Oh, minucias mías

Cuento, confesión, crónica afectiva o goce barroco que se duele mientras.

por Rodolfo Ruiz Vázquez

Procuro no obsederme con Eugenia, la brillante compañera de la que me enamoré en 2006 cuando estudiábamos Letras en la UNAM, y que ahora ejerce la crítica literaria en un suplemento cultural de renombre. Frente a lo imposible, lo longincuo, me recreo en lo palpable e inmediato. Entre las ranuras del adoquinado se asoman mechones de hierba seca, dorada. Por ahí, muy esporádicas, brotan hebras verdes, retoños precoces, nietas de las otras, de las moribundas quebradizas que se fracturan al más mínimo contacto, espolvoreando briznas pajizas bajo el peso de una suela, de una llanta; y en contados tramos, donde la sombra es más constante, crecen filamentos de tréboles lozanos, esponjosos, de contorno zigzagueante, a tenor del de los adoquines ensamblados a lo largo del pavimento del condominio.

Corre el fin del invierno. Ya pasaron las semanas frías de los primeros meses del año. Torundas de nube motean el cielo, desperdigadas azarosamente; otras nubes, más compactas, brillan con resbaladizo esmalte de alabastro; sus orillas adelgazadas ciernen el sol un instante y, luego de proseguir su derrota, lo derraman, libre, sobre el valle citadino. Lejanos, los edificios y los árboles son masas de azul y plomo erguidas en el telón esfuminado y plúmbeo de las montañas, casi indiscernible su silueta undívaga del cielo pardusco.

Una manguera enrollada yace sobre el césped cortado al ras; detrás de los arbustos, el jardinero riega, y el jardín exuda un vapor olor celeste, un olor como el color de la manguera, como el color de la camisa de mezclilla del jardinero, que brega con botas negras de hule, un paliacate rojo atado al cuello de su camisa azul y un sombrero de paja que refulge entre las hojas afiladas del agave como un cubo de tequila congelado.

Años ha que el sol y la lluvia han empalidecido el rojo rosáceo de los adoquines, que oscilan entre un débil malva y el gris del cemento crudo, como la acuarela de un atardecer rosáceo espolvoreada de borra al fondo de un baúl. De noche, los faros de los coches platinan el adoquinado y alargan las sombras; mi silueta, por ejemplo, cuando salgo a caminar. Los faroles, a esa hora, devuelven el verdor a los árboles que las circundan, le dan un acabado eléctrico, que sale al encuentro de los ojos duro y protagónico, como el de ciertas prendas sintéticas, como el de cierto objeto de plástico que resalta entre la grisalla de un desván polvoso al brillo de la luna al colarse por una lucerna. Al amanecer, a pocos minutos de que los faroles se apaguen, un esplendor acitronado un día, llameante el anterior, avinatado el siguiente, delinea el margen de las montañas.

El corazón, ¿bello como una percusión monumental? (¿André Breton?).

Deliquio para mentes ociosas, el árbol de falenas. Ha comenzado a hojear, efímero y confundible, en el jardín donde, de tiempo en tiempo, yace la manguera enrollada y donde el pasto recién regado trasciende como la ribera de un soto. Cuando lo miro de reojo, la vista gacha, sorprendo a las falenas estremeciéndose en un instante en que se creen inadvertidas, finjo demencia y prosigo mis pasos. Se inmovilizan para confundirse con las ramas y engañar a los depredadores, olvidándose en su desiderátum de que las primeras lluvias de mayo las habrán arrasado antes que los gatos barrigudos del condominio, incapaces de trepar el tronco, les hinquen el diente.

Camino un día sí y otro no para contrarrestar mi sedentarismo. La hora puede variar dependiendo del clima, de mi estado de ánimo, de mis quehaceres, del hartazgo que me provocan las lecturas obligadas de un diplomado que nomás no me convence. No saludo cuando salgo a caminar. La vista gacha, los audífonos puestos, evitando el contacto visual con los jardineros, los choferes, los vecinos, abro la zancada y recojo, a intervalos y a hurtadillas, imágenes dispersas e inútiles salvo por el discreto placer que obtengo al contemplarlas durante la caminata de esa mañana, tarde, noche. Bregan los jardineros, trafagan los camiones por la avenida en recuesta, los usuarios exudan al interior de la lata rodante, camino de oficinas y cubículos donde, si hay ventilación, el aire artificial congelará la ropa sudada contra la piel. Huelo la creciente ranciedad de mi perspiración con cada minuto andado, la percibo concentrada y rebotada de los muros al regresar a mi habitación. La finalidad del sudor varía, pero, sean elevadas o modestas las aspiraciones por las cuales perspiramos, los propósitos con que cada cual empeña el sudor están sujetos a lo ineluctable. Los resultados de la gota gorda son imprevisibles.

