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Saer: la sensación tan rara de estar en el mundo

Diálogo de Tununa Mercado con el escritor argentino en 1980.

¿Existirá todavía, en el archivo de la editorial Siglo XXI, el dictamen que rechazó el manuscrito de Nadie nada nunca, la cuarta novela de Juan José Saer? En un libro reciente, Alberto Díaz cuenta la historia: recién llegado a la Ciudad de México en 1979, Arnaldo Orfila le habló de un escritor argentino, desconocido para él, que había pedido mil quinientos dólares como adelanto por un libro no solicitado. Un primer lector lo había rechazado, pero Díaz —que no conocía personalmente a Saer, pero sí buena parte de su obra convenció a Orfila de publicarlo. El libro se imprimió en 1980 y pasó casi desapercibido. Sólo un par de amigos, argentinos exiliados entonces en México, lo defendieron en el suplemento Sábado del periódico unomásuno. El poeta Hugo Gola escribió una larga reseña y la narradora y periodista Tununa Mercado —integrante de la dirección colectiva de la histórica revista Fem— condujo la entrevista que recuperamos aquí.

La conversación recorre algunos tópicos de la época y casi todos los lugares comunes de la mitología de Saer: la infancia y la lengua, el paisaje y la región, los amigos y los maestros, el exilio y la política, y una defensa férrea y arrogante —casi adolescente— de sus lecturas y su proyecto literario. Sólo un escritor perfectamente seguro de su trabajo podía, en 1980, articular una crítica tan virulenta como precisa de los dos autores más poderosos del boom latinoamericano. Pero también es posible leer el texto como la instantánea de una amistad más larga: en 1968, Saer llegó a Francia y fue recibido en casa de Tununa Mercado y de Noé Jitrik, a quien Nadie nada nunca está dedicada. Cerca del final, y en el centro de todo, hay una intuición fundamental que es tan cierta entonces como ahora: en un mundo desgarrado y lleno de noticias desoladoras, solamente los amigos y un puñado de libros pueden brindarnos la sensación, “tan rara en esta época, de estar en el mundo”.

*

Título central de una obra fragmentaria.

Juan José Saer habla del poder de la narración

Tununa Mercado

Suplemento Sábado, número 131, diario unomásuno, Ciudad de México, sábado 10 de mayo de 1980.

P. Hace años que estás viviendo en Francia; incluso es ahí donde nos conocimos, en el movido 1968; para quien te ha leído no deja de ser llamativo que te hayas ido quedando porque aparentemente, en lo imaginario, nunca te has ido del “litoral” santafesino.

R. En efecto, nací en el litoral y mi formación artística se hizo en Santa Fe, Paraná y Rosario entre 1956 y 1962, en medio de poetas, músicos y pintores. (Juan L. Ortiz, Hugo Gola, Aldo Oliva, Gambartes, Espino, Grela, Renzi, etc.).

Los artistas del litoral tenían, en aquellos años por lo menos, una gran lucidez teórica sobre los problemas artísticos y un gran conocimiento del arte moderno. Había exposiciones, conciertos, discusiones públicas, publicaciones donde se podía obtener información sobre muchas cosas que me interesaban. Estaba la gran figura de Juan L. Ortiz, que desde los años cincuenta empezó a ejercer una influencia capital en la joven poesía argentina a causa de su rigor poético y sobre todo de su dimensión moral y filosófica. Yo estaba entre los más jóvenes, de modo que aproveché todo eso más que ninguno. Las imágenes culturales que aparecen en mis libros vienen casi todas de ese periodo, que es el más feliz de la vida.

Si en la actualidad paso no pocas tardes en Beaubourg, es porque por momentos me parece reencontrar en algunas salas, en la biblioteca, en el bar, la atmósfera de aquellos años que ya he perdido para siempre. 

P. La atmósfera santafesina —aquí, en México, lo tenemos a Hugo Gola para reproducirla mediante sus evocaciones— era tal vez esencialmente poética. ¿Tú eres una excepción o bien un deudor de ella?

