,

Carteles

Un devaneo por la opulencia y sus entresijos y sinsabores.

por Rodolfo Ruiz Vázquez

Entre los teletransportadores y el jet supersónico que te vendió el jeque no hay mucha diferencia. Estás en ciertas coordenadas y, al proviso, en las antípodas. Cambias de hemisferio con tan sólo pestañear, arrostrando leyes de otro modo inviolables.

Hoy, por capricho, visitas la montaña. Del aeropuerto un helicóptero te lleva a la estación de funicular. La cumbre nevada enceguece bajo un cielo escampado. Lo mismo es apearte en la cima que recibir un aire fresco, con leves matices de carne asada provenientes del pabellón (más que a venado, dirías que huele a nenepil). Allá abajo se extiende un valle con un pueblo y su lagar. Precisa en términos topográficos, la designación de “valle” flaquea en consideración a los manzanares, que refulgen cual yacimientos de carbunclos, y a las volutas que, subiendo de las chimeneas, el viento desata con dedos invisibles: fenómenos que asimilan la cuenca a un volcán activo, caldeado y humoso.

Corre el otoño, y cada aguja de cada abeto hierra la piel de la comarca. Un lago, pista del más puro azul, refleja las píceas llameantes; tan intenso es su fulgor que incluso persiste en el elemento que, por naturaleza, extingue la lumbre. Las velas blancas de los yates, las cabañas enjalbegadas que caben entre índice y pulgar y los picos nevados ofrecen, entre tanto fuego, un descanso de frescura a la vista.

Desciendes la cuesta. Al oscurecer asistes a la ofrenda de las primicias. A la orilla del lago los campesinos liban la sidra sobre un fuego alrededor del cual bailan y cantan. Te unes al festejo. Pronto te achispas. Te pones a bailotear y a canturrear tan bien como te lo permite la intoxicación.

La mujer, obligado accesorio de tus viajes, te sonríe. La acompaña el hombre fuerte, alto y apuesto de siempre, cuyo traje de diseñador y anillo de oro son ostentaciones de poder en el contexto paisano. Tambaleándote, te acercas a la mujer y le diriges un cumplido. El hombre arroja una carcajada y te dice que con esa jeta chamuscada y ese olor no vas a conquistar a nadie. La mujer le ruega que te pida perdón, pero el hombracho vuelve a reírse. Y podrá seguir carcajeándose, pero nunca tendrá un helicóptero como el que, al poco, te recoge y te lleva al aeropuerto.

Llegas a la ciudad al amanecer. Abordas la limusina que siempre te espera. Desde la ventanilla, contemplas la panorámica. Allende el volcán, el sol naciente arrebola las nubes, pájaros especulares que, pareciera, reflejan un incendio tramontano.

El coche se detiene frente a tu casa. Te invade una extrañeza que sólo puedes explicar como la reacción que tendría un hombre que alguna vez habitó en un sitio y que ahora vive en otro lado: nada singular si se toma en consideración el tiempo que pasas fuera, vagando, por así decirlo, yendo de un lugar a otro en busca de nuevos paisajes.

Desde que el jeque te vendió el jet supersónico, han pasado cinco años de errancia en que tu casa se ha convertido en residencia nominal. Esto no quiere decir que de vez en cuando no te embargue una nostalgia doméstica, sobre todo por tu colección de aguas de colonia, tan a la mano a la sazón y que tan conveniente hubiera sido conservar. De ahí que regreses con relativa periodicidad para regodearte espiando la fachada. Eso sí, por unos cuantos minutos y ya, pues, a guisa de ojos lastimeros, las ventanas te reprochan tu ausencia, y te sientes culpable.

Hoy decides visitar una ciudad portuaria. Como de costumbre, arribas de contado. Andando por el malecón, tus pulmones se llenan con el gusto del pescado frito en especias y con el de las infusiones que la brisa arrastra desde los establecimientos. Dirías que es robalo, pero el precio que anuncia una pancarta se acerca más al de la mojarra. Entre el aroma a tomillo y a frutos rojos, una alcantarilla despide tufaradas pútridas.

Tomas una mesa en una cervecería junto al muelle. Bebiendo una oscura, te relajas. El tiempo lo marca el mar con un aspira-exhala-aspira que es el equivalente cronológico de dar un paso al frente y luego atrás, una y otra vez; por su resuello, el oleaje evoca un fuelle de herrería.

Entre cervezas se va la tarde. Cae la noche. Caminas por la playa. La luna riela en los ojos del pescador. El agua refleja las luces de la marina. El escollo es un monte de carbón contra el cielo púrpura. La espuma revienta contra el acantilado de creta, al filo de cuya cornisa un grupo de campistas canta alrededor de una fogata. Sopla el viento, y la llama zarandeada arroja, sobre la playa veinte metros abajo, parpadeantes prismas de luz y sombra cuyo efecto estroboscópico te produce temblores en las sienes.

