¿Yo? Llorando con Chicas pesadas

por Ingrid Sánchez

Con aspiraciones de escritora, siempre he sido cuestionada por mi poco conocimiento en temas cinematográficos.

—¿Cinema paradiso?
—No.
—¿La vida es bella?
—Tampoco.
—¡Ya sé! ¡Rojo amanecer! A ti te gustan esos temas.
—No pues tampoco.

Si bien queda claro que cualquier persona que tenga intenciones de expresar ideas, sentimientos o posiciones políticas a través de ejercicios estéticos requiere hacerse de todas las herramientas, temas y técnicas posibles… yo con el cine no puedo.

Sacrificio (1986), poema visual y testamento artístico del cineasta ruso Andrey Tarkovsky,
que hace de las secuencias largas y las coreografías de difícil composición
algunos de sus mejores atributos cinematográficos.

Mucho tiempo lo he intentado. Pido recomendaciones de películas, leo reseñas, escucho las acaloradas conversaciones entre amigos sobre la película del momento (“¡Nah! A Nuevo orden le quedan grandes las críticas”) e incluso alguna vez intenté ligar con un cinéfilo diciéndole que me recomendara sus películas clásicas favoritas con la intención de hacerle la plática y disimular el sonrojo y el balbuceo que me atormentaba cuando tomaba un café con él.

Ni siquiera llegamos a darnos un beso.

Mis fracasos cinéfilos no sólo alcanzan el extremo de que me resulta casi imposible empezar a ver una película a solas, también soy objeto de constantes críticas de mis acompañantes cuando me convencen de poner una (“I am mother te va a fascinar, te lo juro”). Siempre termino roncando mientras me acurruco en el sillón correspondiente con la suave manta de última adquisición.

Dirigida por Grant Sputore y estrenada en 2019, I am mother explora premisas desarrolladas por Isaac Asimov sobre la convivencia profunda entre la vida humana y la planeación robótica.

Quienes me conocen y me quieren, me aceptan tal cual soy (?) y muchas veces se resignan, me tapan con cuidado y siguen a lo suyo. Saben que no es personal y algunos incluso lo aducen al cansancio crónico que sufro por mi vida loca. Si bien esto tiene parte de verdad, no explica completamente la narcolepsia transitoria que me aqueja cuando alguien pica el play.

Después de mucho tiempo he llegado a la conclusión de que el cine me hace sufrir.

Sin importar el género, siento algo dentro de mí que se retuerce con todas las emociones que me llegan a través de las pantallas. Y claro, ese retortijón me hace sufrir angustia y, a menos que sea una chick flick bien masticada como Chicas pesadas, yo sufro.

Parece chiste pero es anécdota. Soy capaz de llorar cuando noto la risa brotar de mí ante una película de Tin Tan diciendo barbaridades. Lloro porque una parte de mí siente demasiado todo y eso estimula las glándulas oculares que afanosamente cumplen su función biológica a pesar de estar riendo.

Las películas de miedo son todo un caso. Seguido la gente me dice: “¿Pero cómo que te dan miedo las películas de fantasmas si tú eres atea?”

Pues sí, José Julián, no creo que haya un fantasma que sepa lo que hice el verano pasado (¿sí es así la referencia?). Lo que me causa pánico es notar todos los detalles, sonidos y las musiquitas de suspenso que me hacen pensar en la domesticación de la sensibilidad, de pronto anotada por Horkheimer y Adorno. Me quedo tan tensa pensando “algo va a pasar” que cuando efectivamente sale un monstruo cero creíble en pantalla grito como si la atacada fuera yo.

No es el miedo a los fantasmas lo que me hace gritar. Es el miedo, que nunca había aceptado, a sentir tanto. Aun peor: a permitir que una imagen transmitida a 24 fotogramas por segundo me altere tanto en mis sensibilidades.

Así, siempre termino exhausta después de ver un filme. Cansadísima. Y lo mismo pasa con documentales que vale la pena discutir escena por escena o con tonterías cinematográficas como A la mala.

Para su Corazón de cristal (1976), el cineasta alemán Werner Herzog indujo hipnosis profunda en casi la totalidad del elenco.

A estas alturas de la vida pienso que es demasiado cansado querer seguir el ritmo de la discusión cuasiacadémica del cine, además de frustrante por nunca lograrlo.

