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Dolores mudos

Entre las fuerzas del trabajo, de pronto un día todo cambia.

por Lautaro Díaz Farrell

El capataz —que, si la situación lo requería, también podía transformarse en albañil, herrero, pintor, techista, entre los muchos otros suboficios del rubro de la construcción— impartía órdenes con un semblante tan severo que parecía estar dictaminando el camino a seguir en pos de conquistar una victoria fundamental para la gloria del pueblo argentino. Sus hombres —una selección de profesionales sacados de los puntos más fervorosos y populares del conurbano bonaerense— lo escuchaban con una devoción casi demencial, como si en vez de un capataz se tratase de un profeta, de un héroe o, por lo menos, de un comandante de gran prestigio. Cuando estaba terminando su discurso sobre la importancia de los plazos de finalización, un ruido chirriante hizo que todas las miradas lo abandonaran y fuesen hacia lo que estaba sucediendo a sus espaldas.

Un instante después, una vez que la avalancha ya había rugido y una densa nube de polvo lo cubría todo, el capataz se quedó callado, sin terminar de entender lo que acababa de pasar. Tras un momento, giró la cabeza y notó el chorro de sangre que le brotaba del hombro derecho. Una gran puerta de chapa yacía en el piso de cerámicos que habían puesto el día anterior. En su rostro se sucedieron las emociones en tan sólo un segundo: primero el miedo, luego la ira, después cierto malestar, hasta que finalmente volvió a adoptar una completa rigidez marcial. Parecía haber recordado que él mismo había soldado e instalado las bisagras aquella misma mañana.

Luego del impacto inicial, sus hombres se miraron unos a otros con desconcierto, como si no se atrevieran a actuar sin el aval de su superior. Uno sacó el celular de su bolsillo —sin llegar a marcar ningún número—, otro observó a la distancia el botiquín precario del que disponían, y otros avanzaron un tramo, sin animarse a ir más allá. Tras unos eternos segundos de indecisión, un pintor preguntó:

—Señor…, ¿está bien?

Todos los Cristos son el Cristo. Juan Carlos Castagnino, Hombre crucificado.

El capataz levantó el mentón con orgullo y, sin mostrar ni un indicio de dolor, negó con la cabeza.

—No pasa nada, Pitu —Unas gotas de sangre ya caían al suelo mezclándose con el polvo y formando unos grumos viscosos y moribundos—. Sólo es un raspón… Vamos, muchachos, sigan laburando que tenemos que terminar para las cinco. Vamos a tener que cambiar los que se rompieron —observó los cerámicos estallados.

—¿Pero no quiere que vayamos al hospital? —intervino otro—. Podemos ir en mi chata…

—No, Ruso, no tenemos tiempo —respondió con un estoicismo sin fisuras—. ¡Dale, metan, metan! —con el brazo sano se palmeó el pecho a modo de arenga—. Berni, empezá con el piso, que ahora te ayudo.

Todos acataron la orden de inmediato. Mientras el galpón volvía a rugir como una máquina estruendosa y finamente calibrada, el capataz fue hasta el botiquín, dejando a su paso un rastro de sangre. El brazo derecho le caía inerte por un costado, por lo que tenía que valerse únicamente de su izquierdo. Abrió la caja de plástico y tanteó con torpeza hasta encontrar una botella de alcohol. La herida pareció crepitar cuando el chorro le dio de lleno.

—¡Yo puedo! —aulló cuando el soldador fue en su ayuda—. ¡No jodas!

—Pero, señor…

Lo corrió con el antebrazo izquierdo y, mirándolo fijamente a los ojos, dijo:

—Fijate a ver si hay alguna gasa —con la mano sana, desparramó el alcohol por todo su hombro, dejándolo cubierto por una pátina roja y brillante—. Con que quede bien vendado va a ser suficiente.

Luego de un desesperado momento de búsqueda, una inquietud comprimió la frente del soldador.

—Acá no hay nada que nos pueda servir —observó por un instante la carne desgarrada de su superior—. Se le va a infectar, señor, necesita puntos… ¿No quiere que vaya a una farmacia, por lo menos?

El capataz negó con la cabeza.

—En un rato, cuando avancemos un poco más con el laburo —afirmó con los ojos iluminados por un destello perturbador—. Dale, vos seguí. Dejate bien amurado el portón, que yo me ocupo de esto. ¡Pero hacelo mejor que yo, eh!

El soldador se quedó estudiando el armatoste de hierro y luego, con mayor detenimiento, el techo del lugar, como si temiera que algo más se fuese a desprender desde las alturas para transformarlo en una nueva víctima de aquella maquinaria.

