por Michelle Vázquez Gutiérrez
El mundo es hermoso antes que verdadero
Gaston Bachelard
¿Por qué contamos historias?
El balcón del Frangipani, de Mia Couto —publicado en español en 2014 con traducción de Rodolfo Alpízar Castillo—, es una novela conformada por narraciones en primera persona que, a simple vista, parecen responder a un crimen. Sin embargo, desde mi perspectiva lo que se despliega es una bella reflexión sobre el acto de contarse, la memoria y el deseo de existir. La novela no aborda la guerra de independencia de Mozambique ni el colonialismo de manera prioritaria; más bien, indaga en el impulso humano de narrarse como forma de habitar el mundo y resistir al olvido, incluso en tiempos de convulsión histórica.
En su libro Somos animales poéticos (2023), Michèle Petit posiciona el deseo —siguiendo a Laurence Devillairs— como detonante para contar. En palabras de la filósofa: “siempre nos contamos historias cuando deseamos. Lo que nos estremece entonces no es la realidad, sino la ficción y los sueños, la esperanza y las ideas. Todo deseo es, en ese sentido, deseo de lo imposible, de una vida más intensa, más dramática”. En El balcón del Frangipani ese deseo es evidente: los ancianos del asilo de São Nicolau desocupan sus días narrándose porque eso les permite seguir existiendo, recrearse y prolongar un mundo que ya no es.
Los testimonios, en lugar de acercar a Izidine a la solución del crimen, son una reescritura de la persona que se cuenta, un gesto de presencia en un mundo que los ha olvidado. El ritmo en que los ancianos hablan es el de quien nada tiene que hacer más que desesperar porque algo suceda. Sus narraciones se despliegan en una serie de imágenes bellísimas que nos permiten adentrarnos lingüísticamente en ese universo en transformación por los cambios sociopolíticos que atravesaba el país.
Cada historia nos brinda una pieza del misterio que envuelve a la fortaleza, pero también nos acerca a la intimidad de ese grupo que convive desde la complicidad y la certeza de ser los únicos que habitan ese espacio otro. Una forma de “prestar más atención a [ese] mundo y sus invitados”, como apunta Petit.

Contar es y ha sido la forma más primitiva y poderosa de construir comunidad e identidad al mismo tiempo. Este acto de narrar es también una forma de resistencia frente a la lógica utilitaria. En un mundo que valora la productividad, estos ancianos encarnan lo que Calaferte llamaba “lo esencial inútil”: aquello que existe sin necesidad de servir a ningún fin más allá de sostener la vida misma.
En este sentido, la memoria —y la propia novela— se nos presenta como un campo donde se entrelazan ficción, mito y oralidad. La oralidad, en particular, permite que las historias circulen de manera viva, que la experiencia se transforme a medida que se comparte y que cada escucha se convierta en parte del relato. Contar, entonces, no consiste únicamente en recordar: es un acto para mantener una visión de mundo viva y presente a través de la palabra, donde la narración se vuelve vehículo de existencia y comunalidad.
Couto, en su escritura, refleja esta dinámica a través de la tradición oral mozambiqueña. Los ancianos del asilo no buscan enseñar ni ilustrar; lo que cuentan forma parte de la historia de su país, y son maneras de vivir y transmitir su experiencia humana particular. La memoria compartida funciona como trinchera contra el olvido y como forma de resistencia frente a la imposición de relatos oficiales. Así, la oralidad preserva un sentido de identidad que trasciende la historia escrita y el registro institucional: una identidad comunitaria, construida desde la experiencia y la narración compartida.
Cada testimonio de los ancianos es particularmente significativo, pues nos revela fragmentos de un mundo tradicional y ancestral que poco a poco se desvanece. El recorrido sociopolítico de los países colonizados a menudo fragmenta la identidad de sus pueblos, generando múltiples tensiones. Couto sugiere, de manera sutil, que no es necesario inventar una nueva identidad en oposición a Occidente: basta reconectar con las raíces para recordar quiénes somos.
Es importante subrayar que esta mirada a las raíces y a la tradición oral no debe confundirse con romanticismo ni folclorización. Los testimonios de los ancianos revelan un mundo complejo, con tensiones, contradicciones y heridas históricas, no un paisaje idealizado o inmutable. Contar y recordar no consiste en glorificar un pasado “puro”, sino en reconocer las capas de experiencia, saberes y resistencias que permiten comprender cómo se construye la identidad colectiva, incluso y sobre todo en medio de transformaciones sociopolíticas profundas.
Un contraste interesante se da entre escritura y oralidad. La inclusión de una carta entre los relatos sugiere que la escritura es una extensión natural de este impulso vital: no cierra la narración, sino que la mantiene abierta al porvenir. Tanto la escritura como la oralidad son actos de deseo, formas de persistir en el mundo y de afirmarse frente al olvido.

