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Cómo no te voy a querer

Las tensiones del Perú en 2017, entre la lucha magisterial de Castillo y el Mundial.

por Camilo Peter Cueva

1.

Corría el año 2017 y la huelga nacional del magisterio provinciano era noticia en todo el Perú: cientos de maestros habían llegado a la capital y ocupado la Plaza San Martín. A la cabeza de ellos estaba un maestro rural proveniente del pueblo de Chota, en la sierra norte del país: Pedro Castillo Terrones. Organizaciones afines habían dispuesto sus locales para dar alojamiento a los huelguistas, pero eran tantos que la mayoría tuvo que pernoctar en un campamento improvisado en la misma plaza. Muchos dormían casi a la intemperie.

Por su parte, los maestros de la capital no acataron ninguna huelga. De hecho, en Lima se vivía más bien un ambiente de vísperas con relación al mundial de futbol: entre los limeños había un motivo más para departir mientras almorzaban, cenaban o bebían. ¡Luego de treinta años sin ir a un mundial, la selección nacional estaba a punto de clasificar! ¡Los resultados de los últimos partidos eran promisorios y justificaban el creciente entusiasmo!¡Ya estábamos con un pie en Rusia 2018!

Cómo no te voy a querer, cómo no te voy a querer, cantaba, coreaba el común de los limeños el nuevo himno de la selección.

A esa ciudad de grandes ínfulas deportivas habían arribado los maestros de provincia, con Pedro Castillo a la cabeza. ¿Cómo podían imaginar ellos que también eso, ese creciente entusiasmo, conspiraría en su contra? Ya tenían bastante con el escarnio que hacían los grandes medios limeños de la huelga, cuando no de la figura de su dirigente principal: según estos, los nexos entre él y los remanentes del grupo terrorista Sendero Luminoso estaban más que probados. Sus propios métodos violentistas lo delataban.

En otras palabras, la apuesta de los medios limeños era por la represión sin ambages, aunque no lo decían abiertamente. ¿Cómo podía el gobierno reconocer como interlocutor válido en una eventual mesa de diálogo a un filoterrorista?, solían inquirir sus periodistas a la ministra de Educación, quien era invitada continuamente a los platós televisivos a sentar su postura: no lo hacía mal y sus maneras de mujer cultivada y atractiva, muy atractiva, lejos de ser un inconveniente podían generar empatía y consolidar ante las cámaras la imagen del orden y la civilización frente al caos y la barbarie. ¿Cómo era posible, señora ministra? ¿Y el principio de autoridad? Y aunque la ministra se cuidaba de no suscribir totalmente la postura del periodista, la compartía a su modo. «Sólo dialogamos con quienes están acreditados debidamente como representantes ante el Ministerio de Educación». En otras palabras, sólo dialogaban con los representantes del magisterio de la capital, o sea, con quienes no se habían declarado en huelga.

Y, claro, no era raro que, al cabo de la entrevista, el mismo periodista inquisidor presentara un reportaje sobre algún jugador de la selección, cuando no de toda ella. «¡Sí se puede, señores, estamos con un pie en el mundial!». Cómo no te voy a querer, cómo no te voy a querer, se escuchaba como tema de fondo el nuevo himno de la selección.

Además de dirigente magisterial, Castillo logró convertirse en presidente del Perú tras derrotar en las urnas a Keiko Fujimori. Fue depuesto y encarcelado en diciembre de 2022.

II.

Entre los maestros no faltaban quienes venían por primera vez a la capital. Uno de ellos era profesor de primaria en una escuela de Trujillo, en el norte del país. Se llamaba César y tenía cierto aire metafísico: no en vano traía entre sus pertenencias el borrador de un libro de poemas. Porque César, además de maestro, era poeta. Pero si había algo que llamaba la atención en él era su anticuada formalidad para vestir: traje y sombrero de ala corta, ambos oscuros y algo raídos.

