Periodista que fabuló el peronismo a través de los libros Santa Evita y La novela de Perón, en 1978 Tomás Eloy Martínez entrevistó al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, una nación insoslayablemente tejida a la Argentina y en cuya capital, Buenos Aires, el artista se exilió durante años. Originalmente publicado en El Nacional, periódico de Caracas, el 21 de mayo de aquel año —cuando, por cierto, el dictador Alfredo Stroessner todavía ocupaba el Palacio de López, en Asunción—, reproducimos íntegro el texto resultante de la conversación ente ambos escritores, donde el autor de Yo el supremo diserta sobre el llamado boom latinoamericano, el compromiso político de su escritura, sus formaciones personales, vivenciales y literarias, su cercanía con Ernesto Sábato, la lengua guaraní y el destierro al que lo obligó la violencia política latinoamericana.
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—Mi padre se llamaba Lucio, mi madre Lucía. La semejanza entre los nombres es como una metáfora de la relación que vivieron, serena, armónica, profunda. El matrimonio duró cincuenta años, sin que el tiempo del amor pasara nunca.
—Supe que Lucio murió mucho más tarde que Lucía, en 1978. Y que le llevaba casi veinte años.
—Cuando se apagó, mi padre tenía 95 años. Su presencia había sido siempre muy turbadora para mí, por la fuerza de su temperamento y por su afectividad grande y callada. ¿Te había dicho alguna vez que llegó a recibir las órdenes menores en el seminario de Asunción? Pues sí. Cuando descubrió que el sacerdocio no era su camino, colgó la sotana y se metió en el obraje, en el monte, a talar la madera. Y al salir de allí estaba comido por la leishmaniasis, una especie de lepra parasitaria que tardó mucho tiempo en curársele y que reapareció en él sesenta años después, en vísperas de la muerte.
—Lucio era en cierto modo José Gaspar Rodríguez de Francia, el Supremo: seminarista apóstata y, como él, hombre tocado por las infecciones de la selva. ¿No piensas que en la literatura vives vicariamente la vida de tu padre? La tala de la madera y el rigor de los obrajes pertenecen tanto a Lucio Roa como a los personajes de El trueno entre las hojas.
—Sí, puede ser. Pero son míos solamente el recuerdo del aroma de la madera y la conciencia de que los árboles eran personas. Cierta vez —yo tendría cinco años— le pregunté a mi padre qué sensaciones lo acometían cuando derribaba árboles con el hacha. Pensaba yo que él podía estar dentro de esos árboles, porque, como los árboles no hablan, no se oye nunca el lamento de los que sufren en las vetas del tronco o en las nervaduras de las ramas. Mi padre no me contestó jamás, pero yo traté de resolver el enigma en Yo, el Supremo al expresar que no hay peor encierro para un hombre que el de la médula de un árbol.
—Otra de tus obsesiones, ¿no?: la inmovilidad como un afluente de la muerte.
—Sí, yo sentía la terrible inmovilidad de árboles como el mazaré, una especie ya casi extinguida en el Paraguay (como los secuoia de California), que al ser golpeados con el hacha sonaban con la dureza de los lingotes de hierro. Y es posible que aquella fibra invencible del árbol (pero advierte cómo los invencibles suelen morir primero) y su terrible quietud me hicieran, sí, pensar en la muerte.
—Pero junto a la fijeza de los grandes árboles, el Paraguay tiene también la movilidad de sus infinitos ríos. Y aguas, muertes, árboles, son figuras tan vivas dentro de ti que hasta asoman en los nombres de tus libros: Madera quemada, El trueno entre las hojas, Moriencia, Los pies sobre el agua.
—Es cierto. Aparte de la India, ningún país en el mundo es tan irrigado como el Paraguay. Sobre todo la región oriental, que es la cara opuesta del Chaco boreal, ese desierto prehistórico que alguna vez fue el lecho de un mar. Ambas caras están separadas por el río Paraguay, que es el gozne entre los dos hemisferios de mi país. Tan diversos son esos dos mundos que hasta los indígenas que los pueblan no tienen nada que ver entre sí; la cultura de los del Chaco y la cultura de los guaraníes no son afines, tampoco sus lenguas ni sus modos de vida. Son etnias diferentes.