Otra tensión notable se da entre realidad y ficción. Martha reconstruye los fragmentos dispersos de los relatos y los organiza de manera lógica: el asesinato de Vasto, su embarazo, la filiación imposible del hijo, la locura de Ernestina y el ahínco por vivir de los ancianos. Su relato ancla las diversas voces y permite comprender lo narrado, pero no elimina la tensión entre lo real y lo imaginado; no hay un final cerrado ni una verdad única.
En esta novela contarse es también crearse: la memoria nunca es objetiva, sino un tejido en el que hechos, deseos, fantasías y omisiones se entrelazan. La verdad y la mentira se convierten en dos caras de la misma moneda, donde cada relato refleja tanto la experiencia vivida como la intención de afirmar la propia existencia. La ficción, así, no es mera invención, sino un vehículo para dar forma a la identidad, para mantener viva la historia y la memoria de quienes cuentan.
Por otro lado, la oposición entre los viejos e Izidine revela otra dimensión. El joven policía encarna la prisa, la eficiencia y la lógica utilitaria: escucha, pero no logra permanecer ni perderse en los detalles, en el ritmo pausado y envolvente de la memoria. No entiende. Representa un Mozambique que está naciendo, desprovisto de raíces profundas y de identidad compartida, un país cuyos vínculos con el pasado se han debilitado. Es un joven que no sabe de dónde viene y mucho menos a dónde va, y cuya incomodidad frente a la narración de los ancianos pone en evidencia que contar no es solo relatar hechos, sino habitar el tiempo, resistir al olvido y afirmarse como sujeto dentro de un mundo que cambia aceleradamente.

Los ancianos hablaban “metafórico, poético, portador de mitologías”, recuerda Petit. Sus palabras no buscan la precisión de los hechos, sino la densidad del sentido. Cada relato estaba hecho de imágenes, de silencios y de giros que transforman lo cotidiano en símbolo. Ese lenguaje —nacido de la oralidad y de la experiencia compartida— no sólo comunica, sino que da forma a lo invisible, al deseo, a lo sagrado que aún persiste en lo común, a la memoria y la ancestralidad. En ellos, la palabra recupera su poder original: el de nombrar para hacer existir. Su manera de hablar no se ajusta a la lógica moderna, sino al ritmo de lo ancestral, a la cadencia de las historias que se dicen para mantener unido al mundo. Por eso su hablar es también un acto poético: porque en cada metáfora, en cada desvío, en cada mentira o invención, late el deseo de que la vida siga teniendo espesor.
El frangipani, árbol que da título a la novela, se convierte en alegoría de esta memoria viva. Crece en la piedra, florece al borde de lo imposible, conecta pasado y presente, tierra y cielo. Como los relatos de los viejos, florece en un terreno herido y nos recuerda que, mientras haya quien cuente y quien escuche, el mundo permanecerá habitable.
La novela de Mia Couto nos recuerda que la vida se sostiene en los relatos, que el tiempo se hace humano cuando se narra, y que la esperanza no reside en la utilidad, sino en el acto poético de hablar y escuchar. Contar es, en última instancia, el gesto más humano, vital y resistente que nos queda.

Referencias
Laurence Devillaires. «Laurence Devillaires: le reconfinement, le désir, l’essentiel… et les librairies» en Philosophie magazine, 30 de octubre de 2020.
Mia Couto. El balcón del Frangipani. Traducción de Rodolfo Alpízar Castillo. México: Elefanta. 2014.
Michèle Petit. Somos animales poéticos: Algunos usos de los libros y del arte en estos tiempos críticos. Traducción de Rafael Segovia. Tlalnepantla: Océano. 2023.
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Michelle Vázquez Gutiérrez es mediadora de lectura, bibliotecaria y lectora asidua. A través de Chamaca Editorial se enfoca en la difusión de la producción literaria y artística del continente africano y las diásporas. Actualmente coordina un club de lectura con Ndjira México, donde cada mes se lee a unx nuevx autorx africanx o afrodescendiente.
Instagram: @ChamacaEditorial
Todas las obras plásticas que acompañan esta nota fueron tomadas del acervo digital del Museo Virtual de Lusofonía.
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