R. Creo ser, yo también, un productor de ese clima, pero tal vez el miedo a fracasar como poeta me indujo a escribir narraciones y a esquivar las dificultades de la lírica escribiendo poesías narrativas. Claro que encontré otras nuevas: la noción de género tiene poca importancia en lo que yo escribo (de ahí el título de mi libro de poemas: El arte de narrar). Me gustaría ser capaz de crear formas intermedias, inclasificables, una novela en verso, por ejemplo, o formas narrativas en prosa [que], por su extensión, su carácter, etc., den versiones más flexibles de lo real. Esta tentativa preside más o menos la elaboración de La mayor.

P. Con ese arraigo en una región de Argentina no es fácil explicarse la elección de Francia como lugar para vivir. ¿Te sitúas a ti mismo en la tradición nacional del viaje a Europa? ¿Tus razones son literarias?

R. Aterricé en Francia por casualidad. En la literatura argentina, la influencia francesa ha sido siempre muy grande. Puede decirse que desde el romanticismo cada vanguardia artística o filosófica francesa ha tenido su sucursal en Argentina —simbolismo, existencialismo, estructuralismo, etc. Yo, personalmente, no soy muy afrancesado. Hay cinco o seis escritores franceses que admiro profundamente, entre los narradores, Flaubert y Proust, y los poetas también, de Baudelaire a Ponge, Char y Michaux. Butor, Sarraute, el primer Robbe-Grillet han teorizado y puesto en práctica, lo mismo que Sartre y Roland Barthes, una serie de problemas relativos a la evolución de las formas narrativas. Yo he tratado de seguir con atención esas búsquedas, como muchas otras, de épocas y lugares diferentes, sin considerarme su representante oficial en Argentina. Pienso que un artista debe más bien utilizar todo aquello que pueda serle útil para realizar su obra, venga de donde venga.

Los hábitos de la tertulia. Alberto Schiavoni, Con los pintores amigos, 1930.

P. Hace un par de años publicaste en Liberation una nota sobre el exilio. En la actualidad se habla mucho del exilio —desgraciadamente— y no cabe duda de que se trata de una realidad y de una dimensión. ¿Será también una clave para explicar tu ausencia, que no separación, de tu patria?

R. Empecemos por la última parte. Debo confesarte que para mí la palabra patria es la más sospechosa del diccionario. De todas las abstracciones que nos oprimen, es una de las más sangrientas. Es la que profieren con más frecuencia y delectación los carniceros. Para mí, la acepción justa de esa palabra está en Hölderlin: lo natal, el lugar de nuestros orígenes. Para mí la patria es ese lugar en su sentido más estricto y material. Lo nacional es la infancia y es por lo tanto regional, e incluso local. La materialidad de la patria se confunde con mis experiencias y está construida por la existencia precisa de paisajes, caras, nombres, experiencias comunes. La patria que invocan los verdugos es la antinomia irreconciliable del objeto de mi nostalgia. Por eso a veces me sé decir que todo regreso es imposible, ya que esa patria que nos parece persistir en el espacio no es otra cosa que una experiencia intensa vivida en un pasado irrecuperable. El regreso podría ser, en ese caso, una nueva forma de exilio.

P. Desde luego que resulta trivial, si no tonto, preguntarte ahora “qué piensa Ud. del exilio”; sin embargo, el tema subyace a todo diálogo latinoamericano, más aún frente a la aparición, en un país que no es el tuyo, de un texto que, según creo, no evade esta cuestión, al contrario, la incorpora. 

R. Hay tres clases de exilio: el primero, que podríamos llamar circunstancial, es el exilio actual de muchos hombres o grupos de hombres que, por no compartir las ideas de los gobiernos que mandan en sus respectivos países, se ven obligados, para defender su vida o su dignidad, a vivir en el extranjero, en condiciones a menudo difíciles y dolorosas. Hay un segundo exilio, de tipo estructural, que es nuestro destino de hombres de la sociedad alienada, y del que únicamente un cambio social y profundo, irreversible y total —y no un mero cambio de gobierno— podrá sacarnos. Ese exilio nos acompaña dondequiera que estemos, aun en nuestra propia patria. 

A medida que crecemos, el sentimiento de no pertenecer a ningún grupo social, de no poder identificarnos con ninguna causa que, formulada a través de dogmas ideológicos, no puede suscitar en nosotros más que adhesiones parciales y reticentes, va haciéndonos sentir ajenos a la sociedad en que vivimos. 