El mismo día de su llegada, César se aventuró por los alrededores de la Plaza San Martín y admiró el emblemático jirón de La Unión con sus múltiples tiendas y comercios. Reparó además en los muchos artistas callejeros y vendedores ambulantes que allí pululaban: entre estos últimos los había que sólo vendían suvenires de la selección de futbol (camisetas, gorras, etcétera). Mujeres tan guapas como la ministra de Educación, en cambio, no vio ninguna: todas eran normales o abiertamente feas. Claro, pensó, no todas las hijas de la gran capital iban ser las consentidas suyas. Y entre estas últimas, no todas estaban en plena posesión de su esplendor, cuando no de un título de ministra. Eso sí, todos a su alrededor concurrían, cada quien a su modo, a la megalomanía de siglos de la gran Lima. ¿El lugar de los maestros provincianos estaba a la sombra de esta?, se preguntó el recién llegado.

En un puesto de venta de diarios llamó la atención de César la portada de uno de ellos: de un lado estaba Pedro Castillo con el rostro deformado por un rictus de amargura y del otro la ministra de Educación, guapa y peripuesta como siempre. Pedro Castillo parecía desesperar de las luces y el prestigio de la ministra. El titular rezaba: “Dirigente extremista se desinfla”. El loco y la Venus, pensó el maestro-poeta, divertido.

III.

Lima es la sede del Poder o, mejor dicho, la sede de toda una trama de conflictos y ambiciones que gira en torno al Poder. ¿Tan inaccesible era toda esa trama al reclamo de los maestros provincianos por un mejor salario? Lo cierto es que, sin acertar con el hilo que lo llevaría frente a la ministra, Pedro Castillo recorría tenazmente el centro de la capital. Y lo hacía no sólo al frente de los maestros movilizados, sino también llevando a cabo algunas gestiones que podían favorecer su encuentro con ella, con la ministra. Algunas de estas las realizaba en el propio edificio del Ministerio, pero siempre ante funcionarios de menor rango, esbirros del Poder que de seguro tenían órdenes de “pasearlo” y lo miraban con no disimulada insidia. Mientras tanto nuevas delegaciones de maestros seguían llegando de las zonas más remotas del país: Loreto, Madre de Dios, Juliaca. Llegaban y levantaban lo suyo donde sea que hubiese espacio: para su fortuna, la Plaza San Martín era grande y la solidaridad de sus colegas, mucha.

A la ministra, Pedro Castillo sólo la veía en la televisión ofreciendo alguna entrevista en el horario estelar de los programas periodísticos. Guapa y peripuesta, la ministra nunca se refería directamente a él, a Pedro Castillo. Y cuando era el periodista de turno quien lo hacía, ella salía, elegante, del paso con la misma fórmula: «Sólo dialogamos con quienes están acreditados debidamente como representantes ante el Ministerio de Educación». Y dejaba que el periodista la emprendiera contra el “pseudodirigente” o “cabecilla”. Con el resto de la dirigencia, Castillo solía seguir la entrevista desde el televisor de algún comercio o negocio. En los alrededores de la Plaza San Martín había muchos con un televisor encendido y no tanto siguiendo las noticias de la huelga como las primicias en torno a la selección de futbol. «¡El trámite de acreditación se halla entrampado en el primer piso del Ministerio! —estallaba Pedro Castillo al oír las palabras de la ministra—. ¡Simplemente no hay voluntad de reconocerlo!».

La ministra, por su parte, no escatimaba palabras al momento de exhortar a los maestros a deponer su medida de lucha. «Antes que ministra, soy madre, esposa y sobre todo maestra», dijo en cierta ocasión, durante una entrevista, a punto de cumplirse un mes de iniciada la huelga. En esos instantes, miraba directamente a la cámara: la espiritualidad de sus rasgos resaltaba aún más y un rubor casi hierático arrebolaba su frente: definitivamente estaba en su elemento. «Sé que ustedes quieren a sus alumnos como a sus propios hijos y por eso los exhorto a no perjudicarlos más y volver con ellos». Sin embargo, al tiempo que ella hacía este tipo de declaraciones, los maestros movilizados día tras día eran reprimidos duramente por la policía: les cerraba el paso antes de que llegaran con su protesta al Palacio de Gobierno o al Congreso de la República. Y ya más de uno había sido alcanzado por un cachiporrazo que lo había dejado medio muerto en el piso. Y ya en todos había hecho estragos el gas mostaza y el gas vomitivo: el primero parecía astillarles la garganta y los ojos, mientras que el segundo acometía sus entrañas. ¿Cuánto tiempo más serían capaces de soportar ese ir y venir del demonio, el gas, los golpes?, se preguntaba Pedro Castillo. Con las ultimas luces de la tarde, los maestros volvían con sus heridos a la Plaza San Martín. Muchos limeños salían a esa misma hora de sus clases u oficinas, y, aunque cansados, preferían terminar la jornada departiendo entre amigos y hablando de la selección de futbol. ¡Ya tenían un pie en el mundial!

