por Tania Jaramillo
En enero de 2018 El País publicó “¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?”, una pregunta que quienes presumimos de disfrutar el arte deberíamos hacernos; la problemática detrás no puede explicarse ya con la teoría formalista o estructuralista, debe reconfigurarse tal como lo ha hecho la sociedad, al punto de no poder ignorar una cierta “incomodidad” y no saber qué hacer con ella.
La nota, escrita por Claire Dederer, está llena de buenas intenciones. En ella se expresa una suerte de remordimiento por disfrutar del cine de Woody Allen, quien fue acusado de violación. También se ofrece a sí misma una disculpa: tal vez todxs seamos monstruxs o tenemos algo de monstruoso. Con todo, no creo que debamos excusarnos cada que disfrutamos del arte de hombres monstruosos, en tanto que no debería ser considerado en términos de “bueno” o “malo”.
En principio hay que acercarnos al concepto de lo monstruoso, que es esencialmente jurídico. La historia ha dejado claro que hay un monstruo donde se violan las leyes del derecho civil o las religiosas.
En Los anormales, Michel Foucault habla de tres tipos de monstruo. El monstruo humano, presente en la sociedad del siglo XVIII, es un ser necesariamente criminal en tanto deforme: aquel que viola las leyes de la naturaleza, viola las leyes de la sociedad. Este monstruo es la anomalía, el mítico, que en obras supremas como El hombre elefante o El obsceno pájaro de la noche (Boy) evidencia la incongruencia de las leyes al reflejar un ser de infinita ternura en un cuerpo amorfo.

El segundo monstruo es el incorregible, el que depende y se actualiza según las normas de la familia, la religión, la escuela, el barrio y las instituciones. Es contrario al monstruo humano, que es la excepción; el incorregible es corriente, regular en su irregularidad: “un monstruo empalidecido y trivializado”. Quizá el mayor y más actual ejemplo de este seamos nosotrxs mismxs, quienes a lo mucho nos atrevemos a levantarnos a las 12 del día y nos pasamos horas y horas en una red social.
Por último, emerge desde un cuarto a solas, entre sábanas empapadas y pegajosas, el onanista, quien posee el secreto universal: la masturbación. Este personaje terminará por absorber todas las consideradas desviaciones sexuales, con él nacerá una monstruosidad no contra natura sino moral, la que tiene que ver con la conducta. El individuo anormal del XIX y principios del XX es hijo de estos tres: el monstruo, el incorregible y el onanista.
Estas concepciones de lo monstruoso son, han sido y seguirán siendo formas de poder. Según la sociedad en turno se definirá a los monstruos a los cuales disciplinar, oprimir. En los inicios de la psiquiatría y la psicología criminal eran el antropófago y el incestuoso los focos de las desviaciones monstruosas –y cómo no, diremos tal vez–, pero aun dentro de esas dos categorías el antropófago es el condenable, quizá porque tiene que ver con dañar a otrx, asumiendo que no hubo consenso, pero ¿si hubiera consenso, es crimen (monstruoso)?
Por otro lado, también le ha tocado a la homosexualidad de hombres y mujeres ser motivo de monstruosidad y crimen: a las lesbianas, por ejemplo, en un principio se les juzgaba como hermafroditas (el monstruo contra natura, el híbrido) para luego quemarlas y lanzarlas al viento hechas polvo.

En relación con el tema por el que se señala a Woody Allen, el hombre por el que inició la reflexión de Dederer sobre los hombres monstruosos, ¿qué es una violación? La violación no es algo que se enuncie desde la ley (aunque se considere un delito) y se declare ante el mundo la existencia de un monstruo que viola; es decir que el violador ha conseguido normalizarse dentro de las sociedades machistas en las que vivimos, y todo lo que se ha removido hasta incomodar ha sido por el señalamiento de la víctima, quien levanta la voz para decir: ese hombre es un monstruo, me ha violado.
El monstruo adquiere otra dimensión cuando no es la figura de poder quien lo determina. ¿A quién beneficia que se reprima al violador? En primera instancia, a las víctimas que, desde luego, no son una figura de poder y, por tanto, no se trata de un monstruo creado para controlar: tenemos que empezar a hablar de estos monstruos, los que se han negado en pro de algún orden retorcido de la sociedad.
Volviendo al arte, ¿por qué ciertas personas no pueden ignorar el sentimiento de incomodidad al leer el libro, escuchar la música, ver el cine, etcétera, del monstruo, sin sentir culpa? La incomodidad es querer ignorar y no poder ignorar. Queremos soslayar el crimen de figuras representativas del arte para no negarnos la experiencia estética. ¿Será que la “falla” está en darle más peso a la obra de arte que al crimen? ¿Nos importa el crimen? ¿Por qué le damos esa concesión al artista?
De eso se trata la mitificación del autor, símbolo del erudito, el intelectual, el sabio, el mágico, el misterioso, el incomprendido, el atormentado; uno de los beneficiarios es el elitismo intelectual (asunto de hombres), el cual reafirma sus privilegios y comodidad en esta falacia. Por ello, deberíamos empezar a desacralizar esta figura, ponerla en su justa dimensión.