Nuestro trabajo y nuestra vida efectiva son formados desde el exterior, según los modelos institucionales y económicos del poder represivo. Hay un abismo entre nuestras pulsiones y los actos que la estructura social nos permite realizar, y de este modo nuestra vida va tejiéndose, poco a poco, en la distancia y la extrañeza. Es como si se nos mantuviese fuera de la patria de nuestras pulsiones.

Y, por último, hay un exilio ontológico, constitutivo del hombre, en quien la certidumbre confusa, y difícil de probar, de no estar reducido a la pura materialidad, lo hace girar en círculo, y a ciegas, sin poder modificar su condición, del nacimiento a la muerte. Estamos hechos de esa encrucijada de destierros, de esa caja china de exilios y de carencias que desembocan en lo negro. Vamos cayendo de un exilio en otro, como en los círculos del infierno. Y nuestro exilio circunstancial, que es tan terrible porque nos priva de las últimas ilusiones —libertad física, jurídica, política, religiosa, sexual, de nuestra libertad material en una palabra—, no debe hacernos olvidar los otros, el inherente a la sociedad alienada y el propio del hombre, porque, a cada cambio de gobierno, de vuelta a nuestra patria, corremos el riesgo de caer en la trampa de las apariencias. El que cree que cuando el parlamentarismo burgués o el revisionismo tenga acceso al poder político el exilio habrá tocado a su fin, comete un error de apreciación y corre el riesgo, sin ser consciente en el mejor de los casos, de pasar del campo de las víctimas al campo de los verdugos.

Hombres del río.

P. Esta descripción, que va más allá de lo político, debería poder concretarse en algo así como un “efecto” bien preciso y localizado y atinente a la literatura misma. 

R. Es difícil desentrañar el “efecto” que el exilio puede tener en la obra de un escritor. El exilio es un alejamiento, una privación, una expulsión. Según Corominas, la palabra vendría del latín exilire: “saltar afuera”. El exilio es por lo tanto una especie de intemperie. Dejando de lado las consecuencias dramáticas e incluso trágicas del exilio, que pueden ser muchas, me gustaría hacer notar que esa expulsión tiene por lo menos la ventaja de permitirnos ver desde afuera el conjunto que nos ha expelido. Yo confieso que nunca vi más claramente a Argentina que cuando estuve fuera. Y si definimos el exilio por esa situación de exterioridad, podemos ver de inmediato que hay formas de exilio muy diferentes, tales como la enfermedad física o mental, la pobreza, la sexualidad, etc. Entre los escritores de nuestro tiempo, hay exiliados voluntarios, como Joyce, Beckett, Pound, Eliot; exiliados forzosos, como Brecht, Benjamin, Gombrowicz, Vallejo; hay exiliados en su propia patria, como Macedonio Fernández, Juan L. Ortiz, o Svevo, o Faulkner (uno de cuyos críticos habla de sus “25 años de exilio interior”), y hay también quienes se hallan fuera (fuera de circulación, digamos), por otras razones, como la enfermedad, por ejemplo, en el caso de Proust o Kafka, o en el ghetto de la locura, como Artaud. A Góngora, la pobreza y el provincianismo le fueron fatales. Que no se confunda esta lista prestigiosa con una apología del exilio. Lo que quiero señalar es que si el exilio tiene alguna influencia en la obra de un escritor, esa influencia se transforma en un elemento estructural que se confunde con la totalidad de su creación. Como de tantas desgracias, un buen escritor puede también sacar partido del exilio.

P. Nada me parece más adecuado, ahora, que vincular “tu situación de exiliado”, “tus” ideas sobre el exilio con “tu” formación como escritor; presumo, por lo que sé de ti mismo a través de mi lectura de Cicatrices y El limonero real, que lo de la “formación como escritor” no ha de ser una pregunta ritual ni de tu parte una respuesta académica.

R. Escribo desde que fui capaz de tener un lápiz en la mano y de trazar signos con él, desde los seis o siete años.

Nunca quise ser otra cosa que escritor. Nunca vacilé entre la literatura o alguna otra actividad. Toda mi vida ha girado a cada momento en torno al acto de escribir. La distinción romántica entre literatura y vida no puede ser aplicada a mi persona porque escribir es para mí una de las formas más intensas de la vida.

