por Danaé Venegas
La bebé fue recibida por los brazos temblorosos de su padre mientras escurría sangre del cuerpo exhausto de su progenitora, Ana. Él estaba aterrado. Esta pequeña criatura le pertenecía. Todo lo que él hiciera, o dejara de hacer, afectaría a su niña, para bien o para mal.
Cuando la bebé abandonó el vientre que la hospedó durante nueve largos meses, no emitió llanto alguno y se limitó a estirar sus pequeños brazos, como si acabase de despertar de un largo sueño. Su madre, al contrario, apenas posó ojos sobre ella rompió en inconsolable llanto, y pese a numerosos intentos por tranquilizarla, fue necesario darle un sedante.
Ana estuvo prácticamente inconsciente durante las primeras 24 horas después del parto. Sus párpados sólo se abrían por unos cuantos segundos para mirar de reojo a la criatura que poco antes había estado dentro de ella, pero apenas la encontraba volvían a cerrarse, como las alas de una mariposa. El doctor les dijo que sólo necesitaba descansar, que el parto podía ser extenuante para algunas mujeres, más que para otras, y que no era necesario ningún tipo de intervención médica. A Julián, el padre, le pidió que acercara a la bebé al pecho de su esposa cada dos horas para que se alimentara.
–No tiene de qué preocuparse, ella sabrá qué hacer. Los bebés, a esta edad, son puro instinto –dijo a la vez que levantaba a la infanta y la llevaba al seno de su madre.
La niña comenzó a girar la cabeza con lentitud, mientras olfateaba a su alrededor. Una vez que localizó el pezón, abrió grande la boca y comenzó a comer. El doctor pidió a Julián que la sostuviera y la dejó en sus brazos.
–Así cada dos horas, media hora en cada seno –espetó antes de cerrar la puerta tras de sí.
A pesar de las indicaciones del médico, no podía evitar sentirse preocupado: durante el último mes de su embarazo, Ana había tenido terrores nocturnos. A mitad de la noche, su esposa se levantaba de la cama, entre desgarradores gritos, y agitaba las manos con desesperación, como tratando de ahuyentar a cientos de insectos. Ella nunca quiso decirle qué era lo que la asustaba tanto, pero se acurrucaba en sus brazos y vertía lágrimas en su pecho. Cuando se tranquilizaba, pedía a su esposo que le acariciara el vientre mientras ella tarareaba una canción de cuna para sí y para la criatura que llevaba dentro. La repetía una y otra vez hasta quedarse dormida.
Ahora, al verla descansando sobre la cama, con la bebé prendida a su cuerpo, él no podía evitar sentir que la traicionaba, aunque no supiera muy bien por qué. Por un minuto, se sintió hipnotizado por el ruido que producían los labios de su hija al succionar, y sus ojos le hicieron creer que la piel de Ana se tornaba cada vez más pálida conforme la leche escapaba de su seno. Aterrado, separó a la bebé del pecho y, por primera vez, un llanto ensordecedor invadió la habitación y despertó a su esposa.

Ya en casa, el cansancio de su esposa continuó; estaba perdiendo peso y Julián encontraba cada vez con mayor frecuencia racimos de cabello desperdigados por el piso. Ana dormía por horas y horas, y únicamente la despertaba el llanto de su hija. Había perdido el apetito y en más de una ocasión la escuchó llorar en el baño. Él no lograba comprender por qué su mujer estaba tan abatida, pero tampoco quiso preguntarle. Sabía que ella no daba respuestas y que sólo hablaba de sus sentimientos escondida en la noche, con el rostro invisible y sus manos envueltas por las de él, bajo las cobijas.
Él se encargó de las tareas del hogar; preparar la comida, limpiar y lavar la ropa de la bebé. No le gustaba dirigirse a su hija como “la bebé”, y ansiaba poder llamarle por su nombre; sin embargo, cada vez que tocaba ese tema con su esposa, ella se limitaba a negar con la cabeza mientras le indicaba que todavía no era tiempo de decidir.
Desde que recibieron la noticia de su embarazo, la idea de elegir el nombre de la niña había entusiasmado a ambos, pero cuando las pesadillas comenzaron, ella no quiso volver a hablar del asunto y le repetía, invariablemente, que debía ser paciente, que apenas si la niña naciera, con solo tocarla, sabría cuál era su nombre. Pero del parto ya habían pasado varios días y seguía sin poder nombrarla.
Una tarde, agobiado por las inacabables actividades que debía realizar, y por la preocupación que no dejaba de crecer en su interior cada que miraba el cuerpo delgado y marchito de su esposa, Julián se quedó dormido y despertó hasta entrada la noche. Avergonzado por sus horas de ausencia, corrió a asegurarse de que su familia estuviera bien: las encontró dormidas. Sintió el deseo de recostarse a su lado, pero una pila de mamelucos y camisetas sucias lo esperaba al pie de la cama, por lo que salió a lavarlos.