Días de escuela en Iturbe
—¿Tu padre era un hombre de lecturas o sólo un hombre de acción?
—Era ambas cosas. Los primeros libros que leí eran sus libros; los clásicos españoles (Quevedo, Cervantes) y las Confesiones de san Agustín, una obra que él conocía de memoria y que había determinado el fin de su vocación religiosa.
—Serías un ejemplar extravagante para tus maestros paraguayos.
—No tuve maestros. No fui a la escuela. Mi padre no lo permitió. Uno de los prejuicios equivocados de mi padre fue vedarme el aprendizaje de la lengua indígena, de acuerdo con un viejo tabú de las familias burguesas en el Paraguay. Por supuesto, lo primero que hice fue aprender el guaraní. Cedí, como siempre ocurre, a la tentación de lo prohibido. Lo aprendí bañándome en el río con los chicos de mi edad en Iturbe, un villorrio del sur adonde nos había llevado mi padre.
—Pero el lugar de tu nacimiento es Asunción.
—Allí nací, es cierto, y a los pocos meses me llevaron para aquel amontonamiento de casas en la selva; más bien ranchos perdidos en una tierra fértil. En Iturbe se instaló, hacia 1910 o 1912, el ingenio azucarero donde mi padre se enganchó como peón. La construcción del ingenio comenzó, por supuesto, con la del camino, que se fue abriendo en medio de esteros y de selvas. A la vez, se tendieron las vías férreas que servirían para transportar los trapiches donde se molería la caña. Mi padre participó en todas las etapas de esa aventura. Quiso conocer cualquier extremo de la vida: desde la disciplina severa del seminario hasta la disipación de los prostíbulos salvajes. Y era sagaz para conocer a la gente. Cuando estaba de buen ánimo, solía decirme: «¡Tienes dos caminos por delante, m’hijo… O va a ser un gran hombre, o un gran criminal».
—En cualquiera de los dos casos, te concedía la grandeza.
—Yo prefería ser un gran criminal. Podía identificarme con un asesino. En aquellos tiempos persistía en el Paraguay una forma de la juglaría que se llamaba el compuesto. Era una composición en versos pareados, uno guaraní y otro castellano, alternadamente, que cantaban los juglares del pueblo. En los compuestos se alababan, por ejemplo, las hazañas de Jacinto Osuna, que de dos puñaladas había cortado la garganta de una madre de siete hijos. Y así. La extensión de las matanzas dependía del aliento del cantor. La muerte no marcaba el término de un hombre sino su paso a otro tipo de vida. Yo, identificado con esas criaturas feéricas como Jacinto Osuna, deliraba por ser un criminal todavía más caudaloso que él.
—A la amoralidad poética de la gente del pueblo tu padre oponía, entonces, la rígida moralidad de su docencia. Había convertido (has dicho) la casa en una escuela. El maestro era él mismo. ¿Te enseñaba con método?
—Mi hermana y yo debíamos someternos a un horario muy riguroso: después de la siesta, de cinco a seis de la tarde. La clase duraba una hora. En una habitación especial de la casa, mi padre —que era un excelente ebanista— instaló los bancos de escuela que él mismo había fabricado con ranuras para colocar los lápices y pequeños fosos para los tinteros. Afuera, había una bandera que izábamos a la hora de clase, y una campaña hecha con un trozo de vía férrea. Estábamos sometidos a la misma disciplina de los conventos. De los cuarteles y de los comedores del obraje. Al terminar la hora, mi padre nos daba tareas como para ocupar todo una noche. Yo sentía que había nacido para no trabajar. Me gustaba acostarme en un catre a la intemperie, bajo las viñas, y contemplar la limpieza del cielo, las estrellas y el paseo de las nubes.
El escritor hace su primera salida
—Advierto que ante la presencia poderosa de Lucio Roa, la figura de Lucía Bastos ha desaparecido. No has nombrado a tu madre ni una sola vez hasta ahora, Augusto.