P. ¡Pero las intensidades no pueden mantenerse invariablemente! Por otra parte, tu ritmo de publicación no es muy acelerado: un libro cada tres, cada cuatro años; más bien tengo la imagen de una intensidad “para adentro”, quizás, en la frase. ¿Es eso?

R. Siempre escribí mucho, pero mi trabajo va haciéndose cada vez más difícil y por lo tanto escribo cada vez menos. Puede decirse que mi trabajo actual se originó hace poco más de veinte años, alrededor del año sesenta. Creo que entre 1957 y 1960 empieza mi verdadera búsqueda en tanto que escritor y que, aparte de El limonero real, que empecé a escribir en 1963 sabiendo ya bastante bien a dónde iba, es apenas entre 1966-67 que empiezan a darse las primeras páginas moderadamente aceptables. Veinte años de tanteos que parecen haber pasado como un suspiro, pero que estuvieron hechos de incertidumbre y soledad.

P. En todo caso, falta algo que parece de rutina en todo cuestionario a un escritor: lo político. No es sólo una dimensión necesaria en la literatura, como en toda actividad social, sino que también “se habla” de eso como de algo necesario que ni tiene un lugar preciso ni abre, luego de las declaraciones, a una mayor claridad. En todo caso, siempre aparece, en la pregunta, culpabilizando y, en las respuestas, racionalizando.

R. A diferencia de muchos otros escritores latinoamericanos, no me siento culpable de ser escritor ni pienso que escribir sea un modo de esquivar responsabilidades más urgentes y más serias, como la política. Escribir es un acto mucho más político que muchas conductas que se autodefinen como políticas. Nadie se ocupa tanto de política como el escritor, la función formal es más difícil de desentrañar en literatura que en otras artes, en cambio la literatura corre menos peligro de banalizarse en la función decorativa. El mero acto de escribir es político. Además, el valor político no es un valor superior en sí mismo. No basta declamar posiciones políticas; es necesario, además, que esas posiciones sean correctas. El que quiera conocer a fondo mis posiciones políticas, no tiene más que leerme.

P. Leer entre líneas, leer contra lo aparente, que no dice sino que “presenta” la forma de un conflicto. ¿A través de los mismos personajes siempre, de una búsqueda en la estructura del relato?

R. El hecho de que hable siempre de los mismos personajes puede dar la ilusión de que estoy escribiendo una saga, lo cual es absolutamente erróneo, porque una saga exige la continuidad histórica de los acontecimientos y la continuidad biográfica de los personajes con el fin de completar la inteligibilidad de la representación. En mis libros casi no hay acción y, en muchos casos, ni siquiera relato. Te hago notar que en Nadie nada nunca las partes puramente narrativas son como exteriores a la estructura, relatos ya construidos que se insertan en un devenir aniquilado una y otra vez: el sueño del Gato, el relato del peón al bañero sobre la muerte de los caballos, la imaginación del Ladeado, la lectura de Sade y su interpretación simultánea por parte del Gato, etc. No hay ni acción ni trama y el tiempo real es bastante reducido, desde el viernes a la mañana hasta el lunes a mediodía, con grandes intervalos en blanco. Todos mis libros son una acumulación de fragmentos en la que cada nuevo fragmento que va agregándose modifica la situación de todos los otros en el conjunto, pero agrega muy pocos elementos informativos. El aspecto puramente representativo de mis narraciones es más bien secundario, o por lo menos esa es en general mi intención.

El Río de la Plata en la serie «Buena memoria» del fotógrafo Marcelo Brodsky. «Al río lo tiraron, se convirtió en su tumba inexistente».

P. Estás hablando, ya, de Nadie nada nunca. En El limonero real esa manera de añadir sin informar tenía, me parece, una especie de compulsión, de completamiento, lo que indicaría, justamente, el fragmentarismo de base. ¿Cómo es ahora?

