuvieron sus réplicas en la Ciudad de México, Caracas, Quito, etcétera.

Estar en la economía formal en Francia en tiempos de pandemia implica, aunque pueda parecer una obviedad, que si tu empleador decide prescindir de ti debe indemnizarte de acuerdo con los márgenes que marca la ley; pero, además, si el empleador declara al Estado un cierre parcial de operaciones —a causa de, por ejemplo, una pandemia global— entonces entre estos dos cubren la nómina de los trabajadores en paro parcial. Ninguno pierde su trabajo y todos cobran, al principio la totalidad y los siguientes meses una buena parte de sus salarios. Tan chic, tan primer mundo. Esto es justamente lo que el derecho laboral francés llama chômage technique o desempleo técnico.

Ángel es un bailador profesional cubano que trabajó en espectáculos nocturnos en un complejo turístico de Varadero en el que, me cuenta, ganaba más que un ingeniero o un doctor. Su trabajo lo llevó a vivir en Cabo Verde, donde se enamoró de una ciudadana francesa con la que ahora vive en el sur de París. Gracias al desempleo técnico puede cubrir sus gastos básicos mientras cuida a su hijo de ocho meses, cuya guardería cerró en marzo.

—Esto en Cuba no existe. En Cuba, tú, si eres bueno, tú trabajas para el Estado, pero no te alcanza nada. Aquí yo tengo hasta para mandarle a la madre mía, ¿ves?

Dice, y desliza alguna queja del régimen socialista y yo me quedo con ganas de responder que eso también pasa en México y en Colombia y en Brasil, países cuyos gobiernos adoptaron alegremente el más puro dogma capitalista y lo último de lo que podría clasificárseles es de socialistas. Pero seguimos y hablamos de él y su vida confinado. Me cuenta que junto con su esposa se han hecho adictos a las compras en línea y me enumera aparatos electrónicos, menciona Amazon, un Xbox, un juego de pesas.

—El banquito aquel de musculación me lo mandaron hasta dos veces, ¿ves?

Las compras de Ángel son sólo un botón de muestra. Como la mayor parte de los países europeos, Francia se volcó en 2020 al comercio en línea. En noviembre, Libération estimaba en al menos 40 millones el número de franceses que habían hecho alguna adquisición en internet. En detrimento de pequeñas librerías y tiendas de proximidad, que tuvieron que cerrar desde marzo, grandes consorcios como las tiendas Fnac y —claro— Amazon reportaron enormes beneficios gracias al comercio virtual. Junto a ellos, restaurantes también hicieron frente a la pandemia a través de aplicaciones para hacer entregas a domicilio.

Farouk trabaja para la más grande y conocida de todas: Uber Eats. En el céntrico barrio de Beaubourg, famoso por sus bares y su amplia oferta restaurantera, Farouk viste impecables tenis Reebok blancos y presume cortecito a la moda. Es repartidor desde hace cuatro meses y me afirma que su situación es legal aunque titubea cuando le pregunto si la cuenta de Uber con la que trabaja es suya o arrendada. Porque en un mundo que tiende a transformar cualquier bien en moneda de cambio, las cuentas de esa aplicación también se arrendan —sobre todo a migrantes, a jóvenes pobres y a migrantes jóvenes pobres.

—¿Qué tal ha funcionado este negocio durante el confinamiento?
—Mejor que antes. Francamente, mucho mejor. Antes del confinamiento tenía que trabajar dos o tres horas a mediodía y dos o tres horas en la noche, en la hora de la cena. Ahora sólo hago tres horas, sea a mediodía, sea en la noche. No más.

Me soprende la enorme diferencia y creo que lo nota. Entonces agrega que es porque ahora con la demanda basta con dedicar todo su tiempo en Beaubourg, reduciendo traslados y aumentando pedidos.

Viéndolo bien, no es del todo inesperado que las entregas a domicilio funcionen tan bien en este barrio. A 10 minutos del Museo del Louvre a pie, con el centro comercial más importante de la capital en su corazón, sus departamentos de lujo, su arte urbano, su sofisticado y moderno museo Pompidou, el barrio de Beaubourg es el centro social por excelencia de París y fue uno de los puntos de reunión luego del levantamiento general del confinamiento, a mediados de agosto.

Me resulta rarísimo caminar en Beaubourg sin encontrarme las impresionantes hordas de turistas asiáticos y europeos. A partir de abril del 2020 toda la ciudad ha sido para los parisinos y desde entonces donde antes era normal escuchar inglés, ruso y chino ahora sólo se escucha francés. Sólo unos pocos extraterrestres portamos cámara fotográfica; el resto camina, habla por teléfono, va al trabajo, pasea al perro, regresa del trabajo, del supermercado.

En agosto, París alcanzó una temperatura máxima de 39.1 grados centígrados,
la tercera más alta de que se tiene registro, sólo superada por los veranos de 1911 y 2003,
de acuerdo con el diario Le Parisian.