—Pero ella estaba lejos de toda opacidad. Era hija de un portugués y una francesa: una mujer bellísima, de ojos azules y cabellos rubios: un ser aéreo, ingrávido, que yo miraba como si fuera una aparición.
—Estás empleando, sin embargo, adjetivos más bien propios de los seres que se desvanecen, que no se ven. Dijiste aéreo, fantasmal.
—Ya verás cómo te equivocas. Mi madre fue una excelente mezzosoprano, y antes de casarse había tenido un buen pasar. Leía la Biblia infatigablemente, pero su libro predilecto era una condensación de las tragedias de Shakespeare hecha por Charles Lamb. Lo tenía en su mesa de noche, y yo iba devorando el libro a escondidas, todos los días un poco. Así, en medio de la selva, mi infancia se fue poblando con las voces del Buscón, de Otelo, de Persiles, y sobre todo del Próspero, el protagonista de La tempestad.
—Próspero: el amo de una isla, como el Supremo de Francia.
—Eso lo vi más tarde, en efecto: la afinidad entre él y Francia.
—De la misma manera que en tus ensoñaciones Lucía Bastos sería alguna vez Miranda, y Lucio el rey Lear.
—Ah, es cierto. Yo tenía la secreta esperanza de que a mi padre le acontecieran las mismas desventuras que al rey Lear. Y las mismas dichas: quería que mi hermana mayor fuera para él la Cordelia capaz de endulzar su vejez delirante.
—Así, en plena infancia, terminaste por desconocer las fronteras entre la realidad y la ficción.
—A tal punto que yo veía en mi madre, por ejemplo, la encarnación de toda criatura mítica. Fue mi madre la que en verdad me impulsó a escribir, ¿sabías? Hacia 1928, miles de paraguayos acudieron a la proximidad de la frontera con Bolivia, movilizándose para una guerra que no había sido decretada. Muchos murieron de hambre en el camino. Otros, los menos, consiguieron volver a sus casas a pie. Yo tenía entonces trece años, y en colaboración con mi madre escribí una obra de teatro que luego, a dúo, fuimos los dos representando por los pueblos para recoger algún dinero y dárselo a los soldados. Aquel año escribí también mi primer cuento, Lucha hasta el alba (el propio Roa Bastos reflexionaba sobre él en esta página), que debe leerse como la historia de un patricidio. Fue por ocio que se me despertó la escritura, porque durante esos meses de movilización frustrada yo (que vivía entonces en Asunción, alojado en la casa de mi tío obispo) no tuve escuela y pude pasar unas vacaciones largas en Iturbe.
—¿Tenía algún título la obra de teatro que escribiste con tu madre?
—Se llamaba La Carcajada. Era la historia de un excombatiente que volvía loco a su casa, y encontraba su campo gastado por la destrucción y la maleza. En el fondo era feliz: se reía todo el tiempo.
—Pero al verla, los voluntarios frustrados de aquella guerra que no existió se deprimirían aún más. Era una obra cruel.
—Sí, la gente lloraba muchísimo, como en los grandes dramones de circo. A las carcajadas del escenario correspondían las mareas de lágrimas de los espectadores. Y, a veces, en segundo plano, para consolar a los llorosos, mi madre cantaba canciones populares con su voz espléndida.

La mujer que comía pájaros
—Hay algunos puntos de tu historia personal que conviene precisar: estudiaste las primeras letras en la escuela improvisada de Lucio Roa, pero creo que de todas maneras debiste revalidar lo que sabías en los colegios de Asunción. Alguna vez has contado que partiste, sin compañía, de Iturbe hacia la capital, y que fue entonces cuando te pusiste los primeros zapatos.
—Eran unos zapatos con una suela de goma crepé que yo venía codiciando desde hacía mucho, y como mi padre no podía comprarlos, ahorré durante tres años las monedas que me pagaban en casa por barrer o lavar los platos para poder acercarme así al cielo de aquellos zapatos. Pero no es verdad que viajé solo a Asunción. Mi madre me encomendó a una mujer (de la que hablo en Hijo de hombre) que me inició en lo que llamo un vislumbre de vida sexual. En la vía férrea hacia la capital había un enorme zanjón, cavado por el estallido de unos explosivos durante alguna de las muchas revueltas que hubo en el Paraguay. En ese punto, los pasajeros debíamos transbordar a otro tren. La mujer llevaba consigo a un hijo de pocos meses, que aún se amamantaba. Debimos esperar toda la noche a la intemperie. En algún momento, vi al inocente mamar con entusiasmo, y yo también (que tenía ocho años) me puse a mamar el otro pecho, y sentí por primera vez una sensación erótica.