R. Una de las respuestas principales de Nadie nada nunca es la discontinuidad, propuesta exactamente contraria a la de El limonero real, cuya tentativa consistió, justamente, en crear una ilusión de continuidad espacio-temporal. Esto no significa que el objeto exclusivo de mis narraciones sea la ilustración práctica de una idea abstracta de construcción narrativa, sino que en mi caso particular mi imaginación es más eficaz cuando tiene constantemente presente un principio riguroso de organización. En La mayor el principio que rige la construcción es mixto; hay una alternancia formal y conceptual de elementos continuos y discontinuos. Todo esto puede parecer petulante y abstracto, pero mucha gente tiende a olvidar que la narración es antes que nada obra de arte y que el narrador, en tanto que artista, opera del mismo modo que el músico o el pintor: sus obligaciones formales y materiales son idénticas, aunque el carácter conceptual del lenguaje le dé a la mayoría de los lectores y a no pocos escritores la ilusión de que la literatura es un modo directo de comunicación. Toda narración es el resultado de principios rigurosos y personales de construcción. 

P. Llama la atención tu insistencia sobre el rigor de la construcción; me parece uno de los fundamentos de tu escritura y, al mismo tiempo, una de las claves de concentración que cualquiera puede advertir en tus textos. Incluso, se puede sentir que explica las estructuras obsesivas que van haciendo la musicalidad de los textos. Hay quien intentaría relacionar esto, en lo aparente, con el objetivismo francés. ¿Qué te parece a ti?

R. Objetivismo es una palabra vaga aplicada superficialmente por la crítica a una serie de narradores que no formaban ninguna escuela y que empezaron a conocerse después de haber sido drásticamente relacionados por la crítica. Más apropiada me parece la expresión Nouveau Roman, ya que designa históricamente a un grupo de narradores en el interior de una lengua y no presupone ningún procedimiento específico, como ocurre con la palabra “objetivista”. Demás está decir que lo único que tienen en común los autores del Nouveau Roman es la característica de plantearse de un modo riguroso los problemas de la narración en lugar de limitarse a repetir mecánicamente los procedimientos del siglo diecinueve. 

Dicho esto, es obvio que la calificación de objetivismos aplicada a algunos de mis libros no me parece pertinente, ya que a mi modo de ver esa calificación es producto de un error de apreciación y no designa ningún objeto narrativo determinado. Por otra parte, ignorar el aporte del Nouveau Roman, como lo pretenden ciertos escribas de las dos orillas del Atlántico para justificar el carácter anacrónico de sus productos comerciales, significa ignorar la evolución histórica real de las formas narrativas.

P. Me está pareciendo que aludes a algo que no logro precisar. Por de pronto tu ataque al anacronismo formal.

R. En efecto, hay algo. Para aclararlo empezaré por un punto teórico relativo a la “novela”, a la “narración”. Yo prefiero emplear la palabra narración y no la palabra novela porque me parece —tengo la impresión de haber dicho esto ya muchas veces— que la novela es únicamente un periodo de la narración, que la narración se transforma en novela en los siglos XVIII y XIX y se convierte en la forma literaria por excelencia de la época burguesa. Las características principales de la novela son el uso exclusivo de la prosa, la ilusión totalizante, el realismo, etc. En nuestro siglo que, ahora que lo pienso bien, ya se está acabando, por razones sin duda históricas aunque difíciles de desentrañar, la narración comienza a prescindir de la forma novela (como quien diría la forma sonata) y los signos con los que esa nueva transformación se hace visible son, entre otros, la fragmentariedad, el abandono del realismo ingenuo, el empleo de la prosa transgrediendo sus imperativos de claridad, de construcción lógica, de comunicabilidad inmediata y de economía.

P. Pero todavía se siguen escribiendo “novelas”.

R. Por supuesto, casi toda la prosa narrativa que se escriba es novela, es decir, una retórica vacía que repite viejos modelos históricamente perimidos y por lo tanto desprovistos de interés. La aparición de nuevos procedimientos, los resultados de búsquedas un poco menos confortables, son tanto más difíciles cuanto que el poder cultural tiende a preferir y a estimular los modelos retrógrados porque estos les permiten perpetuar su propia imagen.

P. No quisiera que nos alejáramos del punto: deslindado lo teórico deberías, tal vez, pasar a la explicación de ese “algo” a que aludías.

