Iluminaciones a partir de la miopía

por Elisa Herrera Fuentes

Me bastaron cinco páginas para saber que quería escribir algo sobre Grados de miopía, que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez en 2019. Su autora, Andrea Chapela, quien debe tener más o menos mi edad, es una química, hija de científicos, que desvió su profesión hacia la literatura. Yo soy hija de una química, de familia de científicos y estudié literatura porque, a diferencia de Andrea, durante mi adolescencia no deseaba de ninguna manera continuar ese legado. Sin embargo, con el tiempo me he dado cuenta de que los hechos de la ciencia me causan una verdadera fascinación, aunque muchas veces no llegue a descifrar sus vericuetos teóricos a profundidad y con frecuencia me asalte el coraje de no saber por qué ocurren determinados fenómenos. Yo, que me quedo en la explicación más sencilla de lo que es un rayo, puedo con relativa facilidad expresar lo poético que emana de él, pero siento la misma incertidumbre que Andrea al diseccionar el punto en que la poesía se estremece ante la explicación científica, por más que busque negarlo.

Grados de miopía hace un gran esfuerzo por pararse justo en ese sitio. Andrea nos cuenta sus reflexiones en torno a la naturaleza del vidrio, los espejos y la luz sin permitir que la razón compita con la metáfora; ambas fluyen libremente entre anécdotas, datos duros que vienen y van, y experimentos sencillos que en ocasiones revelan más sobre la intimidad de la autora que del orden de las partículas.

El lenguaje es el filtro desde donde transitan los caminos tanto de la ciencia como de la literatura, y en cada uno acepta por lo menos dos aproximaciones: una forma de darle orden al caos, o una serie de enunciados tallados en piedra que hay que desbaratar y recrear. A pesar de sus diferencias formales, llega siempre el punto en que para traducir sus descubrimientos los científicos recurren al símil y, por tanto, las palabras elegidas para verter su alumbramiento cobran la misma relevancia que en el poema.

“Pensaba que las palabras eran sólidas, confiables, pero el ejercicio de escribir me enseñó que se amoldan al contenedor donde las guardo. Fluyen”. En este ensayo, Andrea se detiene y pone atención al lenguaje justo como el día en que dejó de ver el paisaje a través de la ventana para observar el vidrio donde se estampaban las gotas de lluvia y comenzó a interrogarse cómo describir su naturaleza híbrida, huidiza y, sin embargo, transparente.

La joven escritora mexicana también obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2018 y el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola 2019.

Me vuelvo a encontrar con la autora en la broma cruel de los espejos. El capítulo delata que un reflejo nunca es una imagen fiel de nosotros mismos: “Todo intento de mirarse ha fallado desde el primer vistazo”, y que es muy complicado vernos tal cual nos ven los demás. En mi caso, toda mi vida los espejos han supuesto una relación complicada; desde siempre he visto mi reflejo apenas como una aproximación o una sugerencia de lo que en realidad soy, y es que me noto un ser distinto en cada espejo de mi casa: mientras uno me consiente, otro agrede directamente mi autoestima. Quizás antes de ver con angustia nuestro reflejo habría que pensar cómo esa duplicidad nos invita a apreciar algo mutable, una imagen que es todos nuestros yos al unísono, justo la cualidad reflexiva que ha alimentado por siglos la literatura del doppelgänger, desde el “William Wilson” de Poe hasta El cisne negro (2010) de Aronofsky.

No pretendo explicar aquí por qué el vidrio está atrapado entre un sólido y un líquido, ni el comportamiento de la luz, eso se lo dejo a la accesible narración de Andrea Chapela. Lo cierto es que cuando apenas se instalaba esta cuarentena que nos tiene a todos consternados me he sorprendido investigando todo lo relacionado con el experimento de la doble rendija de Young por el mero reto de entenderlo (con resultados más bien dudosos), así como sobre conejos fosforescentes, vitrales derretidos y un grupo de vigilantes de un embudo que contiene una brea tan viscosa que deja caer una gota cada década, temas que de por sí conforman buenos elementos para relatos de ficción. A muchos la pandemia nos ha destapado una renovada curiosidad científica que no debemos dejar de satisfacer; de lo contrario, podemos quedar expuestos ante nuestra completa ignorancia, como le sucede diariamente a empresarios y periodistas. Quizás lo más fácil sea ampliar la metáfora y decir que Andrea Chapela, al igual que la luz, posee una naturaleza dual que en su caso se debate entre la ciencia y la literatura. Quizás todos deberíamos inclinarnos un poco a ello para entender mejor la belleza que nos rodea, ahora que tanto lo necesitamos.

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Elisa Herrera Fuentes (Ciudad de México, 1989). Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Participó como coeditora en el libro sobre el centenario de Anfora (a publicarse próximamente). Es correctora de estilo y genera contenido para distintas plataformas, como Dónde Ir y Expo Gastronómica. Siempre vuelve a la literatura en busca de refugio. Escribe con ansiedad, pero ama las palabras.

Instagram: @la_ishas

Imagen principal: Philip Barlow, Electric III

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