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El arte de hacer fuego desde cero

Crónica de una visita al encuentro artístico 2025 del Ejército Zapatista.

por Miguel Torreblanca

Encuentro (Rebel y revel) arte
Caracol número 7 Jacinto Canek

Después de 20 horas de viaje llegamos al Caracol Jacinto Canek, en la región de Winikton. Esa es la segunda vez que visito un caracol, la primera fue hace dos años en el de Oventik, con Ale pasamos por él en nuestro viaje rumbo a Guatemala. En esa primera ocasión el caracol no salió de su concha, vimos sólo su caparazón pintado con murales y consignas de todo el mundo. De esa experiencia escribí el siguiente poema:

Oventik

Oventik vino por nosotros en una alba sin fisuras.
Vimos que era escuela en una piedra roja,
un pueblo de madera con niebla en el rostro.
Y en realidad no había cosas por ver.
Oventik era un candado cerrado sin una puerta, un caracol
hundiendo su cuerpo en su concha. Un puño apretando
vocales negras.
Sin heridas en Oventik, sin grietas o cuchillos de oro
en el cuero de la noche. Pocos lugares hay que no abran
las entrañas y se fragmenten cuando suenan monedas.
Oventik, un solo cuerpo, lugar sin cicatriz.
Paseo por la realidad de la garrapata. Sin una llave
más allá de la sonrisa.

Ahora estaba adentro de mi segundo caracol, esta vez como un invitado, con un propósito definido: el de compartir y aprender todo lo que me fuera posible, una semana de intensas emociones. La primera fue sentarme en un banco de madera tallada y ver el escenario con las palabras: «Despierten ya, pueblos del mundo», sonaban los Ángeles Azules de mi natal Iztapalapa: «amor, amor, amor, cómo te voy a olvidar?, cómo te voy a olvidar?» (después, en las noches de baile popular, descubriría que las juventudes zapatistas aman la cumbia). Bajó de la entrada del caracol la milicia zapatista y, con un ritmo que no tiene ningún ejército del mundo, el ritmo que sólo puede tener un miliciano que está con el pueblo, se colocaron en la cancha de basquetbol.

Siempre y de cualquier modo, espacios para la ternura.

El subcomandante Moisés ante mis ojos fascinados daba el mensaje de apertura, creo que en ese momento sonrió la tierra o quizá estaba llorando de alegría porque algunos de sus hijos se reunían y ella sabía que la defenderían hasta la muerte o hasta la vida, hasta la última nota de vida de esa cumbia de los Ángeles Azules. Al vuelo tomé algunas de las letras que disparaba el subcomandante y eran esas letras pájaros de tierra: «Había que hacer un nuevo arte». El arte antiguo, el arte capitalista, ese que se hace para la dominación humana, ese que vemos todos los días en las pantallas que sueltan sus cadenas y nos quiere volver objetos de consumo, ese arte pútrido de petróleo, de coltán y de oro, iba a morir. Y después de que muriera, ¿qué? —nos increpaba—, ¿qué nos quedaría después de su llanto de agonía? Nada, nada que no construyéramos desde ahora, desde abajo.

Entonces, esto era un llamado para crear un nuevo arte, un nuevo arte para el campo y la ciudad, un nuevo arte para la ama de casa y el comerciante, para el proletario, el niño y el miliciano zapatistas; un arte que sonara en la panadería, en la calle y en el caracol; un arte que fuera como un pan y una escoba, como una barra de jabón y un azadón de campesino; en resumen, «un arte para la vida».

Este es un encuentro para exponer cómo queremos una vida nueva, un mundo nuevo —dijo el subcomandante— y ángeles azules cesaron sus trompetas, «amor, amor, amor», mientras la tierra se reía.

Claridades.

