por Rodolfo Ruiz Vázquez
La mediatización instantánea y omnímoda nos permite seguir, minuto a minuto, una o varias guerras como si se tratara de una serie. La empatía por el dolor ajeno y el deber de “estar informados” en muchos casos camuflan lo que, en última instancia, es morbo y malsano deleite, una adicción a la dopamina segregada a costa de los caídos. Dentro de la oferta audiovisual figura, como el producto con más ratings, La carnicería que veo de lejos, rotundo éxito debido a los avances tecnológicos y al millonario presupuesto de los grandes estudios en pugna.
Menos exitosas, más olvidaderas, son las sorpresas deslindadas, si no del exhibicionismo, sí de la guerra condenable. ¿Hay guerras no condenables? En Los trabajos y los días, Hesiodo distingue la guerra destructiva de lo que hoy llamaríamos una violencia sanamente canalizada, a saber, la emulación: es natural e inevitable que los alfareros porfíen entre sí; sin una dosis moderada de envidia (de la buena), un aprendiz de alfarero carecería de motivos no sólo vocacionales, sino vitales. Por ello también hay exhibicionismos válidos, aquellos en que las herramientas mediáticas son aprovechadas con sabiduría y talento.

Antes de continuar, haré una observación tan obvia como las anteriores. La escritura, aun la más íntima, comporta cierto grado de exhibicionismo y de ficcionalización tácitos. El dictum de Walter J. Ong (Oralidad y escritura) no podría ser más evidente: “El público del escritor es siempre ficticio”. Puesto que la escritura equivale a una “imitación oral”, incluso en la escritura de un diario, señala, “pretendo que me estoy hablando a mí mismo. Pero en realidad, nunca me hablo de esta manera a solas”. Llevar un diario “exige, en cierta medida, la máxima ficcionalización tanto del emisor como del destinatario […] El tipo de cavilaciones solipsistas que implica son un producto de la conciencia modelada por la cultura impresa. ¿Y a qué ser le escribo? ¿Al yo de este día? ¿Al yo que —barrunto— seré dentro de diez años? ¿Al yo que imagino que soy o que espero que otros imaginen que soy?”.
Un diario, un cuaderno de aforismos, apuntes sueltos pero celosamente guardados bajo llave, no existirían sin la esperanza de un lector. El que garabatea poemas en una libreta y esconde esas libretas en un cajón está esperando, inconscientemente, que alguien las descubra. Y que pondere su genialidad. Dejar el decreto a la posteridad es un artilugio con que el genio incomprendido o adverso a la vanagloria se engaña a sí mismo (suponiendo, para empezar, que califica de genio). La escritura en aislamiento es un oxímoron precisamente porque el acto de escribir implica una falsificación del yo, una recreación de nuestra visión del mundo. Desde el momento en que uno expresa por escrito una idea, está codificando (y distorsionando, le guste o no) la realidad. ¿Para recreación de quién? O al menos, ¿para que lo lea quién? He ahí lo que cualquier artista debe afrontar tarde o temprano.
Un público sospechado le da sentido a esas notas sueltas, a esos versos que, según la falsa humildad, escribimos sólo para nosotros. Hay canciones cuya letra se parece a una entrada de diario. La experiencia de una madrugada insomne puede ser material para la sesión con el psicólogo o para una obra de arte. “25 or 6 to 4” de Chicago es lo segundo: el tedio, la desazón, la insulsa incertidumbre de si son veinticinco o veintiséis para las cuatro a. m., la ansiedad por que el reloj corra y por que amanezca. (Me gusta creer en el trasfondo autobiográfico de la letra, aunque no lo haya, aunque se trate del magnífico maquillaje de una experiencia banal o, más aún, ficticia).
Una desmañanada solitaria se espectaculariza por partida doble cuando una agrupación rusa, Leonid & Friends, hace un cóver de ese hit de los setenta y sube el video de su interpretación a las redes sociales. En este homenaje, rigurosamente mimético, acaece una emulación polisémica, a saber, un calco admirativo que, con estricta adhesión al urtext, o urtrack (si se me permite el neologismo), rivaliza, cualitativamente, con el original. De este modo, en medio de conflictos bélicos simultáneos, la oferta audiovisual comprende, aparte de La carnicería que veo de lejos, joyas como las de Leonid & Friends, ejecuciones soberbias de las sonatas para piano de Beethoven a cargo Valentina Lisitsa, pianista estadounidense de origen ucraniano que se dio a conocer (se exhibió) por medio de una conocida plataforma digital. Entre otras. La sociedad del espectáculo puede ser aberrante. Puede serlo si nos enganchamos al exhibicionismo cruento (La carnicería que veo de lejos) y al exhibicionismo obtuso, aquel donde la emulación, por no decir la ignorancia atrevida, deviene en competencia anhelante de fama, en confianza desmedida que da pie al ridículo, en el vanidoso muestrario de miserias. O puede ser lo contrario, una llave de hallazgos riquísimos. Leonid & Friends no sólo han dado a conocer a bandas como Chicago a las nuevas generaciones, también —esta es mi opinión—, frecuentemente, en sus magistrales tributos, las han superado. Uno de los integrantes de esta banda-tributo, de nacionalidad ucraniana, tuvo que separarse por razones de fuerza mayor (eufemismo equivalente a: por los designios de quienes manipulan el mundo desde sus despachos blindados).

