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Que la Niña Blanca te cuide y te proteja

Una larga vida a la vida que promulga la Santa Muerte.

por Vladimir Balderas Mondragón

La Niña Blanca habita en las periferias, así tenga altares dispersados en el mismo centro de la Ciudad de México, como la calle Moneda, que ya es más la Merced que el Zócalo. No es cenital, se mueve mejor en las orillas y en las sombras. Tampoco es el centro de una procesión monumental, como la Virgen de Guadalupe. Está a la par de san Judas Tadeo y con él comparte una connotación de violencia y fiereza. Quien la venera, raspa, afila. Tampoco, me parece, hay tibiezas.

La primera vez que apareció en el mapa mental de mi vida fue en la secundaria; ahí tuve un compañero: Toribio, hijo de comerciantes. Su papá tenía una farmacia en Ozumbilla. Toribio era el más moreno de todo el salón y vaya que había competencia, aún con el contraste de varias compañeras güeras.

Concentración de poder

Toribio tenía unos rasgos marcadamente indígenas, pero particulares: aparte del color oscuro, llevaba una nariz afilada, casi fina, con una protuberancia en el tabique. Los pómulos duros y anchos le achinaban los ojos, mientras que su mandíbula era recta y viril. Su cabello, negro y rizado, lo aplacaba con una cantidad ingente de gel. No era alto, pero tenía un físico recio de guerrero tecamaquense: cuadrado, duro y marcado: siempre que podía lo lucía en el patio: cuando el calor arreciaba en el futbol, se quitaba la playera del uniforme; abajo llevaba una tirahuesos blanca, ajustada. Entonces también se quitaba la cadena, los escapularios, y se quedaba con el collar ajustado y de moda: unos cubos metálicos con el nombre de su novia en turno: más que rostro, era verbo y él bien lo sabía. La cadena, por lo regular, era de plata pesada con un dije de la Santa Muerte. A Toribio le gustaba presumir que era devoto porque lo remarcaba distinto y feral: la besaba y se santiguaba con ella. Supongo que alguna vez nos contó el porqué, creo que había algo de malicia y heroicidad en la historia, pero es probable que también, como sus anécdotas de moteles, drogas y peligros, haya sido una gran narración. O no: un día llegaba con las toallas y los ceniceros de un hotel, y al otro con la tanga de una morra hecha bolita en el bolsillo. También era quien sacaba de la nada un fajo de billetes para contarlo, nomás porque sí.

Otras aguas benditas

De las cosas más chidas que me tocó vivir con él era que después de la escuela, mientras esperábamos a su novia Paty (una morra un año mayor, con una cabeza grande en comparación con su complexión: estatura pequeña y esbelta), nos metíamos en las ruinas de un cine que albergaba unas maquinitas con rocola. Salíamos de la escuela, nos enfilábamos hacia Hacienda Ojo de Agua y en corto llegábamos: se ataba el suéter rojo a la cintura, sacaba un paliacate que se ponía en la frente como cholo, dejaba la mochila en alguna mesa de juegos, se ponía AXE en la axilas, sacaba unas monedas y se iba directo a la rocola: escogía casi siempre las mismas: Charly Montana, “Vaquero Rocanrolero”; “Las piedras rodantes” de Lora; Molotov, “Gimme the power”, y algo de banda, hasta que llegaba al cenit del lugar: Alaska y Dinarama con “Ni tu ni nadie” y La Lupita: “Contrabando y traición”. Entonces, por muy vacío que estuviera el lugar, esa madre se encendía con el volumen y lo bien que estaban hechas las bocinas: ningún sonido dolía. Toribio cantaba mientras jugaba Marvel vs Capcom, o bien, cuando por fin llegaba, se agarraba a besos a Paty detrás de un telón. Yo lo dejaba ser y me quedaba con su juego, con su novia o con las rolas, hasta que se hacía un poco tarde y cada uno jalaba para su casa.