Alguien llora. A la luz de la luna y de las llamas palpitantes, reconoces a la mujer de tus recorridos, sentada sobre una duna a unos metros de ti. Sostiene la cabeza entre las manos, los codos apoyados sobre las rodillas; carentes de adornos, los dedos no espejean.

¿Por qué siempre te la topas? ¿Qué arcana coincidencia la pone en tu camino a dondequiera que vas? ¿Te sigue? ¿O acaso eres tú quien la sigue? En cinco años no has podido resolver este misterio. Lo único que sabes es que te gusta.

Te le acercas y le preguntas si está bien. Ella se limpia el rímel húmedo del rostro y te dice que Julián es un cabrón. ¿Su novio? Ella asiente. Y entonces tú, muy galante, le dices que se case contigo.

Ella sonríe y te pregunta si estabas casado. Y este modo de decirlo, en pretérito y no en presente, te infunde la misma sensación de extrañeza que te oprime cuando te sitúas frente a tu casa, aunque en esta ocasión no es un lugar lo que te la inspira, sino un tiempo, como si hubieras dejado de ser alguien. ¿En qué sentido? No estás seguro. Intuyes que el cambio tiene que ver con las mismas ansias de viajar. Pero no te queda claro si las ansias de viajar son la causa o la consecuencia de dicha metamorfosis.

La mujer aguarda tu respuesta. Adivinas una sed de patetismo y, taimado, lo dices fingiendo un dolor que de largo superaste y que sólo se conserva, redolente, en tu memoria, como una rosa ahogada en formol: tu esposa murió en un accidente vial, consumida por el fuego; no hubo manera de desaprisionarla del hierro corrugado; a ti te sacaron con quemaduras de tercer grado, pero vivo; pasaste un periodo en el infierno, pero te sobrepusiste y ahora, después del suplicio, al fin disfrutas la vida, haciendo lo que más te agrada, viajar. ¿Acaso hay algo más bello que el mar bajo la luna llena? Ella mira el puerto a sus espaldas y, sonriendo con dulzura, te dice que es un gusto poder darte una alegría. Con una sonrisa no exactamente igual a la de ella, le dices que lo que realmente anhelas es un final feliz. Ella mira su reloj, se excusa con un asunto urgente, te da las buenas noches y se va.

Taxi y aeropuerto. El anhelo de compañía te ha entristecido. En el jet te acabas una botella de aguardiente. Habiendo aterrizado, te diriges al parque y te acuestas en una banca mientras la limusina da vueltas a la glorieta. Las farolas anidan en el ramaje como parvadas de fénix. (Por experiencia, sabes que el rescoldo suele renacer de las cenizas). Cierras los ojos, aprietas los párpados y caes dormido.

Una visión te despierta al mediodía: un cuerpo achicharrado. El resabio te provoca náuseas; con miras a restablecerte prefieres caminar a ir en coche. El sol y el ejercicio calientan tu cuerpo. En el horizonte el volcán despide fumarolas. Los autos son peces en un estanque de humo.

Se te ocurre viajar al desierto. La autopista es un camino de metal hirviente. Estática, en línea recta, se pierde en el horizonte calcinado. De tiempo en tiempo pasa un coche a toda velocidad y te abanica. Es una breve ilusión de frescura, pues, acto seguido, el aire se calienta como una llama transparente. A lo lejos, detrás de la pantalla oscilante que se eleva del asfalto, aparece una gasolinera.

Miguel Castro Leñero, Barco.

Te desvías de la autopista. Espejos ondeantes juegan ilusiones en la arena. Gotas de sudor resbalan de tu barbilla y emiten un silbido al caer en los granos ardientes, al evaporarse. Los promontorios vibran en oscilaciones de calor. El aire te llena el pelo y la nariz de arena, raspándote la piel. Cierras los ojos, y el sol te estampa una lumbre anaranjada en los párpados. Los abres: un coyote que parece un perro sarnoso mordisquea un vaso de unicel abandonado por algún excursionista, afanándose en los residuos de lo que fueran esquites.

Aparece ella. ¿Será un espejismo? Y si no, ¿por qué te la encuentras por doquier, hasta en los parajes menos frecuentados? ¿Será que ella también cuenta con un jet supersónico, o con una pócima que le permite teletransportarse? Dudas que no has resuelto en cinco años.

Te pregunta cómo pasaste la noche. De la chingada, le dices. ¿Has pensado en llevar una vida distinta? Le dices que viajando lo tienes todo. Ella mira a sus espaldas, hacia el promontorio, y vuelve a mirarte con un lustre en las pupilas; un grano de arena ha de haberle humedecido los ojos.