Cómo no te voy a querer, cómo no te voy a querer, cantaban, coreaban.

Y un día en vísperas de uno de los partidos más importantes de la selección —los puntos en juego eran importantes para clasificar— la ministra volvió a aparecer en un programa televisivo: la novedad residía en el ultimátum que dio esa vez ante las cámaras. «Los maestros que persistan en su medida de fuerza serán automáticamente separados de sus puestos como docentes, ya he dado instrucciones al respecto», sentenció.

Los rostros de una afición. Imagen tomada de las redes sociales de la Selección Peruana de futbol.

IV.

Los maestros no levantaron la huelga, por el contrario: arreciaron sus marchas por el centro de la capital. ¿Hasta cuándo serían capaces de sostener ese abierto pulso con ella, con su megalomanía de siglos? Redujeron sus alimentos al mínimo indispensable. Y no faltó noche en la que el alumbrado público de la plaza donde pernoctaban no cesara por completo: parecían entonces auténticos fantasmas.

Cierto día, César, el maestro-poeta, se demoró más de lo habitual en su paseo por los alrededores de la Plaza San Martín y cuando volvió el grueso de sus colegas ya había partido a la hora de siempre, entre arengas y consignas. Sólo unos pocos permanecían allí vigilando el campamento. Sin embargo, la marcha no debía andar muy lejos: César podía oírla a la distancia, asordinadamente. Así, ajustándose el oscuro sombrero de ala corta, se dispuso a alcanzarla. Sin embargo, por más que apuró el paso y combinó atajos no llegó a dar con ella: no conocía muy bien la zona y además empezó a sentir cierto malestar y algo de frío. ¿No sería mejor dejarlos ir por esta vez, volver a la plaza y descansar por ese día?, se preguntó contrariado.

Bajaba por la calle San Pedro, cavilando al respecto, cuando se dio con la sorpresa de que un sector de la misma estaba trancado con rejas. Se trataba de un dispositivo de seguridad desplegado por la policía. Detrás del inexpugnable enrejado vio a algunos efectivos. A diferencia de los que reprimían a mansalva a los maestros, estos no tenían cascos, ni escudos, ni cachiporras; sólo lucían sus uniformes reglamentarios. Más allá, el aspecto de los guardias apostados a la entrada de la iglesia de San Pedro llamó aún más su atención: asemejaban una guardia real con sus estandartes y blasones. ¿Qué ocurría allí dentro que parecía justificar y revivir el boato virreinal del centro histórico? ¿Qué tipo de ceremonia era la que así se alzaba hasta los fastos más rancios del Poder? No tuvo que observar mucho antes de hallar una explicación: habían publicado sendos bandos solemnes en los alrededores de la iglesia. Así, en uno de ellos pudo leer lo siguiente: Nupcias de la señorita Alejandra de Osma Foy con el príncipe Cristián de Hannover. La damita va a subjuntivar su rancio nombre limeño al áulico de un príncipe alemán, pensó el maestro-poeta. En eso, las campanas de la iglesia tocaron a rebato.

Cesar se preguntó una vez más si rendir la megalomanía de siglos de la capital sería posible.

Sin embargo, dos días después, contra todo pronóstico, semejante milagro pareció posible: la ministra de educación por fin aceptó reunirse con Pedro Castillo.