Lo que siguió fue un torrente de manifestaciones, voces, bailes, colores, estruendo, música, sonido, ternura, indignación, conciencia. Desde la mañana bajaba del campamento, desayunaba en el comedor comunitario para luego ir a la panza del caracol. A las 10 en punto comenzaban los participantes, primero lxs compañerxs zapatistas de distintos caracoles. Mostraban sus saberes: pinturas hechas con hojas, tierra, flores; cómo hacer una olla de barro; una canción de rap que nos decía que era el común en español y en tojolabal; poesía que hablaba de las fincas donde crecieron los abuelos bajo el yugo de los patrones y cómo los zapatistas lograron liberarse hasta poderse gobernar a sí mismos; obras de teatro monumentales que diseccionaban paso por paso la realidad en donde viven. En la obra El amor en los tiempos del día después quitaban la máscara al gobierno, que con sus programas sociales despojaban a los pueblos de sus tierras. La obra pasaba por cuatro generaciones de campesinos que, de tener 60 hectáreas de tierra, pasaban a no tener nada, desde ahí llegaban a la conclusión de que la tierra en común era la respuesta necesaria. En otra obra los animales se revelaban ante la explotación de la madre tierra por las empresas capitalistas: el mono, el colibrí, el zopilote y el caracol en La naturaleza se rebela, todo esto interpretado por jóvenes de 15 años o menos que entendían a la perfección qué es el capitalismo y cómo combatirlo.

Recuerdo en particular a dos compañeros zapatistas. En su intervención expusieron «el arte de hacer fuego desde cero»: con hojas de plátano, una piedra de río y un machete nos explicaron a detalle la teoría y después, como buenos zapatistas, pasaron a la práctica; toda la multitud estaba en silencio, esperando que surgiera el prodigio y que el viento permitiera a la llama salir de la yesca. Todas y todos los espectadores, desde sus asientos, querían cobijar con sus manos para que naciera esa flama roja y rebelde, y cuando los compañeros zapatistas dieron el primer golpe a la piedra y saltó la chispa el humo salía como de una locomotora del tamaño de una mano, el público vitoreó con enorme estruendo aquel fuego.

El espacio mítico del teatro.

Ese fuego se expandió en el pecho de todos los participantes y nos acompañó por los siete días del festival, nos cobijó en el sereno que bajaba de la montaña. Nos animaba del cansancio cuando iba cayendo la noche y, al crecer con la materia del arte, permitía que el aplauso y los ánimos que nos dábamos unos a otros no decayera.

Sería imposible enumerar a todos y todas las artistas que participaron en el festival, de todas las geografías, con todas las disciplinas imaginables. Baste decir que al final del encuentro ese fuego que prendieron desde cero los compañeros zapatistas seguía ardiendo, y al cerrar el encuentro el subcomandante Moisés volvió a increparnos, como veo que tiene costumbre: ahora les toca a ustedes regresar y luchar en los lugares en donde viven, porque si ustedes no luchan, ¿quién lo va a hacer? Si nosotros no construimos ese arte y esa vida que queremos, como gente honrada del pueblo trabajador, ¿quién lo va a hacer?, me preguntaba yo. Protegía el pedazo de fuego que me había tocado en el centro del tórax, en el mediastino inferior, radicalmente desviado a la izquierda. Ahora lo traigo aquí entre mis manos, compañeras y compañeros, e intento transmitir un poquito de esa llamarada en estas palabras, para que nos caliente un poco con su justicia, que pase de mano en mano, se propague y vaya creciendo, que se haga tan grande que los ricos, los patrones, los buitres y los explotadores no lo puedan apagar.

Y en el dibujo y en la política, la esperanza es el acto.

***
Miguel Torreblanca (1988, Iztapalapa, Ciudad de México)
. Poeta, luchador social y promotor cultural. Autor del libro Sanatorio (2022), edición de autor. Poeta clandestino, sin laureles, en estrecho vínculo con la gente de clase trabajadora y con los pueblos y barrios de la zona lacustre de la capital mexicana.
Instagram: @albor_sedano

Todas las imágenes que acompañan esta entrada son fotografías originales del reportero mexicano Alejandro Meléndez, confiadas en cortesía a este espacio editorial.

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