Es bizarro, en verdad, que unos rusos reinterpreten a Chicago y a Earth Wind & Fire en el siglo XXI, y que lo hagan con tamaña maestría. La lógica busca justificaciones, no las halla en el distanciamiento geográfico, no las halla en la incompatibilidad cultural y política. Y no las hallará, y esto es excelente, pues el arte no las necesita ni reconoce fronteras. Francia y España y la Argentina y el Perú se abrazan cuando, durante la audición de “La foule” en la interpretación de la Piaf (adaptación galicada de “Que nadie sepa mi sufrir”, de la autoría de los argentinos Ángel Cabral y Enrique Dizeo), aparece, en la sección de videos relacionados, la versión de la cantante española María Dolores Pradera, cuyo repertorio abrevó del fértil ingenio de Chabuca Granda. El vínculo fraternal: el vals peruano. Y es sólo un ejemplo. El vals peruano hermana a tantos intérpretes de tantas nacionalidades que enumerar únicamente a los más conspicuos sería cuento de nunca acabar.
¿Quién le achacaría narcisimo a la Piaf, a María Dolores Pradera, a Chabuca Granda? Antes bien, a la primera, se le agradecen sus erres superbarridas y superidiosincráticas; a la segunda, su monumental presencia escénica y voz, y a la tercera, que haya publicado sus valses en vez de quemarlos por un pudor egoísta y soberbio (en la acepción negativa). Las tres, inmersas en la sociedad del espectáculo, de la explotación del ego, no se arredraron ante la Escila y la Caribdis que este juego conllevaba desde entonces y cuyos riesgos, de ese tiempo para acá, se han recrudecido.
El narcisismo nunca ha faltado; lo que nunca ha abundado es talento, y esta circunstancia, conjugada con las facilidades tecnológicas de hogaño y el exhibicionismo que promueven e incitan, nos invita a aguzar el criterio y a separar el trigo de la paja. Al margen de esto, si no somos periodistas ni estamos realmente impuestos en la cuestión, si no podemos hacer nada para ayudar a las víctimas de guerra, si realmente sólo nos intrigan el conteo necrológico y las imágenes horriblemente deliciosas, considero más decoroso el no meter las narices en la sangre mediática y en el clic-clic-clic de los gatillos y, en cambio, escuchar la mediatización de la madrugada insomne de la que dejó testimonio Robert Lamm, reinterpretada por un conjunto eslavo en un estudio de grabación longincuo de la Ciudad de los Vientos y accesible, desde cualquier lugar, mediante un clic.

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Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos, Codalario, Altura desprendida, Casapaís, Eslavia, Ritmo, El Creacionista, F y L, Irradiación y Odisea Cultural. En 2023 publicó un libro de
cuentos, Pintextos, bajo el sello Ediciones Nandela.
Imágenes: todas las fotografías, en portada e interiores, fueron tomadas del canal de Telegram del presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski.
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