—Te he oído decir que siempre viste a Asunción como una mujer de pechos enormes, o una mujer de enorme boca —que es casi lo contrario—. ¿Sería por influjo de aquella madre amante con la que pasaste la noche en el manjón?
—No, te confundes. Lo que oíste fue que mi primera visión de la capital fue la de una mujer gigantesca, cubierta con una túnica, que —lo supe luego— era la estatua de una plaza. La mujer estaba medio caída, inclinada y tenía una gran cavidad en la boca por donde entraban y salían los pájaros. Asunción es para mí, desde entonces, la mujer que come pájaros.
—¿Y no veías a tus padres durante todo el año?
—No los veía, pero estaba obligado a escribirles una carta por semana. Era un suplicio casi intolerable, porque no siempre había noticias que dar, algún dolor de muelas, alguna diarrea ligera, una buena nota. Resultaba dificilísimo encontrar tema. Por eso nada es tan difícil en la literatura como encontrar un tema. De paso, me ha quedado una gran resistencia contra la escritura de cartas. Yo solía decirle a mi padre: «Odio tener que hacerlo, porque para hacerlo es preciso que ustedes estén lejos». Pero mi padre insistía en la obligación de contarle cosas.
—No parece haberte marcado demasiado, en cambio, la religiosidad del obispo Hermenegildo Roa.
—Es que era una vida abierta. Compartíamos la casa, los sobrinos de monseñor, que sumaríamos unos veinte muchachos de seis a dieciocho años. Todos disfrutábamos de una beca en el Colegio San José, concedida al obispo en agradecimiento por sus ayudas. Pero el más pobre de los sobrinos que pasó por allí fui yo: tenía, por ejemplo, un solo par de medias, cuya forma de medias estaba disimulada por cientos de zurcidos. Y como era muy trabajador, solía hacerle los deberes a los compañeros ricos pidiéndoles a cambio un quesito gruyere. El hambre que yo tenía abarcaba todos los espacios del colegio y todo el aire de la vida.

Pero de pronto la muerte
—El hambre, el ahogo, el encierro y la vecindad de la muerte son sensaciones muy vívidas en Hijo de hombre y en tus libros de cuentos. ¿Hasta qué punto el colegio o la casa del obispo influyeron sobre eso?
—La influencia proviene más bien del río Iturbe, donde nos bañábamos los muchachos. Frente a nuestra casa, en un recodo, había una balsa que servía a los troperos para pasar ganado a la otra orilla. Generalmente los troperos andaban borrachos, y cuando había creciente, caían al agua con facilidad. Uno de los juegos más frecuentes de mi infancia era la búsqueda de los ahogados en el lecho turbio del río. La primera vez que toqué a un muerto fue allí, en el fondo. Tendí las manos y palpé la cara, los cabellos del hombre. No he conseguido todavía que la sensación de muerte se me fuera de ese rincón de la piel.
—Sólo después del conocimiento viene el temor. Porque no se teme a lo que se desconoce, ¿no es cierto?, sino a lo que has tocado o presentido o imaginado. Se teme a lo que ya es tuyo, de algún modo. Así temiste a la muerte, creo, pero todo el ser, cuando escribías Yo el Supremo. Se te desencadenaron enfermedades, melancolías, malos sueños. ¿Tendrías miedo, acaso, de no terminar el libro, y de que el hecho de no terminarlo involucrara tu propia muerte?
—Yo siempre pensé que nadie muere antes de terminar su obra. De modo que si El Supremo iba a ser en verdad mi obra, yo estaba seguro de que no moriría antes de escribir la última página, o de que aún muerto la seguiría escribiendo. Es verdad que durante aquella época se acumularon las dificultades económicas, físicas y de relación de pareja. Fueron meses muy duros.
