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Las rosas purulentas del hábito de la violencia

Lectura de la novela Pústula (Uróboros, 2025) de Juan Francisco Herrerías.

Mas, oh, não se esqueçam
Da rosa da rosa
Da rosa de Hiroshima
A rosa hereditária
A rosa radioativa
Estúpida e inválida

A rosa com cirrose
A anti-rosa atômica
Sem cor, sem perfume
Sem rosa, sem nada

Vinícius de Moraes

por Samuel Cortés Hamdan

Una novela sobre la crueldad de la desaparición en México que es también un ensayo sobre su representación, sobre las posibilidades de la ternura y la cotidianidad desobligada en medio de una barbarie que se vuelve norma, dolor omnipresente, ineludible, y tema identificado de trabajos periodísticos, capítulos de pódcast, películas, series, libros.

Eduardo Lizalde aparece con un poema que da cuenta de dónde tomó su título Pústula (Uróboros editorial, 2025), obra del mexicano Juan Francisco Herrerías: «La rosa es una herida,/ una sutura,/ en la membrana de algún/ vecino mundo superior,/ un fuego accidental que/ ha perforado/ la celeste comba del/ mundo terrenal,/ un brote y estallido de belleza/ de no previstas proporciones./ En los parajes de los que/ provienen,/ las rosas son las pústulas».

Justificación del nombre de un libro y adscripción a una mecánica literaria: en el otro platonismo, lizaldiano, la belleza es el horror. Y en el México del autor y el de los desdoblamientos de su novela, también. Y asomo a otra mecánica literaria: confesar el andamiaje de herramientas con que el autor aventura reflexiones éticas, bosquejos críticos sobre el tiempo que vivimos, el del campo de exterminio de Teuchitlán cuya contundencia, pese a su contundencia, va olvidándose en la velocidad de las noticias, de la siguiente atrocidad desnudada. Costumbre de los muertos.

Imaginar una mordaza. Sostener un silencio.

Pústula aparece como un cultista ejercicio de estilo, un dominado despliegue de herramientas literarias, una especulación práctica sobre el hecho de narrar, donde se articulan los varios planos, la polifonía, la gramática dislocada que prescinde de comas si así conviene al discurrir, la autoparodia de una clase intelectual que convive sus microproblemas de dolor de cabeza con sus aspiraciones de comprender una desigualdad profunda, histórica, la fotografía de las opresiones asumidas en que se manifiesta cada día de la metrópoli, el ruido de la biografía simultánea, el colapso de la ligereza y la durabilidad de su apetito.

Hay un dar cuenta de la banalidad del mal como ámbito discutido por la historia del arte y testimoniado con perturbadora resonancia desde distintas perspectivas consolidadas: el judío Paul Celan —víctima del Holocausto—, el irlandés Samuel Beckett, poeta de la desesperanza, el filosófico Adorno, que convive con una estratégica disposición de planos donde, feria de los personajes, lo mismo asoman músicos precarizados, violaciones multitudinarias, detectives azarosos, asesinos decantados por la crueldad casi que por tedio, cofradías del despellejamiento, que coleccionistas de mezclilla, apuntalamientos del sexo oral como culmen de la ternura, trabajadoras carismáticas de cafetería o ensayistas en busca de nivelar desde la indagatoria conceptual las legitimidades de quienes rompen con el manoseado pacto social porque —oh, certeza— en los hechos la dinámica vigente supone su exclusión mustia y virtualmente silenciosa.

Herrerías declara en sus distanciamientos que no está descubriendo el agua tibia del horror en México, que hay una paradoja en tratar de reflexionar, con una mínima honestidad intelectual, en torno a la costumbre de la violencia por desaparición en el país ante un panorama en que también se ha consolidado abordar el tema como una manera de producir prestigio simbólico, cuotas responsables de indignación, modales de la queja, y corpus, es decir, una abultada bibliografía novelesca que se vuelve, también, otro alveolo más del titánico mercado editorial en busca de vestidos y ventas por irritación de temporada, por oportuno aprovechamiento climático.

Presentación, capítulo a capítulo, de nuevos personajes desaparecibles, torturables, no obstante sus diferencias ostensibles: flujos de carne para los rituales consolidados de la violencia mexicana. Y luego revelación de un nudo que los consagra a todos en una explicación sórdida. Y luego un capítulo final que, entre tantas capacidades, confiesa su genealogía con el monólogo de Molly Bloom en el Ulises de Joyce (1922) y opta por la gelatina de voces donde todas las líneas concurren, y renuncia al cultismo, luego de dominarlo, para ceder centralidad a la rosa que era pústula, «ya se acabó tranqui sin chillar»: aperturas que nunca cierran, pese a la apariencia de una conclusión, pese al límite físico del libro.

La literatura como deformar un mapa.

Pústula, pues, constituye un ejercicio narrativo en el sentido amplio de los ejercicios: voluntad de enunciación donde se busca la comprensión diversificada de personajes varios, la síntesis de contrarios, una manera de acusar que tontos y enajenados, bondadosos e inocentes, pobres y ricos son susceptibles de la crueldad; figuración explícita sobre las legitimidades estéticas para pensar el chapopote moral del mundo; declaración, vía William Blake, de que la pregunta —la solución— sigue ardiendo en el aire, irresoluble, permanente mientras la historia de la necropolítica mantenga activas sus rutas de sangre.

Quizás la virtud de la novela es también su debilidad —o su punto de difuminación, al menos, no por admitido menos observable. O sea, y luego de asumirse incierta ante la expandida voracidad del asco, ¿qué? ¿Y todo eso qué tiene que ver con la felicidad? Qué noble que la literatura confiese, practicándolas, sus insuficiencias, el horizonte de sus alcances, pero entonces ¿dónde queda el apetito radical de la transformación social hacia el amor?, o bien, ¿qué tanto tiene de deslinde despreocupado un ejercicio narrativo que visita nubarrones de dolor colectivo y luego calla por renuncia?

Es improcedente exigirle estas respuestas a una novela que se declara inarticulada para darlas, que no pretende las sentencias contundentes como conclusión de su periplo; tampoco se trata de reclamar una mejor actuación de una postura permanente por el grito indignado, en perdurado apego a la incomodidad que no se fatiga. Pero igual se configura, tras contemplar la desagradable nitidez de la rosa que es pústula, un antojo en virtud de declaraciones maravillosas —poéticas—, en la facultad enunciativa de imaginarlo todo, también el equilibrio. Pues, como dijo el tupamaro Mauricio Rosencof, todo lo que se hizo fue antes soñado.

La cara de la rosa neoplatónica.

***
Samuel Cortés Hamdan (Guadalajara, 1988) es periodista y licenciado en literatura por la UNAM. Autor de las memorias digitales Me acuerdo (2022) y del libro de varia invención Trenzas de madera (2025). Ha publicado textos de distinta naturaleza en medios nacionales e internacionales, como la Revista de la UniversidadTierra Adentro o Sputnik.
Bluesky: @cilantrus

Todas las imágenes que acompañan esta entrada fueron tomadas del acervo gráfico de Uróboros Editorial.

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