Durante la huelga magisterial de 2017, el presidente del Perú era Pedro Pablo Kuczynski, hijo de un médico polaco y una maestra francosuiza. En la imagen, tomada de sus redes sociales, aparece junto a Lenín Moreno y Sebastián Piñera, quienes fueran presidentes de Ecuador y Perú, respectivamente.

V.

«¿Cuántos kilos habré bajado?», se preguntó César en voz alta. Y aunque no dirigía esa pregunta a su vecino, igual esperó una respuesta por parte de este. Viajaban en asientos contiguos en un bus que los llevaba, junto a otros maestros, de regreso al norte. Sentado del lado del pasillo, el maestro-poeta tenía su oscuro sombrero de ala corta sobre las piernas: de rato en rato, con su mano cadavérica, alisaba sus cabellos oscuros hacia atrás. «Ahora tengo la impresión de haber estado en una especie de purgatorio del hambre frente al mar», añadió pensativo.

Pedro Castillo miraba sin ver por la ventana: afuera la luz del día declinaba sobre un horizonte desértico. ¿Les había fallado?, ¿pudo haberlo hecho mejor?, se inquiría a sí mismo. Tantas palabras que pudo haberle dicho a la ministra y no pudo o no tuvo tiempo de decirle. Ahora acudían a su mente mientras volvía a ver su perfil de estatua, sus ojos claros, muy claros, su aire impasible. «¡Míreme, que le estoy hablando!». O mejor aún: «Carajo, el presidente es un miserable, ¡somos maestros, no mendigos!”.

Cómo hubiera querido tener los ojos de la ministra en los suyos, pero ni siquiera se sentaron frente a frente, sino del mismo lado de la mesa (esta era ocupada del otro lado por dos cámaras encendidas). Entre ella y él, también sentado, un tipo alto y de aspecto brutal, el mismo que se identificó como viceministro de la cartera, aunque no dijo nada más en toda la reunión. ¿No era en verdad un miembro de seguridad de la ministra? Vuelto hacia ella, Pedro Castillo exponía y sustentaba con calor la justicia de su reclamo. ¡Estaban tan cerca y tan lejos a la vez!

Entre tanto, los maestros en la Plaza San Martín esperaban ansiosos el resultado de la reunión.

Tal y como se sucedían los días allí en la plaza no podían prolongar demasiado tiempo su situación: dormían casi al desgaire, comían sólo una vez al día y devanaban sus pasos por ella o más lejos aún para hacerse oír. ¡Y siempre bajo el asedio de la policía! Luego de casi dos meses en ese vaivén del demonio, varios maestros tenían la impresión de llevar un siglo allí, para no hablar de su aspecto de fantasmas. De modo que no sorprendió a Pedro Castillo que la propuesta de aumento salarial hecha por la ministra y llevada ese mismo día por él a la Plaza san Martin no tuviese mayor oposición entre los suyos: no era el aumento por el que habían luchado tanto, pero ya era hora de volver a sus hogares y escuelas con sus familias y estudiantes.

De pronto, César, el maestro-poeta, se volvió hacia su vecino y trató de animarlo: «ya tendremos nuestra revancha, maestro, además, ¡alégrese!, la selección al final sí clasifica al mundial”.

Las costumbres cómodas. Claudia Coca, De castas y mala raza número 22. Imagen tomada del Museo de Arte Contemporáneo de Lima.

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Camilo Peter Cueva
 es estudiante de la carrera de literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal, del Perú. Ganador del concurso literario Crealit 2019 (categoría cuento) de la misma casa de estudios. En 2022 autopublicó, en edición impresa, su antología de cuentos Fe adorable en la plataforma Amazon KDP. Los cuentos reunidos ahí fueron entresacados de tres títulos anteriores, publicados, sólo en edición electrónica, en la misma plataforma. Fe adorable es asimismo el nombre de su blog. También gestiona el canal de YouTube MadContracultura, enfocado en la figura del polígrafo y divulgador televisivo peruano Marco Aurelio Denegri.
Instagram: @fe.adorable

La imagen que conforma la portada de esta entrada muestra a la escuadra que logró clasificar al Mundial de Rusia 2018. Fue tomada de las redes sociales de la FIFA.

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