R. Voy a explicarme por medio de un par de ejemplos. Ciertos libros, como El otoño del patriarca, de García Márquez, que es un típico producto ideológico del establishment, poseen una función social. El dictador que nos propone ese libro pertenece a una supuesta realidad mítica latinoamericana y desaparecida, lo cual muestra la realidad actual como beneficiaria de la ley del progreso indefinidos, es decir, más racional y civilizada que la de su dictador de opereta. Prescindiendo de signos de puntuación —procedimiento ya en boga en tiempos de Mallarmé y que sin embargo en la actualidad las clases medias semiilustradas consideran como el colmo de la audacia estilística—, la novela adquiere de paso un barniz vanguardista, destinado a acallar las sospechas de pasatismo. Releyendo, en estos días, por razones profesionales, La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, otro novelón naturalista presentado como obra de vanguardia, comprobé con estupefacción que las razones de su éxito fulgurante están en el elogio que el libro hace de las virtudes militares (el teniente Gamboa) y en su visión pequeñoburguesa de la sexualidad y de la adolescencia. Estas críticas de pacotilla a un poder que en la actualidad de la realidad histórica presenta características mucho más sutiles, complejas y trágicas, no alcanzan a escamotear, a través de las formas vetustas que han elegido para expresarse, que el uso de esas mismas formas es ya una manifestación secundaria de ese poder que pretenden criticar. 

El irse haciendo de la historia del tiempo. Tito Benvenuto, La fábrica, 1956.

P. ¿Crees tú que García Márquez y Vargas Llosa —me imagino que muchos otros deben estar incluidos en tu enjuiciamiento— podrían admitir esta contradicción entre lo político enunciado para el público y lo político practicado, en la forma, para el poder? ¿Qué hay de la idea que tienes de ti mismo en la severidad con que sitúas a esos otros?

R. No tengo defensa, sólo puedo explicar mi propio proceso sin compararme, desde mi manera de ver la escritura en su aspiración y en su limitación. Según Sartre, todo individuo es un universal singular. Un escritor, por lo tanto, no puede expresar lo universal de otro modo que a través de su singularidad. La totalidad es concebible únicamente como una abstracción. Es por eso que un escritor no puede dar más que una visión fragmentaria del mundo, aquello que es visible desde el punto de vista de su singularidad. Escribiendo, el escritor trata de formular coherente su propia experiencia fragmentaria. Cuando mayores son las pretensiones totalizantes de una obra, mayores han de ser nuestras sospechas de que, para darnos la ilusión de una visión total, el autor ha debido rellenar los huecos con abstracciones ideológicas y bien pensantes. La incandescencia pura de ciertas obras de nuestro tiempo reside en su fragmentariedad. Es el caso de Artaud y de toda la gran poesía del siglo XX. En la narración, la fragmentariedad asume formas diversas: puntos de vista narrativos, compresión espacio-temporal, reducción o desaparición de la intriga, repeticiones obsesivas que interfieren la acumulación y la concatenación racionales de la economía narrativa. Cuando un narrador tiene un proyecto totalizante, es la historia la que se encarga de tirárselo abajo: Kafka, Musil, Proust, entre otros, dejaron obras inconclusas. Salvando las distancias, puede decirse que, en mis últimos libros, a partir, digamos, de Cicatrices, la tendencia a la fragmentariedad, según los procedimientos que acabo de enumerar, se acentúa cada vez más. A decir verdad, me doy cuenta de que cuando escribo me preocupo menos del resultado objetivo, tan difícil de estimar, que de la observancia rigurosa de ciertos imperativos, y estoy seguro de que son esos imperativos, únicos y distintos para cada escritor, los que posibilitan el valor artístico de una narración.

P. ¿Qué sería, realmente, ese resultado objetivo? Muchos lo confunden con el aplauso. Creo que tú estás hablando de una estética de la que el trabajo sería un nivel; estás reivindicando, me parece, la especificidad de la tarea del escritor.