Mientras tanto, el capataz se fue quitando la camisa lentamente, intentando reprimir cualquier gesto de dolor. Al cabo de un momento, su torso desnudo y lleno de cicatrices quedó al descubierto. Por la geografía de su piel, parecía ya haberse enfrentado a los caprichos del azar. Deshilachó unas tiras de su camisa —que, además de ensangrentada, estaba grasosa y salpicada con pintura, lo que le confería cierto aire a uniforme utilizado en mil batallas— y las fue enroscando alrededor de la herida hasta formar un torniquete. A pesar de sus esfuerzos, los espasmódicos reflujos de sangre traspasaban la tela y formaban un fino pero constante hilo que caía por su brazo.

Tras un momento —valiéndose de una voluntad de indetectable procedencia— fue hasta el hombre que ya había sacado los cerámicos rotos y que ahora se disponía a limpiar los restos de adhesivo para poder colocar los nuevos.

—Dale, vos terminate esto, que ahora te traigo unas cajas cerradas.

Reír fatigados. Pío Collivadino, La hora del almuerzo.

El hombre se incorporó velozmente y exclamó:

—¡Deje que las cargue yo! —observó la palidez fantasmagórica que transmitía la piel del capataz—. No va a poder con un solo brazo…

Sus palabras se perdieron en aquella mirada implacable. Como un condenado que va en procesión en busca de su cruz, el capataz fue hasta el rincón donde se apilaban los materiales sobrantes. Las venas de su cuerpo aumentaron en grosor cuando se acuclilló y, depositando todo el peso sobre su hombro izquierdo, levantó la caja. Por un momento sublime, se concentró en los diez metros que debía recorrer. Tomó aire y, con una decisión inquebrantable, dio inicio.

Con el primer paso, sus piernas se estremecieron; con el segundo, parecía haberse acomodado, encontrando el equilibrio necesario para finalizar su trayecto; con el tercero, aquella ilusión empezó a tambalearse en simultáneo con su cuerpo; y con el cuarto, sucedió lo inevitable: se precipitó hacia adelante, estrellándose con cerámicos y todo en pleno suelo. La sucesión de sonidos que dieron forma a la trágica sinfonía tuvo el poder de interrumpir el andar de la maquinaria. Todos los integrantes del grupo dejaron sus tareas en pos de ir a socorrer a su comandante. Lo ayudaron a levantarse y, haciendo caso omiso de sus órdenes y protestas, lo alzaron entre todos y lo llevaron hacia la calle. Parecía ser que aquellos hombres habían encontrado una virtud más importante en la razón que en la obediencia.

Cuando lo estaban subiendo a la caja de la camioneta, sin embargo, el capataz volvió a esgrimir el milenario látigo de la jerarquía.

—Llevame vos, Ruso —miró al resto y, como si fuera su última voluntad, agregó—: No se les vaya a ocurrir venir, eh… —su voz iba perdiendo fuerza con cada palabra que decía—. Miren que voy a volver para saber si terminaron.

Sus hombres tomaron aquella frase como un último consuelo. Parados en la vereda, con los brazos caídos por la resignación, observaron a la camioneta alejarse con la expresión de quien contempla un cortejo fúnebre. La imagen del capataz era cada vez más pálida, más lejana, más difusa, y, cuando finalmente se perdió tras doblar por una esquina, una sensación premonitoria se les instaló en medio del pecho.

Pasaron las horas, los días, las semanas; y, cuando estaba a punto de cumplirse un mes de aquella trágica jornada, los integrantes del comando se alegraron de volver a tener a su capataz frente a ellos; vivo, pese a todo.

—Hicieron un buen laburo, eh —comentó el hombre apenas entró al galpón ya terminado.

Aunque intentaba reprimir cualquier muestra de sentimentalismo de su parte, no lograba ocultar los desgarros emocionales que le habían quedado tras su paso por el hospital. El oscuro manto de la vergüenza le ensombrecía el rostro cada vez que alguno de sus hombres miraba de reojo la manga vacía. Sin embargo, no podían evitar hacerlo: donde antes había un brazo digno de un general, ahora había un hueco imposible de llenar.

—Bueno, che —dijo el antiguo capataz ante tanta mueca y tanto lamento—, piensen que, si cobro el seguro, por fin voy a poder ponerme el kiosquito en casa…

Sin fantasmas no hay ciudades. Adolfo Bellocq, Mala sed.

***
Lautaro Díaz Farrell (Buenos Aires, 1993)
es un kiosquero y escritor argentino, especialista en la Industria de la Golosina y en plagio argumental a cuentagotas. Produce Lagarto o Verso, un evento literario mensual, y fue publicado en varias antologías. Viajó por Latinoamérica, donde lo sorprendió una inundación, incursionó en el jipismo y lo picaron un alacrán y un mosquito del dengue. Estudió arquitectura, trabajo social y periodismo. Fabricó piezas de hormigón para el ferrocarril Roca, intentó venderle Bibliotecas Futboleras a las estrellas de su seleccionado nacional y trabajó de panadero, corrector y editor.
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Instagram: @lautaro.diaz

Todas las obras pictóricas que acompañan este cuento fueron tomadas de la colección virtual del Museo Nacional de Bellas Artes argentino. La que funciona como portada es un fragmento de Festival, de Juan del Prete.

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