Tras una pausa, le preguntas por qué siempre te sigue en tus viajes. Y ella, barriéndose los párpados con la manga y haciendo, con el otro brazo, un gesto que parece envolver desde el cielo hasta el promontorio, pasando por cactos y piedras, te dice que, después de todo, a eso se dedica. Tomando valor, la invitas a tomar un café. Ella te dice que esa noche irá al cine con Julián. ¿Por qué sale con ese pendejo? Con ojos torvos, te pide que no lo llames así. Y al tiempo que se aleja, tú no sabes si amarla u odiarla.

El sol desciende a tus espaldas; las cosas ya no están fuera de foco. Tu sombra te precede, deslizándose sobre la arena. Los cactos arrojan dobles de sí mismos hacia levante. Las ondas del espejismo remiten, y las formas quedan delineadas con lucidez. El sol sangra; su memoria pinta el horizonte azul plomo con una pincelada de espodita.

Elongaciones del ser —luchando para llevar una vida independiente, pero siempre esclavizadas a su origen—, las sombras se coagulan en una masa unificada de oscuridad al caer la noche. La luna sale y encandece el desierto. A la distancia una fogata eclosiona en medio de la oscuridad, y cánticos tribales emergen del desfiladero en el que arde. En un punto diametralmente opuesto al fuego ritual, unida a él por una línea imaginaria cuya rectitud frisa en lo ineludible, la gasolinera blasona un letrero de neón. Flechadas por esta línea, justo a la mitad entre la gasolinera y la hoguera, dos imágenes son reveladas por la luna: un escorpión que atenaza a un pinacate, y una serpiente que, describiendo anillos entre las espinas de un cacto, ahorca una flor.

De la nada una mujer te aborda. Tiene unos cincuenta, cuarenta y cinco años. Una capa gruesa de maquillaje le empaniza el rostro, o al menos las partes visibles de este, porque la mujer sostiene, en torno a su nariz, un pañuelo del que emana un fuerte olor a perfume, una marca que alguna vez probaste (lo entiendes). Como si lo necesitaras, te extiende un billete. Un billete grande. Tú lo tomas para no hacerla sentir mal. Debe de ser rica como tú, pues lleva guantes de onerosa estampa. Te muestra la fotografía de un hombre apuesto, el pelo negro y los ojos cafés. Te pregunta si lo has visto por aquí. Sonriendo, le dices que se la vive por estos lugares, mirando a las muchachas. Ella asiente, te da las gracias y se aleja.

A los pocos pasos se detiene. Dando la espalda a una ventolera que sopla en dirección perpendicular, de tal modo que te ofrece su perfil, guarda el pañuelo y prende un cigarro. Sus dedos tiemblan, pero la brasa estoca sus pupilas, fijas y tenaces como el sino.

Dispusiste que el helicóptero te recogiera en el tramo de autopista frontero a la gasolinera. Aguardas sentado junto a una bomba. Para matar el tiempo tamborileas sobre un bidón. Por fin, habiendo leído hasta el hartazgo la advertencia de no fumar, arriba el helicóptero. El jet completa la faena.

Ya en la ciudad, le pides al chofer que te lleve al parque y que se ponga a dar vueltas hasta la mañana. Esta noche de feria los anafres no precisan soplillo. El viento aguijonea el carbón con tal fuerza que el humo asciende en torbellinos furiosos. Las luces de bengala elongan cabelleras chispeantes. El tiovivo es un heliotropo ignívomo que da vueltas de girándula, reguileteando centellas, consumiéndose en su propia llama. Las chispas que arroja en derredor queman de placer tus sienes, como la mordedura anestésica de una víbora. Por momentos, una conflagración amenaza la arboleda. Arrebozado por luciérnagas vertiginosas, alegre y achispado, te olvidas de ti.

A medianoche un borborigmo te despierta. La feria ha terminado. Ha habido un apagón. A falta de farolas, la oscuridad congela los árboles en un bloque duro de obsidiana. Las estrellas escarchan el cielo, pero su luz, fría y mortecina, aduro revela las formas allá abajo. Dando diente con diente, te arropas en tu propio abrazo y vuelves a dormir.

En la mañana te despierta el freno de un camión: un cuchillo que apuñala un cubo de hielo. Los montes tapizados de aduares de cemento parecen dormir bajo una nieve pertinaz que resistiera al calor.

Desde el kiosco, llama tu atención un ejemplar de nota roja. Lo compras y te detienes en la portada. El encabezado reza: Temporada en el infierno: arde agencia de viajes. En el margen superior aparece la temperatura mínima pronosticada para hoy; la noche será dura: de algo te servirán las planas.

Pesos que duelen. Carlos Arias Vicuña, Familia.

***
Rodolfo Ruiz Vázquez
 (Ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista.

Las imágenes de interiores que acompañan esta narración fueron tomadas del acervo del Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). La fotografía de portada es un original de Altura desprendida capturado en las playas de Arica, Chile.

Tags:

Deja un comentario