A falta de oficio, beneficio y título (destripé de la carrera a la mitad), a comienzos de año me inscribí en un diplomado en Historia del Arte en el Instituto de Iluminaciones Secundarias K2. Hace quince noches, después de una clase farragosa, de vuelta al hogar, me puse a escuchar la Novena de Bruckner. Sin lentes, veía un manchón desdibujado y amarillento sobre la ventana: la luna llena ascendía sobre el muro que delimita el jardín… Publicidad: este año se celebra el bicentenario natalicio de Bruckner. Cuál publicidad. Ni la promoción de las disqueras ni el ímpetu de la crítica especializada lograrán que su corpus sea más apreciado por quienes tal vez sólo conocen la severa sonoridad de su apellido o la similitud entre el motivo de la Quinta y la famosa rola de los White. La más segundona de las grandes Bes vibra de mordacidad ante la solemne celebración en la que tantas plumas y voces se desgastan en vano. Su legado —lo sabe— es relativo frente a la oferta musical más accesible.

El esfuerzo, en ese sentido, se parece al afecto. Su redituabilidad no depende de la proporción directa. Muchas veces ocurre lo contrario. Saboreamos con mayor fruición un guiso casero que la abigarrada polifonía de un platillo gourmet, amamos al ser que nos evade, desdeñamos al que nos procura. Como casi todos, mi felicidad (o la ilusión de mi felicidad) está a expensas de mensajes de amigos o cuasiamigos, de respuestas de alguna mujer esquiva. Más de quince noches habían pasado desde que le enviara un saludo a Eugenia. Aún no me contestaba.

Ni te contestará, güey, me decía la realidad. Querámoslo o no, la última palabra la tiene la realidad. En la realidad, los mensajes que esperabas nunca aparecen, los destinatarios se fugan, los remitentes se esconden, retienen las palabras que te darían, por lo menos, un sucedáneo de felicidad. No esperes el sucedáneo, me dije. Las personas se alejan a sus realidades. La realidad es el lento aprendizaje de estar solo. La importancia que damos a alguien o a algo, la esperanza que depositamos en la improbable realización de esto o aquello, es tan frágil y dudosa como el árbol de falenas.

De inmediato me llegó un mensaje reenviado millones de veces. Rezaba: La felicidad nace de adentro. El fondo del mensaje viral lo ocupaba la fotografía de un amanecer radiante, visto por una mujer desde la cumbre de una montaña, los brazos extendidos hacia el cielo. Recordé a Eugenia: le había enviado un audio, y nunca me contestó. El mensaje viral no me consoló (no he alcanzado tal maestría en el autoengaño).

La noche devenía en madrugada. A continuación tuve un impulso: escribirle a Eugenia, diciéndole: “Te amo. Dejaré de escribir por ti, me saldré del K2 sólo por ti”. Luego caí en la cuenta de que ese mensaje retenido a tiempo tenía mucho que ver con el hecho de que no me hubiera contestado. Al proviso, eliminé su número de mi celular. Reconsiderándolo, reconsiderándola, me percaté de que era una cabrona. Tras haber eliminado su número, me dije para mis adentros: “Que se muera”. No es que le deseara la muerte, sino que, si en efecto hubiera muerto, no me habría importado. Eugenia ha muerto en mi corazón.

Hacer llorar lo inanimado.

Fumigado por la pesadez de Bruckner, quise aprovechar el silencio del conticinio y ver la luna desde el extrarradio condominial, subiendo hacia un punto donde pudiera apreciarse sin obstáculos arbóreos e inmobiliarios, trepando por la carretera rampante que conduce hacia el Desierto de los Leones. Sin audífonos, celular ni cartera, salí a caminar a eso de las cuatro y media, la vista gacha, como de costumbre. Al llegar al portón del condominio, toqué varias veces para que el poli me abriera. Así le digo, el “poli”, pues nunca me he preocupado por preguntarle cómo se llama. Habiendo tocado el timbre dos veces más, me asomé por la ventanilla de la caseta y lo vi sentado al escritorio, encorvado, babeante; un charquito de baba amarillenta, acaso biliosa, flotaba sobre el escritorio. El poli, que siempre abre y cierra el portón vestido en uniforme azul marino, cabeceaba forrado en una sudadera con imágenes de Spiderman: parecía un niñote herido y apapachable. Abrí la ventanilla y le pregunté si estaba bien. Gimió por toda respuesta. A no dudar se había puesto una tranca. Le pregunté si quería que le subiera un agua mineral o un refresco. Volvió a balbucir y a babear. A través de la ventanilla, le tomé el hombro y le pregunté:

—¿Estás bien, hermano?