Elegancias

*

América fue la que me habló del mero día de celebración, hace unos años. Su novio, de quien estaba embarazada, se encontraba en el Reclusorio y quería ir: supongo que a pedir algo también. No recuerdo por qué no quise jalar: seguro me entró el miedo o tenía trabajo, ya no sé. Lo que al principio me pareció una moda de juventud (América tenía 19 años cuando la conocí) con el tiempo se delineó perfectamente en su piel como muestra de fe: tiene una Santa Muerte en el brazo izquierdo y sobre ese hombro hay una mano huesuda que le baja por el pecho: el proyecto inconcluso de un tatuaje en su espalda. Uno de los objetos que cuidaba con particular aprecio era una cadena de plata con un dije grande y definido de la Santa Muerte. Había sido el regalo de un cliente que tuvo. Le gustaba mucho. Una vez la olvidó en mi casa y no paró de insistirme hasta que la busqué y la encontré. América me atraía por morena, fierilla y envalentonada; estaba orgullosa de que, cuando vivía en Maryland, en el bar donde trabajaba le apodaban La Diabla. También pensé que era una postura de ingenua arrogancia, pero el tiempo me fue quitando lo estúpido. América me daba la vuelta en experiencia de vida de calle: una de la que yo he estado al margen por prejuicioso y cobarde, pero al mismo tiempo cercano por el barrio y los compas.  

De las últimas y más intensas cosas que viví con ella fue que un día, llorando, me llamó para que la recogiera en el metrobús de La Patera. Cuando la vi en el pasillo llevaba un corsé que le quedaba flojo en los pechos diminutos, una minifalda casi a las nalgas y una cangurera con una botella de alcohol, su botecito de limpiador de pvc y algunas otras cosas. Estaba ebria, llorosa y emputada. “Vlady”, me dijo y me abrazó: me sentí incómodo y enternecido. Nos sentamos un momento: quería calmarla y saber qué tenía. La gente nos miraba con curiosidad y juicio. “El Pantera me pegó”, me dijo y se soltó a llorar. ¿Pero qué pasó, Ame? “Es que se enojó porque le revisé su celular y le reclamé por unos mensajes que le encontré; me sacó de las greñas del cuarto e hizo un desmadre en el albergue”.

América y el Pantera se quedaban en un albergue cerca de ahí; era para personas sin hogar y, al menos como lo entendí, funcionaba temporalmente: les daban tres meses para alivianarse, conseguir un trabajo y un lugar en que vivir. Ella llegó ahí con su novio después de que una redada los “rescatara” de la calle de Ayuntamiento, esquina con Balderas. América lo conoció ahí mismo, cuando callejeaba. No es que no tuviera casa, ni familia, ni adónde ir, pero a la morra le gustaba vivir en la marginalidad: se entregaba al vicio, a la ausencia de límites y a dormir donde cayera, quizá de ahí venga su fe en la Santa Muerte: de la protección de su vida en el filo del peligro.

Salucita pa’l ritual

Pero, ¿por qué se enojó? ¿Qué viste que te enojaste? Entre lágrimas me contestó: “Un puto, un pinche puto le escribió”. ¿Qué le dijo, qué encontraste? “El güey le preguntaba si no tenía nada raro en la verga, que porque a él le había salido algo y no había cogido con nadie más que con él. ¡Vlady, me puso el cuerno con un puto! Y ahora seguro yo tengo algo porque también me coge a mí. Hijo de su puta madre, lo odio”. Me tragué la incomodidad y las miradas juzgonas de la gente, y nos subimos en el primer metrobús que pasó. Se sentó en uno de los lugares pegados a la ventanilla, donde los asientos son individuales. Pero la cosa no se calmó, solo empeoró: lloraba, le daba tragos profundos a la botella y se golpeaba la cabeza contra el vidrio. No paraba de putear en voz alta, de decir que ella lo mantenía con el varo de los güeyes con quienes se prostituía, que ojalá se muriera… Yo sólo deseaba que pronto llegáramos a Hidalgo, que la gente no escuchara, pero sabía que sí; que algún policía nos bajara, que yo tuviera el coraje de dejarla sola y no cargar con un pedo que no era mío. Incluso una señora de dos asientos más adelante no soportó y se bajó sin siquiera mirarnos. Más avergonzado que convencido, intentaba calmarla, quitarle la botella, sostenerle la cabeza y decirle que todo estaría bien. Pero era como echarle gasolina a su empute: más puteaba, más gritaba, más retaba a la gente que la miraba. América: ya, cálmate o me bajo, le solté. Se acabó el alcohol de un último sorbo y tiró la botella. No dijo más nada; llegamos a Hidalgo y nos bajamos: ella exagerando la embriaguez, yo sosteniéndola.