—Pero no negros.
—Sí, muy negros. El personaje de El Supremo se había convertido para mí en un antagonista terrible. Habrás advertido que en la novela no hay voces sino más bien una sola voz multiplicada, infiltrada en otros, que proviene de un ser al que jamás se retrata (salvo mediante el engaño de los espejos). Ese personaje va mimando, como un hábil ventrílocuo, las voces de los otros, y es ante todo la sonoridad del lenguaje oral la que engendra a las demás criaturas del coro.
Años de vejación, años de guerra
—Ahora es preciso retroceder a los días en que te fugaste del Colegio San José, apenas cumplidos los diecisiete años, y con otros cinco compañeros te introdujiste como polizonte en un barco de tropas que iba de Asunción a Puerto Casado, vale decir, a la guarnición que era el centro de la guerra. La falsa movilización de 1928 era ahora verdadera: Bolivia y el Paraguay habían empezado a combatir.
—Nos movió el espíritu de aventura y el fastidio de la vida en el colegio. Y a pesar de que nuestros padres intentaron recuperarnos, fuimos enviados —como castigo— al servicio de auxiliares. Fue peor que ir al frente, donde la muerte hubiera sido limpia, por lo menos. Los de la retaguardia quedamos, en cambio, para desagotar letrinas y vigilar a los prisioneros bolivianos. Y cuando la guerra terminó, tuvimos que conducirlos de regreso a la frontera, en marchas que eran más vejatorias para nosotros que para ellos.

—De manera que no pudiste terminar la escuela secundaria.
—No. Toda mi instrucción no va más allá del sexto grado y de algunos meses de liceo.
—Los años siguientes fueron menos aventureros, dijiste. Después de la guerra regresarte a la casa del obispo, te empleaste durante unos pocos meses como cartero y fuiste luego ayudante en la tienda de unos parientes.
—Te lo he contado alguna vez. Recordaré que los parientes, con el cuento de que yo heredaría el negocio, se abstenían de pagarme.
—Pese a lo cual incurriste en el coraje de casarte.
—Tenía veintidós años, pero mi vida empezaba a moverse hacia otras casualidades. Luego de unos meses de trabajo en el Banco de Londres desembarqué en el periodismo. Logré que me nombraran jefe de información del diario El País en Asunción. Y como tal, invitado por sir Millington Drake, que era director del British Council, viajé a Londres durante los últimos meses de la guerra, a tiempo para observar los ensayos finales que Alemania hacía con las bombas V-2 inventadas por Von Braun.
—¿Fue antes o después del viaje a Europa cuando te convertiste en cantor?
—Antes. Y, en parte, debo el viaje a que sir Millington Drake me recordara por qué canté en una fiesta a la que él había asistido. Por las noches, completaba mi salario actuando en serenatas o por la radio. No era buena mi voz, pero formaba dúo con un tenor maravilloso, que no tenía ni un solo diente y al que solían rechazar en las emisoras porque a los pocos minutos de canción el micrófono sudaba por obra de su aliento demasiado lluvioso. Mi principal aporte, entonces —a falta de voz, era componer canciones, sobre el molde de las baladas populares.
De cuyo nombre no quiero acordarme
—Por aquellos años escribías poemas, y un libro tuyo, en 1942, ganó en Asunción un premio de importancia.
—Escribía versos y no cuentos porque la poesía costaba menos trabajo. Un poema me llevaba de dos a tres horas, y un cuento toda la semana. No era justo. Además, en un poema se puede poner siempre cualquier cosa —sobre todo cuando no se es poeta—. Las únicas ediciones que se conocían en el Paraguay eran las dactilografiadas, y copiar cuentos de veinte o treinta cuartillas era una empresa demoledora. Con los poemas el trabajo se simplificaba. Aquel libro de 1942 tuvo mejor fortuna: un ateneo lo editó por su cuenta y, para mi desdicha, lo echó a rodar por el mundo. Si tenía algún título, no lo recuerdo. De cuyo nombre no quiero acordarme.
—No te preocupes. No es un libro fácil de identificar. Lo firmaste con todos tus nombres y con uno solo de tus apellidos.