R. La justificación del arte es, en muchos niveles, de orden antropológico. El verso de Mallarmé Donner un sen plus pur aux mots de la tribu comenta con elegancia y exactitud la función de la poesía. De todos los individuos de la tribu, el escritor es el único para quien las palabras son el problema central de su actividad y el único, al mismo tiempo, que conserva respecto de ellas una fidelidad absoluta, porque otras actividades, tales como la ciencia o la filosofía, tienden espontáneamente al metalenguaje y, si pudiesen, prescindirían por completo de las palabras. El escritor es el único que las toma en serio, al pie de la letra, si se permite la expresión. El valor antropológico de semejante actitud no requiere, me parece, mayores explicaciones, si se tiene en cuenta que son las palabras las que definen el horizonte humano. En nuestro tiempo, en el que the hollow men han sido rellenados minuciosamente de ideología y en el que la comunicación ha sido reducida, en una dimensión planetaria, a un intercambio mecánico de dogmas prefabricados, la formulación libre de un lenguaje personal, en el que muchos aspectos del ser se manifiesten, al margen o en oposición a las ideologías uniformizantes, reviste, a mi juicio, no sólo una importancia política por el carácter subversivo de toda individualidad negadora, sino también una importancia antropológica porque esa praxis solitaria y desesperada forma parte de los escasos modos de autoconciencia con que cuenta la especie humana. Si alguien duda de mis palabras, le aconsejo leer un editorial del Washington Post y, acto seguido, el comienzo de The Old People de Faulkner o la primera página de Le Monde y, unos minutos después, un fragmento de la Recherche. No son los periodos desabridos y bien educados del periodismo bien pensante sino los fragmentos de Faulkner y Proust, con su fulgor instantáneo, los que le dan al lector el sentido de una realidad posible y la sensación, tan rara en esta época, de estar en el mundo.

P. Para terminar, otra pregunta que paga tributos a una preocupación —o a una curiosidad— actual: muchos escritores latinoamericanos viven fuera de sus países —excepción hecha, quizá, de México, Venezuela, Cuba—; la explicación política es conocida y harto invocada. Aunque vivan en Barcelona se trata, muchas veces, de París. ¿Qué da París, donde tú vives?

R. París es sin duda una gran capital, y muchos escribas contemporáneos buscan, como por instinto, las capitales: los de su especie se arraciman en torno a los diarios, a las editoriales, a las embajadas, a las universidades, a la televisión. Son la voz cantante de la opresión, los que asordinan, con sus suspiros y sus discusiones de escuela, el rugido constante de la bestia, los que confunden la moda y las listas de best-sellers con la creación artística y con la historia. Para un escritor, en cambio, nada mejor que el aislamiento, la independencia, el anonimato. Eso lo sumerge en la zona oscura de la historia que es donde la escasa realidad de este mundo conserva todavía sus últimos estremecimientos. Esos escribas que se apresuran a correr a las capitales porque creen que allí encontrarán la verdad histórica me recuerdan aquella anécdota que cuenta Tchuan-Tsé, según la cual los jóvenes de Chen-Ling se iban a aprender a caminar con distinción a la capital de Han-Tan y no sólo [no] lograban llegar, sino que perdían en la empresa la manera habitual de caminar y volvían a su pueblo natal desplazándose en cuatro patas.

Conspiraciones. Rubén Baldemar, Suite de la secesión (Obra 2).

***
Juan José Saer (1937-2005)
es uno de los mejores narradores de la historia literaria argentina del siglo XX, una de las más propositivas, inventivas, propias de la región latinoamericana. Autor de doce novelas, cinco cuentarios, cuatro libros de ensayo y un poemario.

Tununa Mercado (1939) es una escritora argentina egresada de la Universidad Nacional de Córdoba. Recibió una mención de Casa de las Américas por un cuentario que publicaría en 1967. El golpe de Estado en la Argentina de 1976 la obligó a prolongar su originalmente temporal estancia en México junto a su esposo Noé Jitrik. Editora de Fem, trabajó para la oficina de prensa de la Dirección de Artes Plásticas del Instituto Nacional de Bellas Artes mexicano. En 1987 se radicó de vuelta en Buenos Aires.

Las obras plásticas que acompañan esta entrada fueron tomadas del acervo digital del Museo de Arte Contemporáneo de Rosario. Los retratos del autor de una entrada cultural de la presidencia argentina. La imagen que funciona como portada muestra a Saer junto a la ensayista argentina Beatriz Sarlo.

La recuperación, transcripción y nota introductoria de esta entrada se deben al entusiasmo y generosidad de Dante Saucedo.

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