Miedo al mamífero que puede volar

por Karen de Villa

Apareció un murciélago en el pasillo de entrada del edificio donde crecí. A nadie le parecía posible. Tenía que ser una broma de Halloween, pues se sabe que los murciélagos sólo se encuentran en las cuevas o en las películas de vampiros. Estaba colgado de una rama de un arbusto artificial, en una maceta. Yo había pasado por ahí hacía unos minutos cuando volví de la papelería, quizás con una cartulina o una monografía para mi tarea de cuarto de primaria, y no había visto nada en el corredor, ni siquiera una sombra reflejada en los espejos.

Hace no mucho, en mi puesto de trabajo cómodo de ciudad sobrepoblada, de 9 am a 6 pm, cercano a mi casa, con sueldo aceptable y vacaciones tres veces al año, pensaba que lo mejor sería que todos paráramos, que no hiciéramos nada. Pensaba que si no sabemos qué hacer es mejor no hacer nada. Si no sabemos cómo mantener los ciclos naturales y nos cagamos en el agua limpia, si no sabemos sembrar y esa tarea nos parece poca cosa, entonces mejor no hacer nada. Hacer nada sería mejor que salir a usar coches eléctricos y reciclar toneladas de plástico que nadie necesita en primer lugar, sería mejor que disfrazar a las empresas de “socialmente responsables” o “sustentables”. Hacer nada sería mejor que cumplir los Acuerdos de París, que disminuir las emisiones de CO2 de China, que comprar ropa “consciente” en H&M. También me había cansado de tanto “arte”, tanta “cultura”, de los ismos sociológicos con sus debates y de la importancia personal de gremio ensimismado. Mejor quedarnos inmóviles, callarnos por un rato. Y ahí está: deseo cumplido. ¿Cómo sostengo esto?

Mi primo sopló y el ala del murciélago se movió levemente, como para evitar que lo arrancaran de su sueño. No era una broma de plástico. Después de llamar a Locatel, a la delegación Iztacalco y, según recuerdo, incluso a la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), en fin de semana y sin posibilidad de que ningún funcionario tomara en serio la llamada, un vecino y nuevo héroe del edificio resolvió el problema. Le aventó una toalla empapada con agua caliente al murciélago para tirarlo al suelo y después lo pisó hasta matarlo. Un líquido tibio salió de su cuerpo junto con sus esfuerzos por sobrevivir. Nunca lo vi, tuve miedo porque me dijeron que transmitía enfermedades. ¿Cuál era la dificultad de dejar la puerta abierta hasta que saliera por sí mismo? A nadie se le ocurrió. Aún puedo imaginar el dolor que sintió; algo me pasa en el estómago y la garganta cuando pienso en él. Su único error fue confundir una rama de arbusto con un impostor de plástico color verde polvoriento. Nosotros también vamos buscando el plástico en lugar del árbol.

Desde mi desempleo, con mi cuenta en ceros y sin poder pagar la renta completa, me consuelo a mí misma: ¿Quién vive de dinero, de acciones, de bonos? ¿Quién ha muerto por falta de dinero? Nadie, nunca. Se muere por falta de alimento, por falta de oxígeno, se muere por falta de amor –se sabe que un bebé es más susceptible de enfermar y morir por falta de contacto físico–, pero nadie ha muerto porque la cuenta bancaria quede en ceros. Ningún ser humano se ha suicidado por falta de dinero, sino por haberle cedido todo su poder al mito del capital. En los lugares en los que he vivido más sanamente no usaba dinero ni mi cuenta bancaria. En uno de ellos aprendí que no sé cómo usar el azadón para hacer terrazas de cultivo, que un amigo de 15 años me enseñó con un método que combinaba cariño con ironía.

El murciélago viene a hacer visible lo que habíamos decidido no ver. Cada día mueren miles de personas, pero nunca antes llevamos un contador en tiempo real de la muerte alrededor del mundo. Cambiamos el medallero olímpico por el índice de letalidad del virus. Ese contador crea la convención de que el siguiente puede ser cualquiera, lo cual no es nuevo: la muerte es una posibilidad para todos cada día. Sin embargo, tal posibilidad no nos impedía vivir porque no centrábamos nuestra atención en eso. El murciélago viene a recordarnos la muerte, no porque sea mala, sino porque de esta manera nos obliga a revisar nuestra vida.