—Augusto José Antonio Roa. Tengo los nombres de mis dos abuelos (Augusto el materno, José el paterno), más el del santo en cuyo día nací: un trece de junio. Después me quité dos nombres; puse en cambio el apellido de mi madre porque me parecía injusto dejar de lado a quien me había impulsado a la literatura.
—Era ya Augusto Roa Bastos, entonces, el autor de las crónicas de guerra que publicó El País a tu regreso de Londres.
—Y que fueron reunidas en un folleto a mediados de 1946. Pero todos los ejemplares de aquella obrita desaparecieron cuando, al año siguiente, las milicias del gobierno quemaron el periódico.
La persecución y el exilio
—Fue entonces en 1947 cuando Natalicio González, ministro de Hacienda de Higinio Morínigo, ordenó tu captura vivo o muerto. ¿Cómo explicar que un hombre de cierto refinamiento cultural, que había escrito largas reflexiones sobre las letras paraguayas y había editado por primera vez los poemas de Macedonio Fernández, fuera el ejecutor más que el cómplice de la barbarie que empezó a desatarse?
—Porque al mismo tiempo era el mayor ladrón de fondos y documentos públicos que conoció Asunción hasta aquel momento. Un jeroglífico de contradicciones, en verdad. Pero la principal razón de su inquina contra mí era que yo, tras ridiculizar en un artículo sus especulaciones sobre la historia de la cultura paraguaya, me negué a darle la mano en una recepción pública. Indio taimado, con la frente cubierta por una pelambre espesa, no me perdonó jamás la afrenta.
—¿No era él quien disponía de bandas armadas a su servicio: una prefiguración de los actuales escuadrones de la muerte?
—Fue él quien los creó en el Paraguay. Reclutó a gente del pueblo y organizó unas bandas llamadas de los Pymandí, o pies descalzos, que entraban a saco en las casas de los adversarios del régimen y destruían todo lo que encontraban. Cierto día, las bandas fueron a buscarme al periódico. Tuve tiempo de escaparme por las azoteas. Como no tenía militancia política en aquel duelo entre liberales y colorados, no me consideraba importante. Pero el odio de Natalicio estaba por encima de las ideologías. Ordenó que me buscaran en casa aquella noche, y yo atiné a ocultarme en el depósito de agua, desde las diez hasta las cinco de la madrugada. El tanque desbordó, pero el lugar de refugio pudo disimularme porque el tiempo era lluvioso y destemplado en aquel mes de marzo. A la mañana siguiente, luego de un último paso por la casa de mi tío el obispo, me oculté en las oficinas de un amigo historiador que era agregado cultural del Brasil, un tal doctor Holanda, tío a su vez del cantante Chico Buarque. Sólo a los cuarenta y cinco días la furia vengativa de Natalicio amenguó un poco, y el gobierno accedió a darme el salvoconducto. Así partí para Buenos Aires.
—Y te viste obligado a ejercer oficios inverosímiles. Como los periodistas somos solemnes por naturaleza, con frecuencia se ha escrito que fuiste mozo de hotel cuando lo que hacías, en verdad, era tender y destender las camas de un alojamiento por horas para parejas, en la calle Güemes de Buenos Aires.
—Sabrás que llegué ahí por azar. Vivía en una pensión según el sistema de camas calientes: es decir, compartía la cama con un amigo que me la dejaba al irse a trabajar, y viceversa. Cierto día, además de la cama, el amigo me dejó el trabajo que tenía en la casa de citas. Y durante algunas semanas, yo me ocupé de llevar sábanas usadas a la lavandería, de servir bebidas en las habitaciones, de conseguir taxis para las parejas, etcétera. Inclusive provoqué situaciones incómodas porque meses más tarde, cuando di un curso sobre técnica de la novela en la Sociedad Argentina de Escritores, uno de los asistentes (que frecuentaba el hotel con la esposa de otro escritor) empezó a mirarme con recelo. Yo lo tranquilicé, explicándole como al pasar que en Buenos Aires vivía también mi hermano mellizo, cuyo parecido conmigo era sorprendente.