***

En Después del invierno, de Guadalupe Nettel, Cecilia cuenta que entre los meses de mayo y septiembre los parisinos ofrecen una tregua al vértigo —o el tedio— de sus rutinas y se entregan al placer del calor veraniego. Entre el furor canicular y la presión de las cámaras de comerciantes y restauranteros, a fines de julio el gobierno de Macron anunció que a partir del mes siguiente comenzaría una nueva etapa en la lucha contra la pandemia. A partir de agosto comenzaría el toque de queda a medianoche, y bares y restaurantes podrían abrir con controles sanitarios más estrictos.

Ávido de calle, sol y pintas baratas, consagré mis primeros días libres de aquellos meses a recorrer barrios como el Latino, Beaubourg, Pigalle y Faubourg Saint-Denis. La mayoría de los establecimientos que estaban cerrados mostraba letreros de renta, venta o traspaso; en aquellos que sobrevivieron había multitudes en espacios cerrados y pequeños, y los que contaban con una terraza tuvieron el permiso de ampliarla hasta abarcar los lugares destinados al estacionamiento de vehículos.

¿Entonces qué son básicamente estos controles sanitarios más estrictos?, le pregunté una noche a Ash, mesero franco-iraní de 23 años que trabajaba en un restaurante vegano a unos minutos del Moulin Rouge.

—Además del gel obligatorio al entrar y la distancia entre mesas, ahora los clientes deben escribir en una hoja sus nombres y teléfonos para tener su contacto.
—¿Y luego qué hacen con esa hoja?
—No estoy seguro si nosotros la llevamos a la seguridad social o ellos vienen a tomarla. Yo la dejo aquí cuando termina mi turno.

Aparentemente, la idea de las autoridades era usar la base de datos de la seguridad social para notificar a los clientes presentes la noche o las noches en que, días después, algún paciente resultara positivo en una prueba PCR. Imaginé un torbellino burocrático con expedientes, folios y llamadas; miles de llamadas, cliente por cliente, contagiado por contagiado. Los registros en hoja de papel desaparecieron pronto y hasta ahora no he conocido a alguien que haya recibido una llamada así.

Entrado el verano y superado el confinamiento, la gente se apresuró a las calles. No es extraño ver parques y canales abarrotados en un país en el que las temperaturas bajas pueden extenderse desde noviembre hasta marzo. De hecho, ir al parque, sentarse sobre la yerba, beber vino y comer queso es prácticamente un ritual de iniciación en la ciudad. Acostumbrados a vivir en espacios que coquetean con el hacinamiento, los parisinos asaltan los ámbitos verdes a la primera oportunidad. Hace unos años, luego de que un par de colonias populares se gentrificaran y se llenaran de estudios de yoga y restaurantes veganos —con el correspondiente disparo de los precios de las rentas—, el gobierno tuvo que intervenir para fijar en nueve metros cuadrados el espacio mínimo habitable por persona. En París un tema prácticamente obligatorio en charlas en bares o con colegas es el tamaño de los departamentos de cada uno.

Una de las consecuencias secundarias del confinamiento en espacios pequeños fue el aumento insólito en el número de solicitudes de divorcio. En encierro prolongado, los balcones no bastan y las salas se achican, una de las partes pide el divorcio y después la otra tiene que dejar el hogar para rentar un departamento en un barrio costeable, lo que genera demanda en el sector inmobiliario, contribuyendo aún más a la gentrificación paulatina de la ciudad, barrio por barrio.

El arco de la Porte Saint-Denis separaba la periferia de los antiguos límites administrativos de París. La amplia oferta de bares y cafés convirtió a Faubourg Saint-Denis en uno de los barrios predilectos de estudiantes y artistas locales.

***

El 2020 alteró el funcionamiento de una ciudad ya compleja en sí misma. Una ciudad que no es una sino también la suma de sus periferias, en la que es imposible reconocer los límites reales entre ella y la enorme metrópoli que la conforma, acaso un periférico vial que la rodea pero en cuyos lados, ambos, se respira vértigo, donde se trasladan millones de personas todos los días, dinero legal, dinero lavado, drogas, comida turca, comida mexicana, comida francesa; este París cuyo sistema de transporte es bueno y eficiente los 11 meses y medio del año en los que no hay nieve o huelgas; con su población catalogada, a veces injustamente, de apática, de ensimismada, de fría, pero que es capaz también de desafiar el confinamiento y sus multas para protestar contra propuestas de leyes que creen abusivas, para solidarizarse en las calles contra el abuso de autoridad y la violencia que desataron los controles policiacos. Una ciudad en la que a final de cuentas el aplauso solidario que escuché aquella vez sabe a tan poco comparado con las acciones de sus organizaciones ecologistas, sus colectivos feministas, sus oenegés, sus huertos comunitarios, sus estudiantes, sus medios independientes; pero incluso ante todo eso aún cabría preguntarse: ¿qué más se podría haber hecho estando confinado desde un balcón?

Manifestantes contra la violencia policiaca en junio de 2020. La protesta, en pleno confinamiento, no contó con la autorización de la Prefectura de Policía de París.

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Bulmaro Martínez Ricaño
. Ha trabajado en medios en México. Actualmente reside en París, donde es promotor del consumo de aguacate mexicano. Está en Twitter e Instagram como @bulmartt

Imágenes de portada e interiores: fotografías cortesía del autor.

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