Orgullo

En el cruce de Reforma intentó pasarse con el semáforo en verde y los coches en fuga. La sostuve firme del brazo, pero más se aferraba a cruzar. Me entró el terror y la violencia: le apreté el brazo y la jalé con todo mi enojo y desesperación: Ya, no mames, aquí te quedas conmigo, le dije. Pensé que sería suficiente para asustarla y calmarla, pero no. “Suéltame”, gritó doblemente encendida. El rojo detuvo el tráfico y cruzamos entre jaloneos y berrinches hasta que me pegó y me gritó con mucho coraje: fue el límite. Di media vuelta, la dejé ahí y me fui. Pero me siguió por varias cuadras gritándome: “¡Vlady, Vlady!” Hasta un vato me dijo: te está gritando tu morra, no la dejes. Pero lo ignoré y me seguí, tuve ganas de decirle: no es mi morra, cosa que era cierta, pero falaz: en el fondo fantaseaba con rescatarla de sí misma para vivir mi historia de amor. Una parte de mí no quería dejarla sola, borracha y triste. La otra, la que ganó, sólo quería llegar al metrobús de Mina, subirse, ir de vuelta a San José y olvidarse de ella, de ese día y no verla nunca más.

El evangelio del refresco de toronja

*

Hoy 1 de noviembre recuerdo un poco todo eso y me pregunto a qué voy, por qué voy, qué tiene la Santa Muerte que me atrae en la misma medida que me asusta.

La cámara sólo es el mero pretexto para ir y mirarlo todo: la violencia apaciguada, la fe, el ritual, las mandas, los tatuajes caneros, las rodillas ensangrentadas en el piso, la piel morena que comparto, la miradas curiosas y fieras, la apertura de la gente para dejarse retratar, la música, el humo de puros y marihuana, el alcohol como agua bendita, las micheladas, los regalos y los muchos Jordan.  

Dentro de poco me encontraré con Moi en Guerrero, nos bajaremos en Tepito y caminaremos sobre el Eje 1 y sobre Circunvalación hasta encontrar la fila enorme de creyentes que cargan a su Santa Muerte alrededor de la calle de Alfarería. Caminaremos mucho sin separarnos, beberemos cerveza y escucharemos la misa de las cinco de la tarde. Habrá una mujer a quien le pediré que me regale una tarjeta con la imagen de la Santa y con sinceridad y buen corazón me dirá: ¡Que la Niña Blanca te cuide y te proteja! No encontraré respuestas ni a América ni mucho menos a Toribio, aunque los veré en ecos por todos lados. Y será un gran día, será un hermoso día de amistad, tacos, cerveza, asombro y mucha risa. Larga vida a la vida.

Llévese mis besos

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Vladimir Balderas Mondragón (Ciudad de México, 1985). Estudié lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Escribo, edito y corrijo textos; también hago fotografía. Me interesa la imagen y su representación escrita. He publicado en distintos espacios, como Este país (2015), Bitácora (2016) o Food&Wine (2023). Actualmente trabajo en la Universidad Abierta y a Distancia de México (UnADM) y colaboro con regularidad en otras instituciones educativas.
Instagram y Facebook: @balderasymondragon
Twitter: @soyelnegrojose

Todas las fotografías son material original cedido por el autor.

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