La herencia de Sábato
—De la misma manera, tu curso en la Sociedad de Escritores fue una herencia que te dejó Ernesto Sábato.
—Sí, Sábato se había cansado de dictarme y me lo ofreció, luego de pasarme todas sus fichas de trabajo. Me di cuenta entonces cómo él, que no había escrito hasta entonces más que un breve libro de ensayos, estaba construyéndose novelista a través de la minuciosa asimilación de técnicas consagradas, disecadas en aquel fichero. Fue una experiencia notable para mí. aprendí el proceso de autoedificación de un escritor. Fue por aquellos meses que Sábato publicó El Túnel.
—Y casi al mismo tiempo, aunque con procedimientos bastante diferentes, empezaste tú a escribir los cuentos de El trueno entre las hojas.
—En la narración no entré a través de las fichas sino del apuro. Un refrán paraguayo afirma que de las dificultades sólo se sale con apuro. Así salí yo también. Trabajaba entonces en una editorial de música, en cuyo sótano improvisé una cama sobre la guillotina donde se cortaban las partituras. Fue sobre esa guillotina donde, en dos meses, escribí los 17 cuentos de El Trueno.
—Más tarde, cuando eras un lamentable vendedor de seguros de vida en la compañía La Continental (descreías del oficio, recuerdo, y preferías inventar argumentos para otros vendedores en una revista del gremio que se llamaba Objeciones), tardaste apenas seis meses en terminar tu primera novela, Hijo de hombre.
—Casi la misma dosis de esfuerzo tuve que gastar entonces para elaborar los guiones de las diez o doce películas que escribí entre 1957 y 1970. Todo empezó la tarde en que el productor Armando Bó se acercó a La Continental para proponerme que adaptara uno de los relatos de El Trueno. De mi aceptación nació una doble aventura: la que yo mismo iniciaría en el cine argentino, junto a jóvenes renovadores como Lautaro Munía, David Kohn o Rodolfo Kuhn, y la que emprendió Bó junto a la protagonista de El trueno entre las hojas, una muchacha opulenta llamada Isabel Sarli que acabaría convirtiéndose en el gran mito sexual de América Latina.
—Me sorprende que emplearas tan poco tiempo en elaborar El Trueno, el guion de las películas y hasta una novela tan compleja como Hijo de hombre, mientras Yo el Supremo ocupó, en cambio, cinco años enteros de tu vida. ¿Qué trastornos de metabolismo, Augusto, modificaron el ritmo de tu respiración literaria?
—Aquellas primeras obras cumplían ante la literatura una función ancilar. Recuerda que yo vivía en el exilio, desarraigado y desgarrado, sintiendo la necesidad de asumir la voz de los paraguayos que no tenían voz. Creía en el valor del mensaje, en la fuerza de la novela como un revulsivo social. Ahora advierto que me había sometido a una alienación moral al permitir que lo ético prevaleciera sobre lo estético y al aceptar que ese concepto descalibrara mis obras. Cuando compuse El Supremo había dejado ya de ser el cruzado de una literatura militante. Lo que quería entonces era trabajar el texto desde adentro. Me había librado de esa conciencia que parecía estar dictándome los infortunios de la colectividad, y podía dejar que esos infortunios fueran irradiados por la vida misma del texto.
Acta de acusación contra el boom
—Con cierto énfasis sostuviste alguna vez que Yo el Supremo había sido recibido desdeñosamente por los grupos de poder adictos al boom de la novela latinoamericana e inclusive por escritores de la secta. No sucedió lo mismo con Hijo de hombre. Recuerdo que entre 1962 y 1967, como los promotores del boom carecían de un representante paraguayo en sus filas, procuraron insertar tu novela en la corriente.
—Fue más curioso que eso todavía. Cuando apareció, en 1957, tuvo una recepción halagadora que, cinco años más tarde, había cedido paso al olvido. Pero es verdad que a partir de entonces no faltó quien intentara la recuperación crítica de Hijo de hombre para adscribirlo a la secta. Debes tomar en cuenta que el nuevo circuito de consumo que se había establecido fijaba su código de valores no en relación con los textos como tales sino de acuerdo con las posibilidades de difusión masiva que tenían esos textos.