Cualquier otro día la ropa de su hija estaría lavada y seca antes de que el sol se pusiera, pero en esa ocasión, al despertar, se sintió aletargado y débil, como si sus extremidades no le pertenecieran o no quisieran obedecerlo. Consciente de que no podría mantenerse mucho tiempo en pie, tomó una silla y la acercó al lavadero para lavar a mano cada pieza. Mientras tallaba, le pareció ver manchas negras cubrir una de las prendas, pero cuando la acercó a sus ojos, habían desaparecido. Se dijo que estaba exhausto y que seguro había sido su imaginación. Colgó la ropa a secar en el lazo del patio trasero y regresó a la cama.
Una vez bajo las cobijas, su esposa se acurrucó junto a él y pudo escuchar, como un susurro, la canción de cuna. Pasó sus dedos entre los finos y ya escasos cabellos de su mujer y volvió a dormir. Lo despertaron los alaridos de Ana y encontró a su hija con el cuerpo rígido y la espalda curva. Sus piernas flaquearon y de súbito sintió que algo duro y afilado se instaló en su garganta. Le desagarraba las paredes de su tráquea y sentía la sangre escurrir hacia su estómago. Su esposa no se movía, de sus ojos brotaban lágrimas que caían en el cuerpo petrificado de la niña y sus manos, como piezas de mármol, enmarcaban a la diminuta criatura.
La niña, con el poco aire que logró pasar por su boca, emitió un quejido, apenas audible pero que bastó para hacer reaccionar a su madre. Ana quitó la vista de su hija y la dirigió a su esposo. Lo tomó por los hombros y le preguntó que dónde estaba la ropa de su hija. Él, con la sangre atorada en la garganta, recordó las palabras de su madre:
–La ropa de los recién nacidos nunca se lava en la noche y mucho menos se deja secando bajo la luz de la luna –le había dicho–. El olor de la vida nueva atrae a la vieja, a los demonios, a los que estuvieron aquí antes que nosotros y que desean, más que cualquier otra cosa, ocupar la carne.
Sintió el miedo recorrer cada fibra de su cuerpo, helándolo todo. Ana lo sacudió una y otra vez hasta que él pudo tragar lo que ocupaba su garganta y, entre arcadas, le señaló la puerta al patio trasero. Julián dejó que su cuerpo se derrumbara y, de rodillas, rezó por su hija. Ana encontró la ropa de la niña suspendida en el aire, como sujetada por largos brazos que se disputaban las piezas a cada segundo. Trató de alcanzarlas pero un viento gélido la empujó y la hizo caer en el suelo. Quiso levantarse, pero algo se lo impidió. Era como si su cuerpo estuviese cubierto de lodo frío y negro. Llamó a su marido entre alaridos, suplicando.
Julián tomó a su hija en brazos y corrió para encontrarse con su mujer. La boca de la bebé había adquirido tintes azulados.
–No dejes que se la lleven. Quítales la ropa, por favor. Te lo ruego, no dejes que se la lleven.
Al ver el rostro de su esposa contraído por el miedo y los ojos abiertos de par en par, supo que había encontrado la respuesta: “éste es el sueño, se dijo, esto es lo que la aterraba”.
En ese instante, recordó también qué era lo que debía hacer: sujetó con fuerza a su hija con uno de sus brazos y extendió el otro para alcanzar una de las prendas, a la vez que entonaba la canción de cuna. La ropa se agitaba sobre su cabeza mientras trataba, inútilmente, de asirla. Cuando sus dedos estuvieron a punto de tocar el blanco algodón, fueron aplastados por una fuerza invisible. El dolor lo doblegó e hizo escapar de sus entrañas un alarido que lo impulsó lo suficiente como para rozar una de las camisetas. Con el tacto, la prenda se vio envuelta por llamas azules que se extendieron con rapidez al resto de la ropa. Julián se echó para atrás para cubrir a su esposa e hija. El cuerpo de la bebé se convulsionó en sus brazos hasta que el fuego se apagó y las cenizas se perdieron con el viento.
Ana fue liberada y, con el rostro cubierto de lágrimas, abrazó el diminuto cuerpo de su niña y la meció hasta que su respiración se volvió acompasada. La criatura extendió su mano para encontrarse con el dedo de su progenitora, y cuando logró envolverlo, abrió los ojos.
–Lilith –enunció, con labios temblorosos, su madre–. Su nombre es Lilith.

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Danaé Venegas
Maestra en estudios de arte y literatura por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Egresada del diplomado en creación literaria de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Fue beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Nayarit 2012 en la categoría de cuento. En 2019 publicó su primer libro de cuentos, A ojos cerrados, con Lengua de Diablo Editorial.
Facebook: danae.venegass
Arantxa E. Rodríguez Flores
Pintora, ilustradora, ceramista y tatuadora. Su trabajo artístico se centra en las estéticas japonesa y coreana, sobre todo en el estilo tradicional sumi-e o suibokuga. Pese a que sus obras parten de motivos bien definidos, se inclina por la búsqueda arriesgada e intuitiva para romper sus propios límites y fluir en direcciones no previstas. Aunque nació en la Ciudad de México, actualmente reside en Cataluña, España. Sus piezas pueden ser adquiridas por internet.
Instagram: @axtakawa_pintura
Todas las ilustraciones fueron hechas ex profeso por Arantxa E. Rodríguez Flores con una técnica mixta de acuarelas minerales, tinta china, grafito y lápices de colores sobre papel cansón de 250 gramos.