Parándose de la silla dura de madera, masculló y se arrumbó en el piso, incorporado contra el muro de la caseta. “Hermano”. Nunca le había preguntado su nombre y ahora me interesaba por su estado de salud. No podía hacer nada, y sin embargo me preocupaba que algún vecino fuera a salir y, habiendo pitado el claxon sin respuesta alguna, constatara el estado miserable del poli y votara por su despido en la siguiente junta vecinal. A las seis volví con una bebida rehidratante, y para mi alivio, me recibió el otro poli, que recién había llegado a cubrir el turno de ese día. Me dijo que su compañero se sentía mal de la panza. No inquirí más.

*

Hoy, volviendo del K2 al mediodía, el poli al que había visto en un estado denigrante me entregó —vestía el uniforme azul marino— un paquete que esperaba con ansias, ofreciéndomelo junto con una sonrise esplendente de aquí no pasó nada. Comí y avancé en la pastosa lectura de un ensayo de Adorno con miras a gratificarme, habiendo terminado mis deberes académicos, con la delicia que había encargado por internet: las sinfonías de Sibelius bajo la batuta de Paavo Berglund. Avancé un cuarto del escrito y lo boté, literalmente lo aventé al piso para enchufarme a Sibelius, a quien Adorno trató de derrumbar con sus diatribas allá a comienzos del siglo XX. Hace un calor agradable y modorriento, los montes nevados de neblumo se cohesionan con el cielo color ceniza; mi venganza consiste en escuchar a Sibelius en menoscabo del erudito alemán. Lo díscolo no se me ha quitado, sólo que ahora compro discos en lugar de marihuana, ahora mi desobediencia cultural consiste en escuchar a un compositor ninguneado por el filósofo cuyos sermones me dejaron leer para la clase de mañana.

Cuán descomunal es el predicamento del poli frente al mío. No lo puedo ayudar, no lo puedo entender, así como él no podría interesarse en mis bagatelas, así como su infracción espirituosa se lleva de calle a mi melomanía contestataria, rebeldía que, a ojos de Eugenia, si acaso lee esto, no pasará de un berrinche impotente. Mientras Eugenia escribe artículos señeros, yo, repantingado, escucho al compositor finés y desacato el academicismo al que, en mi imaginación apabullada, personifican Eugenia y Adorno. ¿Conocerá Eugenia este delicuescente deleite? Qué más da.

Rectifico: Eugenia no ha muerto en mi corazón. A pesar de que dudosamente la recontactaré, la amo sin consideración a lo que ella sienta por mí. Ese es mi premio de chocolate: ella, con toda su altivez, no puede impedir que yo la ame o crea que la amo o que la odie, inclusive. El derecho de amar es inalienable, aun si no hay retribución. Y no sólo pienso en Eugenia, sino en todas ellas en quienes, de tiempo en tiempo, he fincado una ilusión de alegría. Las amo tanto como al árbol de falenas. Me gusta que estén ahí, en alguna parte, y anhelo tocarlas, atormentándome ma non troppo. Al contrario, ya que mi corazón es veleidoso y se prende de cualquier prenda sin consideración a cualidades, por ahora me recreo en Sibelius y en la imagen mental del árbol de falenas, en la insustancialidad con que las falenas se encastillan en su farsa de hojas postizas, y en la especulación de qué árbol fantástico crecerá en su lugar cuando sus raíces se pudran.

Algún placer en el control.

***
Rodolfo Ruiz Vázquez
 (Ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de PartidaPunto en LíneaNarrativasNocturnarioMarabuntaAlmiarPrimera PáginaKopekBitácora de VuelosCodalarioAltura desprendidaCasapaísEslaviaRitmoEl CreacionistaF y LIrradiación y Odisea cultural. En 2023 publicó un libro de
cuentos, Pintextos, bajo el sello Ediciones Nandela.
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Todas las imágenes fueron tomadas de las redes sociales de la Orquesta Filarmónica de Berlín.

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