—Dijiste que el boom operó entonces como un mercado de compra y venta, a través del juego que le hicieron los periodistas, los editores y hasta los propios autores. Dijiste también que éstos, al profesionalizarse, empezaron a operar como si ellos mismos fuesen la moneda de cambio.
—Creo, en efecto, que las estructuras de producción capitalista anexaron a su engranaje ciertas formas del trabajo artístico (como el plástico y el literario, en particular), y que a partir de entonces el autor comenzó a sufrir todas las presiones y deformaciones que el capitalismo suele imponer a sus productos de consumo masivo. Ciertas editoriales abandonaron sus pautas tradicionales de trabajo y formaron trusts o constelaciones que giraron en torno de los grupos económico-financieros movidos por el gran capital. Para decirlo de un modo más llano, adhirieron a las multinacionales.
—Tu acusación es grave, porque involucraría como cómplices de la maniobra (conscientes o involuntarios, pero en este segundo caso la falta de lucidez resultaría imperdonable) a escritores y editores que han hecho pública profesión de su fe anticapitalista. ¿Dirías, por ejemplo, que militantes del socialismo como Julio Cortázar, Carlos Barral o Gabriel García Márquez fueron capaces de prestarse a ese juego?
—Pienso más bien que deberíamos seguir atentamente todo el hilo del proceso. Hay escritores que han trascendido la esfera de un interés meramente local y, sin medir los riesgos que impone este sometimiento a las estructuras de producción capitalista, han entrado en un juego peligroso por inadvertencia, a pesar de su lucidez y de su olfato político. Así se ha llegado a una agudización de la mala conciencia, al punto de que ciertos escritores se creyeron obligados a ejercitarse en el lenguaje profético y a expresarse sobre la realidad en términos apodícticos, sentenciosos. ¡Cuántas veces les hemos oído decir, en los últimos años, frases tales como la literatura salvará a América Latina, con profusión de mayúsculas! Olvidaban así la compulsión de poderes mucho más contundentes (y sobre todo menos exhibicionistas) que el de la literatura. Son poderes supeditados a reglas de interés material y, por lo mismo, desdeñosos de la fuerza clarificadora e iluminadora que puede tener una literatura libre.
—¿Sostienes, entonces, que la literatura es incapaz de ejercer algún influjo sobre los procesos de transformación de la realidad?
—No sostengo eso en absoluto. Creo que la literatura es una más, entre otras actividades del hombre, que pueden contribuir a crear una conciencia revolucionaria en continentes como el nuestro. Sucede que hubo una inflación del papel que podía cumplir la literatura como poder transformador de la sociedad.
—¿Son esas las ideas que asomarán en la novela Los congresos?
—Habrás advertido que yo no soy, en verdad, un teórico de estos procesos literarios. Por eso debo resignarme a traducirlos en términos de ficción pura. A tal punto que una de las tres novelas que tengo sin terminar es la que tú has mencionado, Los congresos, cuyo título definitivo será probablemente Los chamanes. Es una sátira trágica de la industria cultural y, como en Yo el Supremo, confiero nombres propios reales a los responsables de esta conversión de la literatura en mercancía, a la vez que doy nombres impropios a las irrealidades de la escritura para poder así transformarla en ficción. Como latinoamericano, no estoy dispuesto a aceptar una literatura que se concibe como una finalidad en sí misma. Pienso que la literatura será siempre una mediación, que se deberán contar historias y que la manera de contarlas tendrá que ser cada día nueva, y más profunda.

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Imagen de portada: Leopoldo Marechal, Gabriel García Márquez y Augusto Roa Bastos constituyeron el jurado de un premio literario patrocinado por la editorial Sudamericana, a cargo de Francisco Porrúa, y Primera Plana, espacio noticioso a cargo de Tomás Eloy Martínez. Fotografía del Archivo General de la Nación con los tres novelistas latinoamericanos.
Este texto se reproduce de la edición de bolsillo preparada por Random House Mondadori para México de Hijo de hombre, impresión de 2009, donde figura a manera de prólogo con el título «Roa Bastos. Una entrevista de Tomás Eloy Martínez».
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