por Marco Campos
Dedicado a los otros huérfanos, mis hermanos.
El texto que sigue pertenece a un libro que se está preparando, un poemario sobre la vida y muerte de la madre del autor dividido en tres tiempos: antes, durante y después. Antes es la arqueología de la memoria colectiva familiar, ese aparecimiento de un recuerdo más longevo y distante para el autor; durante corresponde a la vivencia propia, la primera manifestación de la nostalgia ante la muerte, el sentimiento más vivo de interacción entre madre e hijo; después es el monólogo de la pérdida, la pregunta del ubi sunt convergente con una fiestita de té: una confesión de las tragedias futuras —a partir— de la muerte de la madre. Se entrecruzan por los capítulos los tres tiempos y nacen las tres inflexiones, que serán la colisión prosaica del antes-durante, durante-después y después-antes.
Segunda inflexión —durante y después—
Sin ti voy buscando tu voz y sigo
soñando que, al final, tú volverás.
María Inés Naveillán, Esperando
Cuando veo el hospital Loayza me hago pensar que todavía estás viva, atendiendo al chico que se voló la mandíbula por amor, es decir, sin conseguir lo que realmente anhela. Los fragmentos de la bala llegaron al cerebro, pero a ninguna parte vital. Me miraba desde su camilla, movía el maxilar para mí, y yo percibía por la tensión delicada de los pómulos que le causaba gracia. No me perturbaba su falta ósea, como ninguna otra herida en tu pabellón —Cabeza y cuello del Hospital Arzobispo Loayza—, que tú atendías con una barra de chocolate en la mano si era invierno y con un marciano1 de lúcuma si era verano. Yo estaba sentado en tu escritorio mientras hacías los reportes en el cambio de turno, y sólo cuando estabas fuera de mi rango de visión sentía pánico. Había pasado una semana desde que apuñalaron a mi hermano en la puerta de su universidad, yo tenía ocho años y en ese instante de la noticia, del atentado contra el cuerpo, una verdad se cultivó en la tierra más peligrosa de mi infancia, mi ansiedad: las cosas malas pasan cuando no estás mirando. Las cosas malas pasan cuando no estás mirando. Las cosas malas pasan cuando no estás mirando. Cuando no estabas en mis ojos, mamá, desde ese segundo inicial del miedo, yo te daba por muerta. Y empezaba la taquicardia y no respiraba bien y mi mirada era la de alguien que se está ahogando en el mar. Progresiva, la marea se apoderaba de mi visión. Al regresar y ver mi pánico, comprendiste que tu hijo menor había sido mucho más marcado por la puñalada, más que la propia víctima, tu hijo que salía de las clases de administración. No me gustaba que me encargaras levantarte para ir al hospital en la noche, sentía que una simple petición se traducía en despiértame para morir. Aún había los misios,2 y yo te jodía con las 10 timbradas rogando que me llames de regreso para oír el hospital de fondo y corroborar que existías; cuando debías volver a casa y tardabas más de lo normal, iba al cesto de ropa, tomaba una de tus chompas de lana que no me olían a sucio, me olían a ti, y lloraba secando mis lágrimas en tu ropa mientras susurraba que esté bien, Dios. En algún punto de la adolescencia no dejé de pensar que las cosas malas pasan cuando no estás mirando, pero empecé a vivir con la resignación de la posibilidad —nunca quise, pero cada vez me hacían sentir más idiota por mi trauma, más desentonado con mi edad—, e incluso en esos años, a los 13 o los 14, te rogué que me dejaras acompañarte, que me dejaras pasar la noche en el hospital. Imagino que no querías porque entendías que en algún punto no era prudente que dependiera de tu bienestar constante. Incluso así, recuerdo mi victoria temporal: la laptop encendida a las dos de la madrugada emulando el Marvel vs Capcom, el par de camillas que juntamos en la botica del pabellón y el biombo obstaculizando la entrada de otros durante esas horas. Tu cuerpo cálido y cansado estaba a mi lado, en su uniforme turquesa, roncando sosegado, y yo, obstinado, vigilaba tu sueño como si hubiera podido salvarte. En algún momento bajé la guardia, porque uno no puede llevar un escudo y amar los primeros amores al mismo tiempo. Te descuidé. Creo que por eso dejé que fueras de emergencias sólo con mis hermanos mayores cuando era claro que te ibas a morir; toda la familia me mandó a luchar contra mi naturaleza dañada y predispuesta al sufrimiento, e hice nuevamente una traducción errada de los hechos: nadie se muere si no estás mirando. Nadie se muere si no estás mirando. Nadie se muere si no estás mirando. Qué dolor habrás sentido, mamá, que no pasaste ni siquiera 12 horas internada con vida, en el hospital Sabogal del Callao. Siempre evito pasar cerca, porque mis ojos siempre encuentran, entre sus múltiples edificaciones, justo aquella con el cartel de Morgue: ese pequeño cubo donde te vi difunta por primera vez; ya bastante tormentoso resulta estudiar a unos pasos del hospital donde trabajaste casi 40 años. No puedo evadir la estructura, el bus a casa transita inevitable tu pasado. Sentado a mi lado, siempre hay un niño señalando algo por la ventana. Sin ejercer ninguna clase de violencia, a diario me logra encarar la realidad. Una verdad dividida, en la que él relaciona ese lugar con tu vida —vamos a ver a mamá vamos a ver a mamá vamos a ver a mamá— y yo, único adulto a su cargo, sé que no estás ahí. Miro con pesar disimulado la arquitectura tanática y me hago la pregunta: ¿Y si visito a mamá? Sé que debo responderme que no.

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Marco Campos (Lima, 1999). Graduando la carrera de Lingüística y Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal, es director de la revista de traducción y literatura brasileña Lengua Imperfecta. Como editor, ha trabajado con la Fundación BBVA y la editorial Pesopluma; colaboró en la investigación por el centenario de la Semana de Arte Moderno (2022) con la embajada de Brasil; como traductor ha publicado a autores como Augusto de Campos e Hilda Hilst. Incursionó en la traducción de videojuegos con el galardonado He fucked the girl out of me, de Taylor McCue. Actualmente traduce a los poetas Mário de Andrade, Maria Lúcia dal Farra y Ferreira Gullar, mientras prepara su primer libro. Su madre murió a menos de 24 horas de enfermar, el cuatro de junio del 2015, en la madrugada, mientras él descansaba para ir a clases. Este es el evento más formativo de su vida, lo demás es supervivencia.
Instagram del autor: @marcodepapel
Instagram de Lengua Imperfecta: @lenguaimperfecta
Notas
1. La voz marciano es el peruano para bolis o congelada en México. Comparte Marco: «Mi mamá tenía fascinación por la lúcuma y era bastante común que, al visitarla de sorpresa, se estuviera comiendo uno mientras redactaba informes a mano».
2. Durante varios años de mi infancia, las compañías telefónicas peruanas permitían llamar a una persona incluso si no contabas con saldo, entonces le llegaba una notificación al móvil diciendo que tal quería comunicarse sin tener los recursos para hacerlo. No eran una función, pero rápidamente estas prácticas se denominaron entre la gente como misios, forma burlona en que nos referimos a una persona pobre; uno podía usar estas señales un máximo de diez veces al día y yo agotaba todas de golpe cuando mi mamá se demoraba en regresar a casa.
Todas las imágenes, portada e interiores, son ilustraciones de Rodolfo Ruiz Vázquez, colaborador de esta revista.
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