por Samuel Cortés Hamdan
El amor está por inventar sus rutas hacia el abrazo entre semáforos y tableros de basquetbol sometidos por el fuego.
Valparaíso está por conocer que la voluntad puede recorrer cerros, escuelas, peluquerías, entrampar bomberos, seducir abogadas de lo familiar y enfurecer en el claustro de la frustración, en el ejercicio difícil de encontrar las oportunidades para la filiación radical, propositiva, distinta a la recomendación institucional y los mecanismos del estado de las cosas.
En su más reciente largometraje, Ema (2019), el director chileno Pablo Larraín explora la belleza del color urbano y de las tribus en resistencia de la ciudad portuaria desde el arte comunitario y la reivindicación de género mientras dota a su protagonista de un afán de amor: la bailarina de reguetón quiere reencontrarse con su hijo adoptado, que fue reintegrado al Servicio Nacional de Menores (Sename) del gobierno debido a los episodios de ira, serios, de huella permanente, del crío, que amenazan la estabilidad familiar y confrontan en la duda y el resentimiento a sus padres adoptivos.
Pero Ema (Mariana di Girolamo) está convencida de que todo lo que faltó para consolidar el encuentro fue el diálogo, la ternura, los descubrimientos de la paciencia, y de que las cosas pueden repararse. Así que se dispondrá a la reconstrucción del contacto tejiendo maneras en las calles y entre los corazones que conforman el puerto más concurrido del país, destino una vez del nicaragüense Rubén Darío.

Una película que se separa de la tendencia de Larraín de abordar episodios políticos constituyentes de la historia de Chile —como la persecución al senador comunista Pablo Neruda, los abusos sexuales de clérigos católicos protegidos por los intereses de la dictadura de Augusto Pinochet, la saturación de la morgue tras el 11 de septiembre de 1973, o el activismo necesariamente soterrado de la izquierda durante el régimen— para abordar una contemporaneidad que se permite la imprecisión temporal, aunque igualmente dibuja rasgos precisos sobre su ubicación, como la solidez de la sororidad feminista en el siglo XXI, la proliferación reguetonera, la necesidad de transformación de los esquemas tradicionales de comportamiento, la elección como única posibilidad de existencia en una sociedad reiterada en sus espantos, límites, nociones de buena conducta y facilidades para censurar, regañar a la otredad, herencia contrarreformista.
Una película que da continuidad al talento poético de Larraín y decide hacer un elogio de la voluntad, de las posiciones de la decisión en el ejercicio del amor. Ema se hace mediante todas las capacidades de su lenguaje, su voluntad, su mirada insistente, su cuerpo, sus golpes, sus ironías, sus amenazas funcionales, su afecto transgresor y su espíritu, que abraza, si es necesario, en el camino de aproximación a su deseo.
Mi hijo puede besarme todo el cuerpo si así lo desea, dice en alguna ocasión, y hallará la manera de que esa caricia insustituible, específica, se articule entre reconciliaciones y espejos, no obstante la condena burócrata estatal, funcionaria, o el desprecio de sus compañeros de trabajo en una escuela primaria, que la asumen un monstruo del abandono y la indiferencia antojadiza, cambiante de ánimo, o las provocaciones obcecadas (embriagadas de ceguera, envidia, acotación) de su pareja Gastón (Gael García Bernal).
Si mi lengua es real, mi cuerpo es real, dice uno de los temas musicales compuestos específicamente para la película. Una lengua que probará su habitación en el mundo entre las escaleras de madera, las casas verticales y las calles caídas de la incertidumbre por suceder.
Ema es la crónica del devenir de unos hilos que, propositivamente, se vinculan a un ombligo.
***
Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988). Licenciado en letras por la UNAM, ha trabajado como editor y reportero en distintos medios. Escribe sobre cine, lo que pasa en la calle, los reveses de la emoción y su apego a los accidentes del terreno, así como de libros que querrían su reedición. Guarda dos inéditos en el cajón.
Twitter: @cilantrus