Todos los días la gente enferma, todos los días alguien se contagia de algo, todos los días nos envenenamos los pulmones, pero no habíamos compartido el riesgo de forma tan evidente, en cadena nacional, al grado de saturar las redes sociales y las transmisiones en vivo. Nunca antes había tenido la certeza de que todos vamos por ahí con la misma preocupación rondando en la mente. Aun cuando a cada segundo aumenta el daño que le hacemos a la Tierra y el cambio climático es un riesgo que se incrementa exponencialmente, era relativamente fácil voltear hacia otro lado. Con esta crisis se hace imposible dejar de ver que todos compartimos la vida en este planeta.

Todos estamos interconectados, no por la web de internet, sino a la web de la araña, que, como dicen los nativoamericanos, guarda los sueños y anhelos de todos los niños del mundo, incluyendo a los niños que hemos sido. Estamos enlazados, tejidos todos por un mismo hilo. En el mejor de los casos, por un hilo de viento, agua y tierra que va por cada uno de los bosques, selvas y desiertos, un hilo que recorre desde los agujeros negros hasta las estrellas…; en el peor de los casos, estamos interconectados por nuestras alucinaciones colectivas: la economía, la guerra, la extinción que acecha.

Los virus guardan una medicina que tiene que ver con las relaciones. No hay inoculación de un virus sin una relación. Un virus que se manifiesta como enfermedad tiene que ver con una relación no sana, no coherente. Y, como saben las mujeres y hombres medicina, una enfermedad es siempre una petición de transformación, de tirar abajo algo que resulta insostenible. Este virus no nos dice que dejemos de tocarnos, besarnos y abrazarnos, sino que nuestras interacciones se han vuelto un riesgo para todos. Y se nos restringe de lo más valioso para poder reconocer ese valor.

El murciélago, en la tradición de la rueda de la medicina de los pueblos originarios de América, simboliza la muerte chamánica: morir para nacer como otros. Es también un polinizador, es decir, el que esparce la semilla, y es el único mamífero que puede volar. Quizás nos enseñe que, sin importar cuántas veces nos contemos la historia de que los humanos somos horribles y repugnantes, podemos esparcir la semilla en el vuelo. ¿El murciélago nos pide que transformemos nuestras relaciones?

“Todas mis relaciones”, se dice entre los pueblos originarios de Norteamérica. Todas las relaciones incluyen a la Tierra, el cielo, el viento, el agua, los minerales, cada árbol, cada ave, cada reptil, cada insecto, cada humano… Todas las relaciones se están tejiendo en todo momento. El murciélago nos hace verlo, nadie está solo en esto.

Hoy escribo desde un lugar impoluto en un edificio aséptico. Ninguna polilla, ninguna hormiga, acaso uno que otro mosquito. A veces veo pasar algún pájaro. Todos los animales del rumbo van fielmente enlazados a su amo. En mi infancia ese ambiente me hacía sentir segura. Cada vez que preguntaba por la probabilidad de un terremoto, por la causa de un huracán o por la fecha del fin del mundo que tanto me prometían, mi casa y su vista de quinto piso me hacían sentir a salvo. Nadie me dijo que el mundo entero era mi casa. No seremos los mismos cuando salgamos de nuestro resguardo, pero, sea como sea, me iré a aprender a usar el azadón y a abrazar a mi amigo.

***
Karen de Villa (Ciudad de México, 1986)
Su quehacer se centra en la escritura, el cine documental, la permacultura, los pueblos originarios de América y el baile afrocubano. Se ha formado en la UNAM, la Cineteca Nacional y el bosque de niebla de Veracruz. Actualmente trabaja en un documental sobre permacultura y cambio climático en México.

Instagram: @kala_de_villa y @otra_tierra

Foto de portada: Tania Mayrén
Fotos de interiores: Karen de Villa

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