William Burroughs confesó que su novela Queer fue motivada por un acontecimiento que marcó su vida: haber matado a su esposa; y aun más, afirma que “jamás habría sido escritor sin la muerte de Joan”. A los intelectuales les gusta decir que fue un accidente, pero casi no mencionan que el escritor estuvo representado por el abogado más corrupto de México, el abogánster, o bien, el abogado del diablo, quien cambió los testimonios, los peritajes y el arma homicida. Gracias a ello, el crimen de Burroughs fue declarado imprudencial y logró salir bajo fianza.
Según el texto de Foucault, somos todxs monstruos que hay que controlar. Cuando Dederer habla sobre su propia monstruosidad por terminar de escribir un libro y apartarse de su familia, está reafirmando esta teoría; en una sociedad capitalista se espera que las mujeres madres que hacen lo que les gusta o marcan su independencia emocional y económica, en vez de consagrar su vida a la familia, se sientan así, “malas”, “desnaturalizadas”, “abandonahogares”, pues la familia es la institución base por la cual funciona este sistema de explotación y desigualdades.
Sin embargo, no hablamos del mismo monstruo cuando nos trasladamos al cineasta Woody Allen ni a todos los que enuncia Dederer:
Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William Burroughs, Richard Wagner, Sid Vicious, V. S. Naipaul, John Galliano, Norman Mailer, Ezra Pound, Caravaggio, Floyd Mayweather, y si empezamos a enumerar deportistas no acabaremos nunca. ¿Y qué decir de las mujeres? De inmediato, la lista se vuelve mucho más difícil e incierta: ¿Anne Sexton? ¿Joan Crawford? ¿Sylvia Plath? ¿Cuentan las que se hacían daño a sí mismas? Vale, supongo que entonces es mejor volver a los hombres: Pablo Picasso, Max Ernst, Lead Belly, Miles Davis, Phil Spector.

En esta lista la escritora especula sobre cierta monstruosidad de las mujeres artistas. ¿Están en el mismo lugar que esos hombres? No lo están.
Las poetas de lo confesional son todo lo que la sociedad juzga como inapropiado: el término confessional poetry surge con el poeta y crítico Theodore Roethke, quien, al analizar la poesía de Robert Lowell, logra vislumbrar temas de orden personal llevados a una voz íntima en estadios de la vida también íntimos. En este “movimiento”, que empieza con Lowell, se inscriben poetas como Anne Sexton, Silvia Plath y John Barryman. Se tocan temas que transgreden las normas de las personas blancas de clase media; se habla sobre infidelidad, homosexualidad, aborto, maltrato intrafamiliar (sobre todo el conflicto con el padre), alcoholismo, neurodivergencia, drogadicción, suicidio, etcétera. De ahí que la vida y obra de estas poetas por supuesto que no pueden ser comparables con los actos de opresión que vienen del privilegio.
Dederer también comenta: “Yo no siempre me siento conectada con la humanidad. Es un placer poco frecuente. ¿Y tengo que renunciar a él sólo porque Woody Allen se portó mal? No me parece justo”.
Quizá no sea una cuestión de que alguien se portó mal, sino de aceptar que la ley queda corta ante la realidad y que con lo único que contamos ante eso son nuestras posturas críticas, ideológicas y políticas. Si vamos a ver el cine de Woody Allen (y estoy tomando sólo un ejemplo, ya sabemos la larga lista), debemos hacerlo así, sin eludir el tema de su crimen, sin intentar separarlo; si nos incomoda, si sentimos culpa, será parte de la experiencia. Lo mismo que volcarnos a una obra de Bukowski será lidiar con el alcohólico golpeador de aliento a ginebra barata. ¿Suena injusto, plano, panfletario? Tal vez nos hemos acostumbrado a buscar siempre el lugar más cómodo.

También tenemos la opción de dejar la culpa a un lado sin negar la realidad. Nos está costando asumir que casi todos “nuestros” artistas son “monstruos”, no en el sentido de lo creado por la ley en función del control, sino en tanto que nosotrxs mismxs estamos observando que hay monstruos, reflejo de algo más grande, la sociedad de la que somos parte; pareciera que nos negamos a admitirlo (quizá del mismo modo como causaron temor las Pinturas negras cuando Goya expresó la perversidad, la obscenidad y los vicios humanos y fue señalado como hereje, prosaico y diabólico) y buscamos algún discurso que nos redima.
La experiencia estética que brinda una obra perteneciente a determinado sujeto no debería ser de mayor importancia, al definir su lugar en la sociedad, que el propio crimen. Dicha concepción habla de una sociedad que ha aprendido la lógica de la impunidad.
Sabemos que entre las pocas cosas que nos salvan dentro de un sistema que lo marchita todo está la poesía, y nos preguntaremos siempre por qué negárnosla. Debo insistir en esto: no creo que debamos negarnos nada, tampoco censurar las obras de asesinos, feminicidas, violadores, golpeadores, racistas, clasistas, etcétera, porque nos encontraríamos ante posturas totalitarias, tiránicas; más bien debemos enfrentarnos a eso, dejar de darle la vuelta, tener responsabilidad colectiva.
El reconocimiento de estos artistas ya existe: están en la historia, en el canon, en la visibilidad. Ahora falta decir y aceptar que no sólo son o fueron obra. Al artista “monstruo” no se le debe reducir ni al crimen ni a la obra, sino tomarlo en cuenta como un conjunto de dos abstracciones, y con esa óptica asegurar su lugar en nuestro imaginario y en el común.
Ya se sostuvo el debate filosófico de que el sujeto no es la cosa y el teórico, el autor no es la obra, insuficientes dentro de la coyuntura social e ideológica que vivimos. Es un tema vivo, del que se pueden desprender tantas conclusiones como posturas existan. Pero es necesario empezar a debatirlo desde más ángulos.
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Tania Jaramillo (Ciudad de México, 1989). Animala de la “selva cotidiana”, donde quiera que se oiga un canto está su corazón. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Actualmente es guionista de radio y poeta.
Twitter: @taniajr101
Imagen principal: fotograma de Naked Lunch (1991), película de David Cronenberg basada en la novela homónima de William Burroughs
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