Lo peor es que sí me gusta el cine y me gusta aprender cosas. Me fascina cuando conecto ideas, imagino escenarios o descubro una secuencia típica de una película de terror en un filme de comedia.1 Pero también tengo que aceptar que a lo mejor el cuerpo y el cerebro no me dan para sentir tanto todo.

Me resulta frustrante pensar que una experiencia estética que para otros es placentera a mí me genera angustia y hasta un poquito de ansiedad. Además no soy omisa ante el hecho de que el cine es, tal vez, el mecanismo más amplio de difusión cultural de cualquier tipo y me irrita estar fuera de esa conversación. Algunos de mis ídolos musicales o culturales en general se dedican a hacer reseñas y a hablar todo el tiempo de cine. ¿Yo?, en ridícula sin poder seguirles el paso ni a golpes.

—Vamos a ver una película de Werner Herzog. Está buenísima. Te pago.
—Ay. ¿No estará muy pesada?
—Sí, seguro.

Fin de la discusión.

Con Tideland (2005), relato de orfandad e imaginación en resistencia, Terry Gilliam describió que su niño interior era una pequeña niña.

Mi problema de supersensibilidad se agrava cuando se trata de películas “fuertes”. Es por eso que el gore está completamente descartado de mi catálogo de posibilidades. Además de las implicaciones y el compromiso político del rechazo a observar impávida el sufrimiento de otro ser humano.

Pero también hay otras películas que me han llegado a afectar incluso a nivel corporal (a veces es muy molesto tener un cuerpo, de verdad).

El último caso que recuerdo, y uno de los peores, es Midsommar. No sólo sentí en el cuerpo que se me quebraba la cabeza, que me ardían los pies de tanto bailar o que me despellejaban: también me sobrevinieron tantas náuseas a la salida del cine que pensé que se presentaría una devastadora crisis de migraña o, mínimamente, un vómito monumental en un bote de basura de Parque Delta.

Felizmente no pasó ni una ni otra, pero estuve muy cerca.

Midsommar (2019): pesadilla ritual de Ari Aster que ridiculiza, pulverizándola, desangrándola,
la sed saqueadora del ámbito estadounidense, descreído ante los ritmos del eterno retorno.

Bueno, bueno. Tampoco exageremos. Sentir mucho todas las sensaciones que atraviesan la pantalla no siempre es angustiante. He descubierto que ciertas paletas de colores en los filmes me producen el suficiente placer visual como para contrarrestar otros sentimientos más complejos de elaborar dentro de mí. Es por eso que me vuelvo adicta a algunas películas durante largos periodos. Lo malo es que son súper cliché.

¿Pulp fiction? Me encanta.

¿Death proof? Me sé todos los diálogos. (“Es de las peores de Tarantino, ¿cómo te puede gustar?”)

Y no se diga otras películas por las que incluso he recibido burlas. (“Ay, sí, no me extraña que te guste Amélie”, tono condescendiente incluido.)

Famoso gnomo cuyo pasaporte aglutina más sellos que el tuyo.

Como manda de alcohólicos anónimos, y después de mucho tiempo, a la desesperación le siguió resignarse y, finalmente, aceptar las cosas que no puedo cambiar. Al menos no por ahora. 

Por fin acepté que yo sufro con el cine y que si quiero aferrarme a intentarlo vez tras vez tendré que inventar mecanismos de defensa emocional para no ponerme a llorar con cada pequeña tragedia que les ocurre a los protagonistas de las películas.

Quién sabe. A lo mejor un día logro lidiar lo suficiente con mis emociones y me permito disfrutar de la riqueza cinematográfica que ha producido la humanidad.

Herzog en La cueva de los sueños olvidados (2010), donde escucha a antropólogos decir que muy temprano en su desarrollo los seres humanos comenzaron a hacer música con flautas de hueso.

Nota

  1. Pienso por ejemplo en la escena de Soy tu fan en la que Vanessa escapa del psiquiátrico y va a casa de Charly a encerrarla para hacerse pasar por ella en la cita con Bruno. Durante algunos segundos Vanessa parece una asesina en serie a punto de destazar a su víctima con el tono ligero y hasta gracioso que la serie tiene.

***
Ingrid Sánchez. Latinoamericanista y periodista chilanga, se ha dedicado a estudiar procesos sociales y políticos de Nuestra América con el objetivo de aportar a las corrientes que buscan cambiar el mundo y construir uno en donde no existan ni la explotación ni la opresión.
Twitter: @infingritum

Imagen de portada: fotograma de la multifamosa proveedora de memes Mean girls (2004).

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